Donde mayor es el peligro está la mayor honra.
Marca de caballería
Las primeras restricciones que se hicieron en España a portar armas son anteriores a Felipe II, pero fue el rey Prudente quien al comienzo de su mandato amplió la prohibición de acarrear determinados sacametes y aparejos folloneros fáciles de ocultar por considerarlos proclives a usos traicioneros —como dagas, puñales y arcabuces pequeños—, cuya veda decidió extender en 1611 para que nadie pudiera llevar cuchillo suelto ni de otro modo, concediendo a los soldados el privilegio de la espada y de los restantes herrajes sanguinarios permitidos. Con los monarcas sucesivos, las pragmáticas que regulan la fabricación y posesión de artefactos robavidas se endurecen, y bajo el reinado de Carlos III las leyes castigan con pena de seis años de presidio a los nobles que las infrinjan, que se convierten en seis de minas si los transgresores son plebeyos. Incluso los cazadores son objeto de sanción, e igualmente los armeros, mercaderes y personas relacionadas con el negocio de esta clase de pertrechos, así como los cocheros, lacayos y criados de librea que, por los riesgos asociados a su oficio, se entiende habían menester de capacidad defensiva para repeler los frecuentes asaltos, una circunstancia que a la sazón no se juzgó eximente salvedad hecha de los referidos al servicio de la Casa Real, a quienes se les permitía tener arma blanca prendida a la cintura. A partir de entonces, las guerras civiles, revueltas y cambios de régimen que irrealizan más que resuelven ese galimatías que sigue siendo España, no hacen sino confirmar que los cuerpos policiales y las tropas del ejército cuentan con el monopolio de los medios ofensivos, una constante turiferaria en medio del fárrago de penurias y pérdidas coloniales que se enrancia en el tono sombrío del caciquismo provinciano. Posteriormente, también el gobierno desfalleciente de la Segunda República, con Manuel Azaña a la cabeza, demoró hasta el último momento la orden de suministrar armas a las masas obreras dispuestas a hacer frente a la sublevación militar por miedo a que los sectores más radicales aprovecharan la coyuntura de rechazar a los facinerosos para iniciar sus experimentos revolucionarios...
Baste este introito histórico para ilustrar que a medida que el poder central aprende a dotarse de estructura interna y gana, por consiguiente, presencia exterior, una de sus misiones prioritarias es desarmar a la población que vive en el territorio sometido a su gobierno. Desde los lejanos tiempos en que la autoridad política emprende el perfeccionamiento de sus técnicas de control con un aparato de Estado separado de la sociedad, se hace patente que un pueblo armado constituye una especie de milicia invicta; que las gentes que componen este imprevisible y no deliberado regimiento, de la misma forma que pueden atacarse entre sí por las rivalidades más ordinarias o los motivos más peregrinos, pueden dirigir sus fuerzas contra el alguacil encargado de velar por que las falsedades del orden se consoliden como una realidad inabordable. Ahora bien, para desguarnecer al individuo que aun en su mera virtualidad de voluntades es vigilado como un reducto de contrapoder, se necesita un pretexto que se haga valer como una urgencia colectiva, y nada mejor para ello que utilizar el profiláctico recurso de combatir la violencia criminal, en algunos casos estimulada tácita y tácticamente por otras vías por el mismo ejecutivo que se propone erradicarla. El éxito de tal maniobra de refrigeración de las costumbres se avala, sin precedentes que lo superen, en la docilidad presente obtenida tras el aleccionamiento secular. Condenados al pueril escarmiento de una tutela casi ubicua, la situación es tan degradante para los adultos de hoy, que no hablo ya del acceso a las armas de fuego, cada vez más limitado y comprometedor en nuestro país, sino del derecho ancestral a servirse del poder de las llamas en campo abierto, que aun invocado con fines estrictamente alimenticios o caloríficos se ha extinguido de un soplo con la pobre excusa de unos operarios abrasados por causas de sobra conocidas. Independencia requerida de lo que se opine al respecto, nada impugna que este hecho supone una victoria completa para la intensa campaña de desarme —otros dirán seguridad o pacificación social— iniciada siglos atrás. Y si la ley así lo dicta, para mí es letra arbitraria que sólo merece desacato, pues de ningún modo es lícito usar el error de unos pocos —sea freír un monte o quemar a balazos a un infeliz— como medida de corrección contra los demás: muy deficitario sentido de la justicia hay que tener para tragarse la infamia de hacer que justos paguen siempre por pecadores. Sin embargo, esta prerrogativa no es anecdótica y se engloba dentro de un conjunto de asaltos cometidos a instancias de un movimiento burocrático envolvente que, desde la desconfianza sistemática hacia el ciudadano, se va esmerando en despojar a cada uno de su soberanía y no da tregua hasta dejarlo legalmente al desnudo por todos los flancos. Asombra, por ejemplo, que se acepte como cosa normal que un sujeto que se enfunda varias raciones automáticas de muerte con su uniforme reglamentario esté autorizado para el ejercicio público de la intimidación y pueda obligarme a revelar los secretos de mi sangre en un vulgar control de tráfico, pero es un asombro que además agravia cuando después de la presunción de culpabilidad todavía se debe demostrar ante el criterio de los circunstantes que con estos zarzales de inspección no se protege a la sociedad de una agresión real de la que yo pueda ser el causante, puesto que sucede exactamente al contrario: lo que se viola es la propiedad de mi ser urdiendo el alegato preventivo contra una serie de infracciones que hasta el instante de ser detectadas carecían de víctima. ¿Cómo es posible que la amenaza abstracta de un acontecimiento figurado legitime, a juicio de esos estadistas que debo tomar por semejantes, la invasión de mi existencia privada sin ningún miramiento con la integridad del organismo cuya epidermis define claramente sus fronteras?
Es preciso mirar con ojos nuevos lo antiguo para cruzar con una fuerza restaurada el mundo actual; entender en su crudeza original que intentar sobreponerse al
estado de cosas sin luchar es un propósito tan falso como creer que la tierra puede cultivarse sin sembrar.
La caída de los ángeles rebeldes de Frans Floris, fechado en 1554, año en el que los mapuches derrotan a los españoles en el Desastre de Tucapel. Según una historia con rasgos legendarios, Lautaro, líder los indios rebeldes después de haber sido paje de Pedro de Valdivia, torturó durante días a su señor, a quien puso dintel de eternidad extrayéndole el corazón para ingerirlo como un trofeo de propiedades mágicas asimilables.