7.8.12

ZOMBICRACIA

Lo aceptaba (no lo toleraba, lo aceptaba), así como en medio del más terrible ultraje hay momentos de respiro que uno acepta con una especie de gratitud porque puede decirse: «Gracias a Dios, esto es todo; al menos ya lo sé todo».
William FAULKNER
¡Absalón, Absalón!

Siempre que uno accede a hablar o escribir de política, empieza por consentir la pérdida momentánea del equilibrio anímico; incitado por la rivalidad dialéctica, creerá recuperarlo mediante la ilusión de omnipotencia que produce la retórica de los juicios exaltados y, de persistir en el empeño, terminará por extraviar la saludable ironía que podía preservarlo de la inmersión en la inmundicia como un anorak de la lluvia: experimentando la tormenta de lleno, quizá mojándose el rostro con alguna salpicadura arrojada por la ventisca, sonriente por la celebración de estar perfectamente protegido contra la insolencia de los elementos... Y es que la sátira tiene razones que la ideología ignora.

Odio hablar de la clase política, sobre todo tras el hartazgo de comprobar que el abordaje contra las decisiones de esa euronave de rapiña se agota en cuestionar superficialmente lo realizado bajo su mandato sin atreverse a trascenderlo con una épica de la liberación o, en su defecto, con una táctica de drásticos contraataques. Odio hablar de la política sin clase, pero la atmósfera que me rodea está tan viciada por las emanaciones parlamentarias, que no puedo sino boquear unas cuantas líneas sobre el tema. 

No es bueno obedecer a los débiles porque en vez de compensar sus flaquezas se vuelven poderosos con ellas; un mal hábito que no se corrige, al contrario, se complementa, con la rutina de obedecer a los poderosos, que de ese modo se abandonan a sus debilidades en vez de esmerarse en administrar sus competencias, ya que las tienen, con una equidad ejemplar. Frente a esta duplicidad de las costumbres sumisas, no necesito argumentos para armar mi libertad: el acoso a tiempo completo del gobierno me pone en situación de legítima defensa y, que yo sepa, por mucho que el domador se pavonee delante de los rugidos que ha provocado en la gayola, el león aguarda por instinto su oportunidad para saltar sobre él y zampárselo con un gesto veloz, mínimo, eficiente, digno de esa fiereza felina a través de la cual quedan ridiculizadas la restricción calórica, los tranquilizantes y el compendio de medidas de atontamiento emprendidas por el negocio circense contra la naturaleza salvaje...

Si, tal como dan a entender sus más eminentes teóricos, la justicia en un Estado de Derecho consiste en hacer cumplir la ley para que nadie esté por encima de la misma —en palabras de Thomas Paine: «Al igual que en los gobiernos absolutistas el rey es la ley, en los países libres la ley debería ser rey y no debería haber otro»—, ¿qué clase de justicia cabe esperar de una ley que a la luz tramposa del derecho permite que unos pocos hombres sometan vilmente a otros, y aun a los órganos más elevados de la supuesta representación civil, por la movilización mercenaria de su opulencia?

Nuestro actual gobierno conoce bien la ley: obedecer al fuerte y oprimir al débil. La conoce y la aplica en un sentido lato, como el que rige en una herrumbrosa cadena de mando, en parte por la estulticia de su buena estirpe, y en parte por las deudas que debe saldar con el crimen organizado; es el suyo un entendimiento de verdugo que acata en silencio el resultado lógico de la reagrupación de los principales poderes —de los tres poderes clásicos al sexto poder— en un ordenamiento que reserva el papel hegemónico a la élite financiera y condena a una humillante interpasividad a la población que, aclimatada al respeto que no recibe, ha de sufragar, para mayor cinismo, los costes de su nuevo abaratamiento. En efecto, no puede objetarse al gobierno vigente que sea injusto puesto se ocupa con celo canino de impedir que nada salte sobre la ley que defiende; tan tozuda es su fidelidad a los amos, que de la obligación ha hecho un temor continuo y del temor una obligación continuamente decretada. La verdad, no tengo decidido si este gobierno me agita el asco, me da pena o me preña el neurón con un híbrido inabortable de ambos estados: una vez que sus miembros han izado su insignia en la prominencia más visible del Montaje, no hay mentira capaz de ocultar que lo máximo que pueden y quieren hacer por su país se limita a conducirse como perros bien adiestrados o rabiosos muertos mordientes, con perdón de mis primos los cuzcos y de los mordidos que se resisten a propagar del entreguismo.

Peregrinando por el dinamismo detenido del Condottiero Colleoni de Verrocchio, me pregunto para qué la chulería como rasgo distintivo del caudillaje cuando una torcaz puede burlar con un brochazo de palomina la voluntad más arrogante.

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