A quien me besa
El hombre debe despertar de su sueño milenario para descubrir su total soledad, su aislamiento fundamental. Debe darse cuenta de que, como un gitano, vive en el límite de un mundo extraño; un mundo sordo a su música y tan indiferente ante sus esperanzas como ante sus sufrimientos y crímenes.
Jacques MONOD
El azar y la necesidad
Aborígenes concéntricos. Frente a los hechos que no pueden ser probados, la opción menos precaria para atraerlos al entendimiento pasa por extraer hipótesis susceptibles de ser recorridas sin descartar la introspección, el éxtasis y el sueño como fuentes válidas de las mismas —¿acaso no está todo cifrado en todo y uno mismo no es sino un sistema menor que refleja los sistemas mayores que lo comprenden?—. Desde esta premisa, puede avizorarse que los antiguos humanos de la Edad de Piedra, más despiertos que nosotros en la esfera sensorial, y desde luego menos contaminados por las connotaciones culturales y las exigencias aplanadoras que implica habitar en el vertedero de una sociedad tan estridente y opresiva como la contemporánea, reconocían en los objetos y espacios de su entorno la presencia anímica de quienes habían entrado en contacto con ellos. Receptáculos o memorias interactivas de cuantos seres, no sólo humanos, vinculaban sus experiencias a tales espacios y objetos, la representación colectiva del mundo para un individuo del Paleolítico bien podría estar caracterizada por la impronta de
fluidez entre especies y
permeabilidad entre mente y materia que el paleontólogo Jean Clottes, especulando a la luz de los descubrimientos pictóricos de
la cueva de Chauvet, indicó como rasgos antropológicos fundamentales de los creadores-cazadores-recolectores pertenecientes a aquella época tan impenetrable para nosotros. Decenas de miles de años después, cubierto por arcaicos abrojos mentales, aquí estoy yo para corroborarlo con las expoliciones de mi pensamiento salvaje...
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De los antiguos agoradores a los modernos científicos, las técnicas y los ritos se han transformado, pero el esquema supersticioso prevalece como una causa común: donde antes había mistagogos, teólogos y especialistas de lo sobrenatural con una retórica especializada en estructurar con soberbio aparato imaginario los cánones religiosos afines a su cultura, ahora encontramos expertos que, desde sus respectivos campos de investigación, contribuyen al sumo pontificado de la ciencia por medio de la regla que la instituye como método por antonomasia para la tasación y verificación de la realidad; como dogma, en definitiva.
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En una era cuyo conocimiento está dominado por el procesamiento omnívoro de datos y la ingeniería sistemática, lo inexplicable abre sus puertas a los espíritus libres como un refugio de piedra contra el bombardeo falaz de las razones instrumentales.
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Lo único que sabemos con relativa seguridad acerca del funcionamiento de la naturaleza es que los modelos precedentes que trataban de explicarla se han demostrado erróneos, que sus leyes aparentes no son sino hábitos sometidos, como todo lo existente, a un proceso mutante de proporciones cósmicas cuyo fin es indiscernible, y que nuestras certidumbres objetivas, ese nebuloso pastel de complicidades cognitivas, probablemente agoten la vigencia de su significado en escenarios futuros, si es que no son meras ilusiones pasajeras adaptadas al estado accidental del momento.
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Hacia el Ragnarök, ámbito cero. Si la naturaleza evoluciona, ¿a qué se reducen alora las leyes eternas postuladas por la interpretación mecanicista de la física canónica? Y si estas supuestas leyes no son permanentes, ¿de dónde proceden si no?, ¿a qué se deben las regularidades observadas en los fenómenos? A semejanza de un organismo en crecimiento dentro del cual se originan nuevas formas de organización de la materia y de la energía, el cosmos dispone de una memoria acumulativa a partir de la cual se desarrollan esos patrones imitativos como campos de refuerzo de lo manifestado. Sin embargo, si el universo actúa como un sistema de ciclos cambiantes regidos por tendencias, ¿cuál es el ingrediente clave que favorece la aparición de un hábito?, ¿qué factores, códigos o fórmulas decisivas subyacen en los procesos creativos de cuanto contiene? Es preciso acercarse a la conclusión, y a la vez punto de partida, de que en cada escala de la realidad interviene activamente una clase de imaginación de la cual la humana es sólo una muestra, una rama del inmenso árbol del devenir cuya savia se mueve en virtud de la asociación caótica de elementos, del puro juego de explorarse en todas sus dimensiones y propiedades, conjetura que explicaría el impulso rebosante por concretar mayores expresiones que afiancen las perturbaciones aleatorias mediante modelos dinámicos de complejidad sinérgica a múltiples niveles hasta culminar, he aquí mi visión, en un profundo evento escatológico: el vacío final del pozo que nos succiona desde hace miles de millones de años.
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Los astrofísicos estiman que alrededor del noventa por ciento de la masa del universo es oscura... y nosotros estamos en medio. Lejos de poder demostrarlo, no ignoramos que en calidad de humanos nuestro papel, probablemente, sea asimilable al de agentes enzimáticos en el contexto de una mente telúrica en la que participamos a través de diversos canales con toda la exuberancia de nuestro ingenio y todo la devastación de nuestras interferencias. La proposición es tentadora: somos drogas planetarias, emisores de radiaciones psicodélicas en sintonía con el anima mundi.
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Ley de la gravitación de las conciencias. Cada ser consciente de sí mismo atrae a sus congéneres con una fuerza proporcional a su singularidad que no disminuye con la distancia y resulta operativa más allá de la muerte. Las ideas que un pensador de relieve deposita por escrito, por ejemplo, siguen estando activas muchas generaciones después de haber sido disgregada la última molécula del más tenaz de sus huesos; a veces, incluso multiplican su influencia a medida que las fluctuaciones históricas adquieren amplitud.
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Ley tecnófila de la enajenación. Toda tecnología que impregne las costumbres privadas creará con la propagación del uso las condiciones propicias para seleccionar rutinas según criterios tecnológicos o, en otras palabras, para que el cerebro transfiera paulatinamente sus funciones a los artefactos en los que halla asiento.
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El cálculo cabal de acciones y reacciones que suscitan las relaciones humanas debe tener en cuenta la ausencia de cálculo que rige la conducta de una parte sustancial de los actores sociales, de ahí que las ciencias que procuran efectuarlo obedezcan a un propósito no menos irracional que cualesquiera de los exhibidos por quienes son objetos de su estudio.
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Al humano sólo le cabe percibir la irreductible inconsistencia que lo constituye.
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Desviaciones. De igual forma que las creencias ahorran energía al acto de pensar que merman y hasta suprimen, los pequeños problemas emocionales sirven para soslayar las grandes incógnitas espirituales que debemos asumir frente al desenlace inminente de nuestra materia.
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Nuestra patria está en los acontecimientos emocionales, que sólo en contadas ocasiones coinciden con los otros, llamados con deslealtad verdaderos. Hecha de sueños, la casa de los afectos vierte sus desechos en las vigilias, que a su vez desemboca en el horizonte onírico donde el alma se despliega y la onda del tiempo se deshace.
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El hombre es una pesadilla para el hombre... para el hombre que quizá sea al despertar de mi sueño ontológico...
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Están más cerca de la naturaleza quienes sueñan que quienes la estudian con la prótesis de sofisticadas herramientas. Nada se relaciona tan intensamente con el principio imaginativo de la realidad como la experiencia creativa del inconsciente.
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Titilaciones. Si, como se ha proclamado, Dios ha muerto, la muerte es Dios y la vida un gusano que sueña sobre la momia de un despertar.
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Y aún tenemos fe viva en la muerte los que creemos vivir, pues morimos de perder la fe en lo que vivimos.
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La noche impone un respeto ancestral que no es producto del miedo a las oscuridades envolventes, sino del acatamiento de penumbras que con uno se desvelan.
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El día en que sólo vea un órgano en un coño, estaré sexualmente perdido; hasta que ese improbable ataque de materialismo me someta, viviré coronado de tangas en un imperio de voluptuosidad construido sobre la adicción a la melancolía bajo rostros distintos.
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Vestida de burdeos. Una mosca cayó en mi copa y, antes de ahogarse en la embriaguez, me confesó cosas tremendas. Aseguró, muy ufana, que los humanos la habían frecuentado hasta lo microscópico con el empeño de conocerse mejor a sí mismos.
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El estado de las tripas, respaldado fisiológicamente por el sistema nervioso entérico, modula buena parte de nuestros sentimientos y, por extensión, condiciona la ligereza o pesantez de nuestros razonamientos, pues malamente circulará la vida interior si el aparato digestivo se declara adverso. De esto no se habla públicamente porque se considera de mal gusto, pero nadie que ame su calidad puede atenderla sin escuchar la hedionda voz de sus intestinos.
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Sumo mis extremos para que, al confrontarse, me dividan por el justo medio.
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Saudade del escéptico. Aprendiendo a vivir sin la falsa moneda con cara de esperanza y cruz de miedo, perdí la motivación para querer sin esperanza y me ganó la tristeza de llorar sin miedo por todo, por nada de nada.
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Para el totalitario, sólo existen dos caminos: el conmigo y el contra mí; para la democracia decorativa o parlamentaria, hostil a la independencia que osa cuestionar la función de los partidos, tampoco son viables otras opciones fuera del carril del me votas, salvo si acaban en el barranco del no cuentas.
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Muchos se creen libres porque al votar se abstienen de palpar los muros de la prisión en que se hallan.
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Así como cualquiera puede adoptar en sociedad una opinión normalizada y emitir sin impedimentos un voto en el circo político, los pocos que se arriesgan a despegarse del resto con las alas del pensamiento saben que posarse en el atrio de la idea común, donde la voz se diluye en la muchedumbre, los expone a ser abatidos por el plomo de la ortodoxia conformista.
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Entre tanto meapilas y votante abducido por los periódicos cantos de sirena de la cleptocracia, cada vez cuesta más legitimar las razones que nos llegan como el eco de una conciencia realmente aristocrática contra demasiadas realezas sin conciencia.
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Acuidad cronológica. Detrás de nosotros está la historia; delante, también. Que al corte secuencial del instante el futuro se esconda cual si no fuese, sugiere el indicio de un tabú cuya credibilidad es la censura que pesa sobre lo que ha sido ya.
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El mayor deber de un gobierno no es hacer felices a los ciudadanos, que es una típica ambición tiránica, sino evitar que su labor se convierta en un tormento.
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Geodas. La búsqueda de una droga perfecta, satisfactoria a la medida de cada gusto pero exenta de peajes para el ánimo y para el soma, comparte su origen con la vieja ambición de diseñar una sociedad ideal: el desamparo, la menudencia de la criatura que las concibe desde su incapacidad para amar la vida o entregarse a la muerte.
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Por el nudismo de los populacheros. Si aún hay comunistas que ignoran las atrocidades cometidas por el socialismo científico, lo apropiado es acusarlos de desinformados e instarles a que amplíen sus estudios sobre este cataclismo. En cambio, si demuestran tener conocimiento del altísimo coste que supuso la experiencia colectiva de esta especie de monoteísmo proletario de Estado, un mínimo sentido de lo ecuo impone rechazarlos, como a sus homólogos nazis, por su irreparable laya de malnacidos.
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Mientras el pueblo soberano admira sin reservas a quien traslada sus más bajas pasiones a lo más alto, al triunfador que es admirado de esta guisa no se le escapa el deleite de otra pasión cuando se acomoda en la cima: achicar al mismo pueblo que lo ha encumbrado.
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No es áureo todo lo que reluce. Torrero casi torrado en la disputada república de las artes y del pensamiento, mal que no me pese soy un meteco, aunque meteco al que su olfato basta para detectar el rastro de una imbecilidad intolerable en los privilegiados de la cultura, que de la aparente excelencia de sus dotes obtienen todavía un pretexto para preservar su posición aventajada.
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Puesto que toda ideología está animada por los intereses de alguna pasión dudosamente confesable, la opción menos mezquina para el detractor del fanatismo es la indiferencia frente a las pasiones.
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Quien se muestra reacio a dudar de sí mismo, se condena a perdurar como el verdugo que ha de aniquilar aquello que lo cuestiona.
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Bárbaro es quien ama el espejismo de una trascendencia —Dios, Patria, Verdad y Revolución están entre sus predilectas— para odiar con la conciencia tranquila y afirmar sin necesidad de pensar; al peligro y la claustrofobia de tenerlos cerca, hay que sumarle el daño provocado por los idiotas que se creen civilizados siempre que dan pábulo de lenidad con aquellos.
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Más altura hay en perder por negarse a cometer una vileza que en la victoria lograda sin miramientos.
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Nadie convence a nadie que no comparta de antemano la propensión a vicios similares.
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Sostuvo la brasa infamante del sonrojo hasta ser desollado por la conciencia que, escaldada, se resistía a encallecer con la tautología de los yerros. Y echando a un lado sus andróminas, cansado más que circunspecto tras sus andanzas de sarabaíta, resaca ayuso se preguntó qué puede haber hecho bien quien nunca se ha sentido horadado por el escrúpulo de haber hecho todo mal desde la raíz.
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El afán de dominio es el combustible, mas no el motor de la historia, que debe buscarse en los subterráneos de la indigente condición humana.
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Las musas, o su equivalente psicológico en el don, escogen a los rapsodas sin conceder a ninguno la potestad del genio, y mal poeta será quien no constate al transcribir el fulgor de versos memorables cuán inalcanzable es explotar a voluntad la mina de sus hallazgos.
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Sucede que el talento es tan inevitable como la estupidez, y eso que no pocas veces consiste el talento en volverse tan evitable como el estúpido, descubierto, se quisiera. A las duras y a las maduras, el creador honesto siempre podrá argumentar en su defensa que las tonterías le nacen tan involuntarias como la inspiración.
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Ladillas del chirumen. Los grandes autores, cuando son genuinamente grandes en sus obras —«mezcla intrincada de generosidad y vanidad», en el préstamo de
un amigo— eluden tener descendencia; su némesis, sus engendros torcidos, son los dómines que los secundan.
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Cosidos como mundos inasibles a la propia experiencia del mundo que el lector lleva consigo, para el autor que lo alumbra un libro es una criatura imaginaria dotada del sentido que le falta a la vida.
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No se me ocurre peor antinomia que la inclinación a buscar la popularidad entre aquellos a quienes se desprecia.
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En toda vida inteligente se estremece un rey destronado que se ríe de sí mismo.
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Atesora la vida más evidencias de las que puede confirmar al escudriñar las apariencias de las que no puede desprenderse.
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El orden que importa en el caos se supera.
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Como un flujo de sublime tensión que une la naturaleza con la creatividad, la materia con el mito y el caos con el valor, o quizá como una ceremonia en el límite homeostático de la vivencia, imaginamos porque somos imaginados.
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Elaborando la genealogía de sus propios valores, el individuo sucumbe al hechizo de la historia creyendo revalidarse ante la memoria.
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Las palabras, que apenas valen nada, valen un mundo cuando el mundo olvida el valor de las palabras.
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El error no está en errar, sino en errar con la creencia de que el error puede soslayarse.
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Maduración. Después del descubrimiento de sí mismo, el primer gran acto es el entusiasmo por tomar el control del territorio; el segundo y más afinado dolor, admitir que es muy poco lo que puede controlarse de lo poco que somos según nos vamos descubriendo.
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Se necesita mucha vida para morir; para sobrevivir, con negarse la vida es suficiente.
Flotando sobre mis derramamientos, Cielo de agua del fotógrafo Anatoly Toor.