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Louis Jean Desprez, Tombeau de mort intronisé comme un sphinx |
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Pierre Louis Surugue, L'antiquaire |
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Philippe Petit caminando entre las Torres Gemelas (1974). |
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Louis Jean Desprez, Tombeau de mort intronisé comme un sphinx |
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Pierre Louis Surugue, L'antiquaire |
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Philippe Petit caminando entre las Torres Gemelas (1974). |
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Gutiérrez Solana, Cabezas y caretas |
Instituida por el Estado con toneladas de aplausos por parte de las inteligencias que, en oposición a las despiertas y naturales, hemos de considerar postizas, programables y felizmente amodorradas en un mayoritario consenso de indigencia mental, la Lotería Solidaria era un sorteo que cada semana extraía, de una lista engordada con desafectos a la normalidad, a un recluso que pasaba a disposición visiva para ser ajusticiado en «riguroso directo». A tal efecto el cadalso irradiaba el «corazón soberano» de un plató cuya funcionalidad y aspecto variaban según el método de ejecución elegido, mediante sufragio digital, entre los mil y un suplicios que abastecían la oferta de un catálogo conocido, a nivel coloquial, como El Sanitario.
En un mundo donde el enemigo es ambiguo y la publicidad ha elevado a ciencia suprema la excomunión, cualquiera puede encarnar el mayor grado de animadversión colectiva, así que estimé favorable que «la ciudadanía» determinara que mi peregrinaje por el tiempo concluyera en una sesión de estrangulamiento y decapitación. Experimentada desde dentro, la ceremonia de finiquito fue una chapuza mayúscula: la guillotina cayó sobre mí cuando aún estaba consciente porque la anaconda discapacitada que dos verdugos formaron con sus manazas biónicas alrededor de mi cuello no supo culminar su cometido.
Después de ser sometidos a un proceso de plastinación, los cadáveres de los condenados eran donados a una popular cadena de ropa que se había comprometido a «dar ejemplo» empleándolos como maniquíes en sus portentosos escaparates. Un asco de proporciones cósmicas, la insondable disconformidad con este desenlace de la materia, fue la razón de que el candil de mi ser quedase atrapado entre dos estratos de realidad, el de la existencia y el de la postexistencia, mas la ley, que había extendido su jurisdicción a los arcanos de ultratumba, había dictaminado que las almas en pena ocupasen sus antiguos cuerpos al término del horario comercial y recibiesen, en tan lóbrega condición, la visita reglamentaria de sus familiares.
No puedo parangonar con ningún dolor trabado en vida la compunción de ver a mis padres acudir cada noche a la boutique donde se negaba, hasta nueva orden, paz y pudor a mis restos. Aparte de otras restricciones entre las muy puntillosas trampas que sólo un comité de sádicos podría haber promulgado a su taxativa satisfacción, mis parientes tenían prohibido, bajo amenaza de arresto mayor, el menor contacto físico con el espantajo al que intentaba en vano dotar de un aire humano, de una fisonomía tranquilizadora. Por si fuera poco escarnio, pesaba también sobre ellos la obligación de conversar conmigo sin poder obtener a cambio nada mejor que la locución seca y latosa de una máquina expendedora.
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Kevin Peterson, Coallition |
La verdad no ha hecho a nadie dichoso, pero nadie que haya tenido a dicha vivir en el engaño ha vivido de verdad. En virtud de verdades vedadas hasta el delirio por el seguidismo que denigra el menor conato de sensatez, a la que acusa de «negacionista», hoy estamos facultados para afirmar, con la seguridad de no equivocarnos, que nuestra sociedad no está mortal sino moralmente enferma, de otro modo cada medida que sus capataces sanitarios dictan no se traduciría en un atentado contra la ya de por sí rara gracia de vivir. Tal es, así funciona la presunta ciencia de los «expertos».
Quizá la alquimia inversa del progreso megatécnico no haya exhibido tanto cinismo en sus faenas de aprendiz de brujo como al velar rostros y alientos con la impostura del bozal higiénico, símbolo triunfal de la trombosis del discernimiento por mor de una infección doctrinal que ha declarado incompatibles con el dictamen oficial las aptitudes elevadas del espíritu. El tipo de mundo para el que la amalgama de soberbias entronadas e inercias lacayunas se entrena mediante evangelios profilácticos y ritos cibernéticos de posesión más parece hecho a remedo de una colonia de insectos, o de un tontódromo controlado por una versión obsoleta de Windows, que a partir de una sociedad compuesta por seres vertebrados y despiertos; un mundo lavado con lejía y chapado en bits que será el ambiente perfecto para destruir las experiencias valiosas que la existencia puede deparar. La disyuntiva se anuncia clara: o abrazamos a lo bestia esta invalidez teledirigida, o reconquistamos los atributos deturpados por la campaña terrorista lanzada contra la población civil por una entente donde caben en coordinado convoluto gobiernos de choque, magnates del desconcierto y organizaciones que nadie puede nombrar sin llenarse la boca de azufre, como esa de voracidad milenaria cuya sede está en Roma o aquella otra que alza su bastión de avolezas en Ginebra con la venia de Pekín.
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Aykut Aydogdu, Reality |
No hace bastantes semanas como para haberla olvidado frecuentaba yo la sospecha de que los miedócratas, en lo que parecía una emulación del modelo gansteril de caos seguido de mano di ferro, subían el volumen a sus arbitrariedades porque ambicionaban una revuelta social que excusara nuestro sometimiento indefinido a un régimen marcial pautado según las altas prestaciones de la tecnología, mas ahora salta a la vista que no es preciso apretar más el dogal a la patulea de parias que se prestan aquiescientes a satisfacer las últimas barbaridades exigidas, como la de enviar a sus hijos a centros de enseñanza transformados en campos de concentración. Aparte de extremar el trucaje alarmista de la realidad con el fin de multiplicar los consabidos lucros y prebendas que la red de mentiras públicas reportan a sus artífices, la innegable prioridad que esgrimen los gestores del desastre es pedagógica: nos educan a marchas forzadas para amoldarnos a una automatización subhumana o expirar. En consecuencia, lo que este golpe supranacional trata de conseguir por medio de tácticas de asedio y racionamiento sensorial es minar las mentalidades divergentes de suerte que el suicidio represente la única salida digna frente a la pseudovida que en adelante debemos aceptar como única, incuestionable y novadora normalidad. El legalismo ha suplantado así a la legitimidad, la propaganda al conocimiento, la paranoia a la familiaridad, la delación a la concordia, la sumisión a la soberanía, la represión al respeto, la cobardía a la entereza, la vigilancia a la intimidad, las telarañas virtuales al contacto real, la colonia penitenciaria a la vida social, la repugnancia a la cercanía, el maltrato al cuidado, la histeria a la serenidad, la hipocondría a la salud, el debilitamiento a la inmunidad, la asepsia a la naturaleza, la hipercapnia al aire fresco, la ruina a la solvencia, la competición por ver quién lleva el cencerro más estruendoso a la búsqueda de un entendimiento mutuo y, qué duda cabe, la cacería del fuera de serie ha comenzado…
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Los cobiles callejeros son excelentes confesionarios |
¿En qué piensan las personas conformistas? Pregunta baladí: pensar es un privilegio de criaturas atormentadas. A los groseros les cuesta entender que la adaptación a una sociedad profundamente enferma no es inocente, y que en ella son más frecuentes las situaciones insalubres donde nada resulta más deprimente que demorar entre desnortados la propia caducidad. De este asco en un vivir al minuendo de la atomización telemática —vivir por viver— no es responsable sólo ni en mayor grado quien lo padece; si se introduce en el análisis de su caso el cerco infernal que construyen los demás cuando la credulidad gregaria reemplaza al uso de la razón y la confianza básica colapsa por las presiones que recibe de la idiocia circundante, es imposible soslayar que la decisión de darse fin compromete a demasiados autores. En el acto por antonomasia de agresión contra uno mismo existen móviles que superan los propósitos del autocida, entre los cuales cumple indicar, y no desde luego como un antojo personal, la profusión de vejaciones y el menoscabo constante que la mayoría impone a los descarriados que no comparten las proporciones de su ineptitud.
La duda es el precio a pagar por la libertad espiritual. Nosotros, que somos escépticos por no haber interrumpido el trance de conocer, hemos problematizado siempre con más dedicación que cautela los equívocos que mantienen la ilusión de la normalidad a cambio del desdén, la censura y aun la ojeriza de nuestros coetáneos, estigmas que el mirlo blanco ha de arrostrar en un momento de la historia que arranca el hálito a los clarividentes, lapida objeciones al vuelo y no concede asilo a los anacoretas. De lo expuesto se infiere que quien no cuestiona las nociones instaladas por la policía cultural se adeuda en permanente apocamiento con las monstruosidades que acatarlas genera. Conscientes de que el cuento de nunca acabar vuelve con cada vida a empezar, no podemos ignorar el alto coste en sufrimientos prescindibles que supone avalar de consuno la repetición de los mismos errores, el mayor de ellos cebar la existencia con nuevas remesas de almas que prosigan la fatiga de prolongar las calamidades heredadas sin alterar el sistema de intereses más favorable a los custodios del matadero planetario.
Lejos de replantear los fundamentos de las sociedades humanas sobre incentivos que animen a explorar estilos de vida más espléndidos y armoniosos, luego menos prolíficos, simplistas y autoritarios, somos empujados no hacia un orden configurado a tenor de principios y voluntades más amables, sino atrozmente estabulado. Programado en la retaguardia por ciertas camarillas poderosas, las primeras fases del reseteo cerebral han exhortado con notable éxito al doblegamiento incondicional a eventos de pánico hábilmente instrumentalizados. La obediencia que obtienen de los irreflexivos actúa como un condensador político que facilita un plus de energía a los centros de opinión donde se confecciona la narrativa hegemónica. Que la libertad, bien sin el cual los otros carecen de valor, sea menospreciada en beneficio de la servidumbre voluntaria, una de las más gravosas afecciones que aquejan a la estirpe humana, es una forma de secuestro que ningún gobernante hubiera podido perpetrar en ausencia de adherentes a su versión espuria de los acontecimientos. Con toda justicia se tiene a la clientela de la parroquia mediática por gente tan indigna de crédito y de mérito como los mercenarios que fabrican esos artefactos explosivos que llamamos noticias.
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«Meses de aburrimiento salpicados de momentos de terror extremo» |
«Algunos ni siquiera viven por temor a morir», apostilló Roa Bastos, y algunos serían, en efecto, si el adiestramiento en la homogeneidad no los hubiera vuelto tan excesivos en número como nocivos para la autenticidad. Carente de rayos laserinos en la mirada que palíen el desmadre ocasionado por el tropel de malsines que ni viven ni dejan, trinchera y consuelo busco en la emboscadura contra el avance del ultraje. El enclave más alejado de la colectividad es el más próximo a la sanación del alma, y por mucho que el cuerpo se haya acostumbrado a cohabitar en las comodidades modernas, el reino interior sigue necesitando espacios silvestres donde exuberar. Alejado, pues, del paisanaje ha de estar quien sabe que nuestra cura radica en la Muerte; mientras esta meta de la existencia se aplace, todo esfuerzo por contemporizar con el devenir y hacer enmienda de las apariencias cuenta como un apaño más o menos voluble, no pasa de ser una chapuza ontológica.
Si el retiro —quiérome ahí— enciende la lámpara de la resistencia intrínseca, ¿adónde van las vocaciones eremíticas en una época rendida a la obsesión por el rendimiento productivo, subyugada por el chantaje epidemiológico y mutiladora, por fundamentalismo inclusivo, de las alternativas que no encajan en los proyectos de una agenda que no por global cesa sus hostilidades contra la mera posibilidad de una excedencia contemplativa, sea esta concebida como el impulso fugitivo de abandonar las cárceles urbanas, como ordenada evasión en el marco de una disciplina monástica o como recogimiento psiconáutico en los continentes relegados del alma? Esas vocaciones van, una de dos, hacia el trastorno anímico que más pronto que tarde acaba siendo capturado por la red de zoológicos psiquiátricos, o a un reventón de autotisis tras algún que otro intento frustrado de rehabilitar el pneuma, de reconstruir el puente epifánico que conecta la subjetividad con el territorio mirífico, permeable a la participación metafísica en el cosmos, de la sacralidad erradicada casi por completo en estos tiempos cerrados a cualquier expansión que difiera de la económica. Hay quien podría sugerir una tercera vía, la que estrella su añoranza de beatitud asumiendo la épica del kamikaze, que además de ser un espasmo inútil de facticidad omito detallar por no incurrir en fantasías delictivas. Ojalá pudiera yo dar fe, como Euquerio de Lyon, de que «el mismo lugar que es desierto para el cuerpo, es paraíso para el alma»; desfallecido, encuentro cada día más motivos para cantar, como Roberto Iniesta, que «el cielo nunca ha estado tan arriba». Aunque el pretexto pestífero remitiera mañana, la impronta del experimento social se ha consumado y prevalecerá durante años de oscurecimiento que me opongo a ilustrar con mi triste figura.
Llegados a este vórtice de exasperaciones, mi grito de guerra, el kiai que saco a despecho de mi ironía es psiquedemia, la incitación a un realmamiento capaz de volver respirable esta angostura terrestre que más que girar sobre su eje parece retorcerse alrededor de su enajenación, privativa de un mundo que rota roto en su derrota.
Detengo aquí ayuso la efusión de mis aporías. Las firma, por lo presente, un hombre mortalmente herido de ser, gravemente alumbrado de tribulación e incurablemente lastimado por la carga de un estar que lo aplasta. No en balde, Kafka escribió que «uno aprende sin piedad».
No hay verdades bondadosas. Tampoco esta lo es.