— El fútbol y los futboleros.
— Los deportistas de élite que a pesar de estar forrados se prostituyen
heroicamente por una causa publicitaria.
— Los señoritos andaluces y los catetos venidos a más que aspiran a ser como ellos.
— Los hombres enamorados hasta el extremo de padecer el
síndrome de la covada. Y las futuras mamás, también.
— Los hispanohablantes que dicen
basket en lugar de
baloncesto,
staff para aludir a la
plana mayor de una empresa o
casting en vez de
audición porque les resulta más
chic estar a bien con el colonizador, así como los petulantes que saben lo que es un
flashback pero ignoran la existencia de una palabra más antigua y bonita para indicar lo mismo en nuestra lengua:
reminiscencia.
—
Los (hombres y mujeres) gazmoños idiomáticos que, para no ofender a
las sexistas, cargan su discurso con un ortopédico desdoblamiento de género («todos y todas», «compañeros y compañeras», «ciudadanos y ciudadanas», etc.).
— La compañera de curro que insiste en que veas las fotos de boda de alguno de sus hijos.
— Los policías jóvenes, vigoréxicos y con patillas perfiladas que exhiben el uniforme como un gallo su plumaje.
— El mapa de Iberia con el mordisco dado a Portugal.
— Los coches tuneados.
— Los correos electrónicos masivos que, para mayor sufrimiento del destinatario, incluyen alguna gilipollez en formato pps.
— La moda con toda su feligresía de cabezas huecas que repiten a cada momento el palabrón nada encantador
glamour.
— Los fanáticos del reciclaje que se creen imbuidos de una misión evangélica y tratan de generar sentimientos de culpa en quienes no comulgan con esta forma de autoengaño.
— Los agricultores que después de envenenar el campo con pesticidas, arar las cunetas, malgastar el agua anegando cultivos de regadío en zonas de secano, embolsarse las subvenciones europeas para el desarrollo y llenar los depósitos con un carburante mucho más barato, no hacen más que quejarse.
— Los engreídos con estudios universitarios que piensan que en una democracia perfecta sólo deberían votar los titulados.
— Que se asignen fondos procedentes de las arcas públicas a esa falsedad institucional de la cultura y el espectáculo con sus respectivos repertorios de insufribles, entre los que siempre tendrán un lugar de honor las corridas de toros, las películas de Almodóvar y la promoción de grupillos de música fabricados en cadena para distraer a coro la pesadez de otras cadenas.
— Los abogados.
— Los que se enfadan porque, al contrario que ellos, no te atas al teléfono llevándolo siempre contigo.
— Los que visten ropa de marca con el alivio gregario de haber sido
marcados.
— Los vasos usados como ceniceros a rebosar.
— Los hombres que se sienten más seguros de sí mismos por haberse depilado el vello corporal.
— Las feministas resentidas que prefieren dejar los puestos de responsabilidad a otras mujeres porque no se fían de los hombres.
— Los lameculos y correveidiles, plaga de todas las relaciones laborales.
— Los que no vacían la cisterna del retrete después de usarlo. Puede que de manera inconsciente obedezcan al instinto básico de marcar el territorio con sus excreciones, quién sabe.
— El
american way of life y sus catastróficas consecuencias para otras culturas.
— La actitud de consentimiento que por hipocresía, miedo, estupidez o un poco de todo ello se manifiesta hacia algunas minorías por el simple hecho de serlo, sin tener en cuenta sus acciones irrespetuosas o el racismo que impregna sus valores, como es el caso de los gitanos.
— Pagar los mismos impuestos al comprar un artículo que alguien cuyos ingresos multiplican cien veces los míos.
— Que una parte nada desdeñable de la recaudación fiscal se destine a mantener parásitos como, por ejemplo, los profesores de religión, la
SGAE o, sin ir más lejos, el funcionario de cierto nivel que amuebla su casa a costa de engrosar una factura por reformas del centro que administra.
— Los que confunden
servicio con
servidumbre cuando lo presta un trabajador.
— Los patronos que creen ser la mano que da de comer cuando en realidad son la mano que pone el collar.
— Las entidades bancarias que se consideran dueñas de tus ahorros en vez de deudoras de tu confianza.
— Los que aprovechan el acceso público a un foro para insultar a diestro y siniestro sin tomarse la molestia de hilar un argumento.
— Los que conducen amagando con el morro de su vehículo al que va delante.
— Las peroratas que se trasiegan a partir de las tres de la madrugada en la barra de cualquier garito.
— La furia de los conversos.
— Los conductores que circulan extremadamente despacio y cuando ven el semáforo en ámbar aceleran al máximo.
— Los papás y las mamás que no entienden tu falta de entusiasmo para secundar la criminalidad de su imperativo reproductor.
— Los que dejan abierta la puerta que encontraron cerrada.
— Los que presumen de la amistad trabada con alguien que no conocen y que probablemente no se dignaría en conocerlos.
— Los que interrumpen la palabra ajena porque creen prioritaria su ocurrencia o, también, porque intuyen que si la callan, la extravían.
— Los que van de ceñudos y ceñudos quedan por la gravedad que alcanzan sus flaquezas.
— Los que se arriman mucho al desembuchar escorias de dimes y diretes como si temieran derramar fuera de la conversación el oro de un secreto.
— Los que imponen la ocasión para comentar las tonterías de sus hijos (o de sus mascotas cuando no los tuvieren) empañando a los presentes en un instante con una nube de aburrimiento.
— Los que se jactan con todo lujo de detalles de sus conquistas sexuales para convencerse a sí mismos de una suerte que no merecen.
— Las damitas que visten escaso deseando que las deseen y cuando las miras más de dos segundos te espetan: «¿Qué cojones miras?»
— Los que quitan el aislante a los tubos de escape para que todo el mundo se entere de que van en moto.
— Los que se ofenden de pura envidia porque duermes hasta muy tarde y no tienes reparos en proclamarlo, como si hubiera que avergonzarse por descansar a placer.
— Los ingenuos que ante una amenaza de huelga compran provisiones para varias semanas.
— Los que preguntan a lo tonto
¿qué tal? y, para colmo, esperan una respuesta inteligente.
— Los que critican duramente al egoísta que va a lo suyo y en nombre del altruismo (o de alguna otra filantropía a granel) exigen a los demás que se comporten como ellos quieren, ¡menudos cínicos!
— Los bobos que se obstinan en creer que el hábito hace al monje.
— Los que por hablar de cualquier cosa opinan sin saber y llegan a afirmar barbaridades tales como que el mercado libre facilita la distribución equitativa de la riqueza.
— El leísmo.
— La verborrea de los ecologistas que han reemplazado el obsoleto sacrificio cristiano de la vida terrenal por una versión no menos decadente de abnegación en aras de los que carecen de existencia, es decir, de las fantasmales generaciones futuras.
— La masificación del mundo actual en todas sus formas. Entre las tragedias asociadas a la presión demográfica, habría que destacar que el humano, al volverse omnipresente, ha descubierto una nueva incontinencia para una vieja pasión: la de ser voraz para sí mismo.
— Ese peligroso afán dictatorial de salvar al individuo de sí mismo que empieza por prohibir a destajo con objeto de acorralar al ciudadano e inculparlo de crímenes imaginarios tan espeluznantes como fumar en sitios públicos, conducir sin llevar puesto el cinturón, compartir música a distancia, negarse a pagar el tributo de la zona azul, cultivar plantas cuyo uso produce estados poco lucrativos para el Estado o ayudar a alcanzar una muerte digna a alguien que sufre sin remedio.