Entre la acogedora tiniebla invocada por la música de Matt Elliott, las promesas de una cafetera humeante y la resaca imprevista de una cerveza -solo una- mal digerida, he intentado aprovechar la tarde otoñal que puedo contemplar desde mi ventana para escribir a quemarropa sobre algo que se me escapa y encuentro que al hacerlo sólo consigo jirones de esa invitación astuta a lo misterioso que permite iniciar un argumento sin resultar monótono, lo cual, redundancias aparte, ya es algo. Me hubiera gustado incluir la expresión «digresiones difluyentes» que inmediatamente descarté por exceso de pedantería (una poca, de vez en cuando, me sale natural) y mencionar aspectos de mi descomposición íntima como esa pila inquisitiva de libros que con alta probabilidad no tendré ocasión de leer, la ristra de discos archivados pendientes de una audición justa, las fiestas a las que no asistí por una mezcla de pereza orgullosa y misantropía, los viajes que no llegué a emprender y quise compensar recorriéndome por dentro, los besos que me agriaron por no entregarlos a quien merecía recibirlos y, en fin, todas esas inmensas pequeñeces que gravitan alrededor de cada uno cuando repara en sus órbitas menos accesibles, que no siempre son las más distantes. En el artículo, hubiera incluido frases deslumbrantes que pondrían el acento en mi formidable capacidad de sarcasmo y algún que otro hallazgo retórico del estilo «el desconcierto de las ilusiones abandonadas me ha dejado como un predicado decapitado, convulso sin la guía del sujeto»; en lugar de eso, tras un titubeo cansino de pensamientos inconexos, he tomado impulso en dirección a los estantes de mi biblioteca, he sacado un volumen al azar y, abriéndolo por donde el dedo ciegamente ha sugerido, me he puesto a copiar con agradable sorpresa lo siguiente:
«Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo monstruoso, de una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de conciencias, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta ese momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas... No quiero creyentes, pienso que soy demasiado maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas... Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo: se adivinará la razón por la que publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. No quiero ser un santo, antes prefiero ser un bufón... Quizá sea yo un bufón... Y a pesar de ello, o mejor, no a pesar de ello -puesto que nada ha habido hasta ahora más embustero que los santos-, la verdad habla en mí». Quien esto dijo no pudo ser otro que Nietzsche, el antiprofeta flamígero, con un explícito ejercicio de onanismo filosófico que lleva por título Por qué soy un destino y forma parte de su testamento visionario Ecce Homo.
Os aseguro que en la próxima entrega habrá más savia y menos injertos.
Lo he disfrutado enormemente!
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