Aquel que por amar el sosiego es perezoso para armarse, pronto se ve privado del deleite que toma en el descanso.
TUCÍDIDES
Historia de la Guerra del Peloponeso
A la pregunta «¿eres de aquí?» coaccionada por una paisana de semblante picassiano a quien acababa de ser presentado por un joven, conocido de ambos, que ostentaba una simpática y precoz barba cana a guisa de barbacana de nulidades señoreadas, la sinceridad de mi respuesta, apenas medicada, descolocó como ninguna arrogancia elitista hubiera logrado la compostura etilista de mis embajadores: «Me estoy quitando». Acto seguido, no tanto por educación como por provocación, quise puntualizar que el contraste con las inclinaciones predominantes de nuestro común lugar de origen me había empujado a crecer hacia dentro, cual valle breñoso, dada la invencible dificultad de ensancharme hacia fuera. Mientras peroraba, fui trazando una mirada en derredor que culminé con la exposición, sin paliativos, de algunas lacras que el ambiente de marras, destilado a la sazón en una calle de bares en la hora de mayor polución anímica, me seguía facilitando para aquilatar de tal suerte sus aparentes prestigios:
— Hipertrofia del exhibicionismo estético a costa de la atrofia de la verdadera capacidad de alternar, que requiere cierto conocimiento de sí, tacto en el trato con el otro e interés por sus puntos de vista.
TUCÍDIDES
Historia de la Guerra del Peloponeso
A la pregunta «¿eres de aquí?» coaccionada por una paisana de semblante picassiano a quien acababa de ser presentado por un joven, conocido de ambos, que ostentaba una simpática y precoz barba cana a guisa de barbacana de nulidades señoreadas, la sinceridad de mi respuesta, apenas medicada, descolocó como ninguna arrogancia elitista hubiera logrado la compostura etilista de mis embajadores: «Me estoy quitando». Acto seguido, no tanto por educación como por provocación, quise puntualizar que el contraste con las inclinaciones predominantes de nuestro común lugar de origen me había empujado a crecer hacia dentro, cual valle breñoso, dada la invencible dificultad de ensancharme hacia fuera. Mientras peroraba, fui trazando una mirada en derredor que culminé con la exposición, sin paliativos, de algunas lacras que el ambiente de marras, destilado a la sazón en una calle de bares en la hora de mayor polución anímica, me seguía facilitando para aquilatar de tal suerte sus aparentes prestigios:
— Hipertrofia del exhibicionismo estético a costa de la atrofia de la verdadera capacidad de alternar, que requiere cierto conocimiento de sí, tacto en el trato con el otro e interés por sus puntos de vista.
— Avidez de atención carente de la más elemental reciprocidad: las lenguas se ahogan en verborrea, los tímpanos se evidencian sellados con cera. En consecuencia, se asiste a una inundación acústica de monólogos de garrafón abocados, como mínimo, al dolor de cabeza de quienes tienen la inocencia de soportarlos, e insuperables para fijar el sentimiento de memez en el seno de la experiencia comunicativa.
— Impermeabilidad espiritual expresada como xenofobia cognitiva.
— Fuerte propensión a la territorialidad social disfrazada de teatralidad festiva.
— Pérdida irremisible del magnetismo animal en los ejemplares de machos y hembras que compiten en apostura, a la vista de todos, por el trofeo de un apareamiento fugaz con las presas más cotizadas.
No creo que merezca frecuentar a los demás si no se acude a su compañía dispuesto a descubrir relaciones insospechadas con uno mismo y preparado para fomentar la reaparición de afinidades imprevistas.
Emigrado ruso en París, Nicholas Kalmakoff vivió como un ermitaño en una habitación del hotel La Rochefoucauld y, a su muerte, reveló ser autor de una obra llena de sugestiones, como La grotte aux femmes en la que, con la venia, voy a entrar.
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