19.3.21

ASOMADO A MI HUESA

Miles Johnston, Peace is Possible
Una vez que la vida ha acabado y que el mundo se ha desvanecido en humo, ¿qué realidades puede el espíritu de un hombre jactarse de haber abrazado sin ilusión salvo las formas mismas de esas ilusiones por las que ha sido engañado?
George SANTAYANA
Platonismo y vida espiritual

Por los intersticios de abstracción asilvestrada que no han logrado sellar las pautas diurnas con su consecuente estela de hastíos y somnolencias, varias noches llevo asomado a la idea de hornear en el laboratorio de la imaginación un cuerpo sutil, o sublimado, que sobreviva al desenlace de la materia. Incubado estaba en propósito el vitelo de un óvulo filosofal del que a buenas, por elección propia, pudiere renacer rompiendo el cascarón de la vida cuando, para sorpresa de mis fueros, he visto eclosionar el recuerdo de un ensayo que descubrí en la adolescencia y no he vuelto a visitar desde entonces: Más allá de la muerte, de Hélène Renard. Una vez localizado el volumen tras los vagabundeos oculares que me ha exigido la incapacidad de concretar el apellido de la autora pero sí el aspecto de su lomo —el lomo del ejemplar, no el de la autora—, lo he abierto al azar y este, como de costumbre, me ha situado en la página 111, donde tiene su inicio el capítulo «Construirse un cuerpo para la eternidad» que aborda los hitos consignados por Jeanne Guesné en La conscience d’être ici et maintenant, obra de la que proceden estas líneas: «De intuición en intuición, de experiencia en experiencia, de fulgor en fulgor, llegué a la certidumbre de que es aquí, en este cuerpo, donde debe hacerse un esfuerzo para lanzar un “puente” de percepción sobre el abismo que separa ambos mundos: el mundo físico de nuestra vida personal temporal y el mundo de la vida universal en la que participa nuestro Ser inmortal. Este “puente” es la conciencia de ser aquí y ahora».

Antes de emprender esta fugaz excursión de gabinete, recién traía yo anotado un dato que Marie-Louse von Franz menciona en Sobre los sueños y la muerte: en la tradición islámica los muertos han de cruzar el puente de Sirat, que por ser estrecho como un cabello y afilado como una espada pone a prueba la fe de los creyentes que lo recorren. Puesto que aquilatar las vecindades simbólicas que han describito el «passo honroso» que separa las inclemencias del más acá de las inmensidades del más allá es tarea ímproba para el expedicionario que sólo pretende atestiguar alguna que otra sincronicidad sin agotar la paciencia lectora, no debería ser menos significativo limitar la presente coyuntura a reseñar que una confluencia anterior con el número 111 —hará de aquello tres menstruaciones— detuvo mi atención en el episodio «El pozo» de Platero y yo. El caso sucedió como sigue: a la vez que mi amigo M. acomodaba sus ochenta kilos de desazón en uno de los sillones de la biblioteca familiar, recibió en su regazo la caída fortuita de la criatura de Juan Ramón embalsamada por decenios de polvorienta espera, lo que en su cráneo memorioso desató una espesa fumarola de evocaciones que lo llevó hasta el epicentro de la niñez. Mientras me contaba la anécdota entusiasmado por la frescura de su reminiscencia, sentí la necesidad de pedirle que abriera el libro por la página indicada, cifra que como ya he sugerido me encuentra con una frecuencia que supera lo que el cálculo de probabilidades permite anticipar y que busco, con pareja afición, siempre que la curiosidad me anima a sondear la realidad por su lado reflectante, un ejercicio no exento de peligro porque puede uno acabar achicharrado de luces en el espejo ustorio de sus cavidades. La hoja que le solicité servía, a la sazón, de brocal impreso a esta maravilla: «Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas». 

Es oportuno explicar que la confesión confiada por el poeta al jumento también constelaba mi eclíptica sobre el autocidio como un anticosmos a visitar, más pronto que tarde, si la capacidad de mantener a salvo la dignidad mengua a igual ritmo que aumenta el tumor de los pronunciamientos en el Sheol, donde sus principales instigadores andan empeñados en pegarse un festín de pesadilla zombificando nuestras vigilias. «El relato impulsa nuestro comportamiento», alardea en su última encíclica el big bug Klaus, uno de los archidiablos más reconocibles de la jerarquía carroñera... ¿Y por qué diantres querría Dios ofrecer las peores batallas a sus mejores guerreros? Que aquí, en el imperio de los reflejos condicionados, no haya razón que valga ni corazón que sobresalga es un viejo estribillo: la barbarie de estos diez mil años de domesticación no da para más. La Tierra, por desgracia, no es un paraje apto para los vivos; me refiero, naturalmente, a los seres cuya sensibilidad traspasa los límites de la existencia; a los espíritus que no aprueban rendir con su devaluación tributo a la podredumbre ni servir de prótesis a la invasión de los automatismos.

Aunque podría haber sido Borges, creo que fue Melville quien señaló que «ningún lugar de verdad figura en los mapas». Menos mal que en los laberintos comunicantes de la literatura y de los sueños aún podemos crear espacios tan plurales y proteicos como acogedores, algo parecido a una guarida de almas donde avezar nuestra entrega al momento de la verdad.

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