11.7.15

LOS GENITIVOS, DE NUEVO A EXAMEN

El único fin en aras del cual los seres humanos, individual o colectivamente, tienen justificación para inmiscuirse en la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes es la protección de sí mismos.
John STUART MILL
Sobre la libertad

¿Acaso por el tanto vigilarnos las vanidades los giróvagos que perduramos en este erial de postemas hemos gastado la cualidad empática para advertir, entre bascas y soponcios, que un planeta con más bocas que llenar se presume, ante todo, como covacha con heces más duras de tragar bajo el asalto de mayores felonías que aplaudir? Por muy digna que uno sienta la semejanza con sus homúnculos tras haberlos animado, dedicarse a imponer el soplo vital a seres a los que, según el vergajazo de Azúa, no se «pidió permiso para habitar un mundo insensato y canalla, dominado por viejos corrompidos cuyo poder es un insulto», representa contra los presentes un sabotaje por incremento superfluo de competidores que carga el pulso de la balanza con la turbanera genética, producto de la convergencia irresponsable de aparatos reproductores, que no dejo de hallar incompatible con una existencia adoptada con templanza, bien entendida aquí como requisito de afinamiento personal en sintonía con alguna forma de plenitud, buscada o acariciada sin rendirse al timo de las ilusiones económicas ni contraerse en la adquisición de hipotecas morales.

Hablo ahora a los machos: entre la paternidad fáctica y el parricidio autoinfligido, elíjase el acto menos sanguinario, aquel que proceda de la lucidez de haber luchado a conciencia íngrima y desapegada contra el mandato de impulsos cuya prosecución, aliada a la costumbre, quiérase o no implica agigantar la barbarie en los sucesores. El interés familiar, a la par industrial e ideológico, por mantener abierta la línea de crédito del desinterés público hacia los estragos de la proliferación desmesurada no solo funciona como una incubadora de miserias venideras, sino que abre la puerta de par en par a la araña del totalitarismo, incluso si para este progresivo enredamiento de primates hacinados asume la misión de gobernar con mano blanda, pero todopoderosa, a una población de peleles a la que siempre hemos visto implorar pan de seguridad y molde de entretenimiento. En sus múltiples facetas de lacaya ofrecida, tenemos suficientes referencias contemporáneas de ella para pensar que será fácil guiarla sin ejercer demasiadas coacciones, a lo sumo alguna conmoción periódica —el atentado administrado en clave de catarsis civil— y el habitual goteo de masacres, a modo de amenaza soterrada, que presiona desde una periferia, mitificada por los informativos como reino del descontrol absoluto, en beneficio de la unidad interior en torno al simulacro social de orden que casi nadie desea poner en entredicho, máxime si debe ocuparse de cuidar a su prole, inocente en lo esencial hasta que decida hacer lo mismo.

Más que periclitar en los descendientes, los úteros están potencialmente embarazados de martirio, son pozos eruptivos de parias en los que cada gestación, como manada en golondros, entona el estribillo del crecimiento a un ritmo que parece provenir de la mecánica demente de un matadero mundial, la Nueva Roma a la que ya remiten, del tirón, las principales trochas generacionales.

Agujetas acalambradas, fatigas que casi saltan a la nariz, callos de polvo y barro en los cueros de este signo, hoy clásico, que concentra los agobios de la criatura humana: Une paire de chaussures, de Van Gogh.

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