14.2.16

«NON HA MALA PALABRA, SI NON ES A MAL TENIDA»

Eduardo Belga, Clinofobia
Hablando en términos lógicos, no puede emitirse ningún juicio moral sobre los impulsos punitivos, ya que el castigo es la base propia del juicio moral.
John Maxwell COETZEE
Contra la censura

Donde habita un pensamiento sincero no es de aborrecer que aún se pueda pensar más alto, más ancho, más largo, más claro, más hondo o más errado, pues no contar con esta posibilidad es atentar contra la misma posibilidad de pensar; en cambio, donde el miedo halla asiento de ley, la mera voz de un discurso divergente se convierte en objeto de apasionamiento, de reacción patológica.

Ya se piense con andamiaje de palabras o prescindiendo de las traducciones, más o menos imperfectas, que prestan al concepto la textura de una realidad metafórica, quien persigue la expresión articulada del congénere lo que busca arrancar de raíz no es otra cosa que la capacidad de intercambiar ideas distintas de las suyas. Ante esta tentativa de control restrictivo que desde lo legalmente admisible se propone predefinir lo humanamente pensable, incluso la palabra más delirante, siendo aliento y no estocada, merece no caer prisionera del ordenamiento jurídico que, estrujado por eunucos, logra presentar como culpables a las víctimas de los crímenes mentales inventados a tal fin. Por la parte que le toca, para la lengua los únicos terroristas enaltecidos son quienes actúan convencidos de que pensar en los otros legitima el deber de pensar por ellos.

Infame tarea, salvo para un secuaz, es la ciudadanía en un régimen que concede a la fuerza de un temor galones sobre la libertad de opinar y espera de la palabra naciente el ajuste voluntario al cilicio de un código de conducta. De este modo, puede la causa simplificadora del dicto atacar los efectos incalculables del digo con la facilidad que le proporciona tener abierto el ojo punitivo en todos esos paisanos deseosos de practicar sus dotes inquisitoriales con los demás. Desde la reunión de vecinos en un barrio humilde a la rueda de prensa de un alto cargo en una céntrica sede, el velador de la moral pública no oculta tanto su recelo por el sentido díscolo que pueda propagar la palabra suelta, como que esta escape de lo testado para la minoría de edad exigida a la comunidad de la que se siente firme defensor. En su vindicación de ese engendro vacuo que babea con el rubro de interés general, no preocupa menos a esta clase de compromisarios que la palabra exista como una entidad semántica abierta a la elocuencia de cualquiera, y el hecho de que se haya vuelto corriente la distinción entre buenos y malos usos de la misma indica, de por sí, que ha perdido su poder mágico bajo el arresto que supone cercar con una norma extralingüística a quien se sirve del idioma compartido.

Como animal de palabra que soy, me permito decir lo que pienso sin pedir permiso y recibo con pesar las represalias lanzadas contra aquel que hace lo propio, con independencia de mi afinidad o desacuerdo con el contenido de sus manifestaciones. Con este valor presente, entiendo que el exceso no está en las palabras susceptibles de ofender, que siempre pueden ser contestadas por el ofendido con idéntico armamento, sino en los actos oficiales de escarmiento que nos hacen posible palpar en morros ajenos la valla electrificada que delimita el cortijo donde nos movemos.

Todo cielo tiene su infierno; todo triunfo, su Valle de los Caídos; toda teocracia pasada por un baño de lejía democrática, su secreta pulsión totalitaria desarrollada por vías compatibles con las apariencias. Sin descender a las cloacas de la reeducación mediática e institucional donde el verbo tiene su permanente lecho de Procusto, una prueba de que aquí los individuos no están bien constituidos la aporta su obsesiva necesidad de acogerse a lo pautado en una constitución para no masacrarse entre sí.

Feo es que los dioses nos hayan abandonado en este avanzado estado de descomposición, pero peor es entrar en el tiempo de los titanes sin que nadie se haya ocupado de cerrar el sepulcro del Cid.

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