8.2.15

COROLARIOS AZAROSOS

Dino Valls, Descriptio
A mis reversarios

No gozamos más sabiduría que la que nos fingimos unos a otros, no otro contento que el que la falsa risa del mundo nos persuade.
Diego TORRES VILLARROEL
Visiones y visitas de Don Francisco de Quevedo por la Corte


Somos objetos de un inmenso experimento que desde el origen exige para funcionar hurtarnos el sentido último como sujetos.

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Símbolo y epítome gestual del barrizal histórico donde se anega, el humano, desecho evolutivo de una creación unida al simulacro, se lava las manos cuando se le va de las mismas el desenlace sin objeto de que es objeto. He ahí resumida toda la magnitud de su respuesta frente al inabarcable azar que lo interroga con el espejismo de la necesidad.

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Obsérvate a ti mismo sin darte a necesidad la turbación de intervenir en la escena, sereno en la certeza impoluta de que cuando la tragicomedia de tu existencia finalice, el observador a quien diste asiento en cada aliento seguirá su peregrinaje por territorios más ignotos que el actual.

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Justa idea transmite de la fortaleza de una individualidad aquello de cuanto puede prescindir para expandirse.

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Déjense los sedicentes altruistas de humanismos ramplones y asuman de una vez la responsabilidad impostergable para que no habite más de un alma humana por kilómetro cuadrado, tope del mal menor para la ecúmene a la que aún cabría conferirle un destino más honroso: la extinción.

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Nuevas tecnologías acuden en auxilio de viejas ambiciones y, a no excesiva tardanza, las prisiones que hoy afean la faz terrestre prescribirán por inservibles: el planeta, ahora panóptico y teleobjetivo, será un gulag hiperpoblado de carroñeros abducidos.

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La reverberación que los demás causan a los sueños evidencia el síntoma de haberse intoxicado con su compañía. Búsquese entonces la terapia de una soledad arropada con las luces del mediodía que habrán de arrullarla todavía en la medianoche. Y pondérese también a la desolada que uno nunca está más solo que Dios, éxtasis humano, si por doquier se ve emboscado por el Diablo, hecho legión, de la multitud.

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No abundan las razones que pueden ser usadas sin chafarse porque hay más cordura en saber emplearse sin emplear toda la razón que en emplearla toda sin saberse emplear.

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A los agobios de imbuirse en el afán de buscar trabajo le suceden las no menores molestias de tener que desempeñarlo, una vez contratado, bajo la presión constante de no echarlo a perder mientras se pierde realmente el espacio mental necesario para meditar en el valor del propio tiempo y enriquecer el contenido de su circunstancia.

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Confesos de confusiones y ostentadores de victorias sin dignidad que las excusen, tanto se han empeñado en avanzar los enfangados de inanidades computables que incluso «han arado el camposanto de sus muertos». De cuantos miserables valen solo en función de lo que tienen líbrenme los manes, que frente a los desmanes de la fortuna me valgo solo y solo me hundo.

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Para darle forma a la formación del ser preciso es el advenimiento de un virtuosismo cuya lógica interna culmina en el talento de ingeniarse una desaparición no menos plástica, la rutilante descompostura del ser formado. «Un bel morir tutta la vita onora», reclama el verso de Petrarca.

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A quien exculpa a un tirano el destino se lo dé por tutor, para que conozca de obra viva la muerte en actos que absuelve.

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La renuencia para recibir con atención argumentos contrarios no revela un amor incondicional hacia las propias creencias, sino el miedo desmedido a aventurarse donde lleve la dialéctica del pensamiento. Nada más enojoso para el dominus que reemplazar su butaca en el estrado de la conciencia ajena para erigirse en solitario, desamparado juez de sí mismo.

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El desacuerdo que reina entre quienes argumentan en defensa de la verdad no dice nada en favor de la misma, pero pone verdaderamente de manifiesto a los que se han servido de idéntico fetiche conceptual para presentar como irrefutables sus intereses particulares. La verdad común surge de la mentira privada, atañe a los embustes custodiados por aquellos que se arrogan el principio —antes bien, autoengaño— de estructurar la realidad.

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La verdad que importa no es única porque únicamente importa la verdad capaz de aniquilar a las otras sin sucumbir al fulgor emitido por su propia vacuidad. Mas esta clase de anunciación devastadora, que es oro filosofal para el intelecto, resulta catastrófica para las ilusiones dinámicas de las que obtienen ímpetu y rumbo quienes se estiman protagonistas de los acontecimientos. Aquejados de fatiga histórica, los pueblos que la cultivan dejan de postrarse ante los viejos ídolos y rehúsan participar en los nuevos simulacros que depara el espectáculo torvo, a fuer de grotesco, de las civilizaciones. Fruto nefasto del desapego provocado por toda acción que no abjure de sí misma con la mueca disoluta de una sonrisa sardónica, la vuelta al frenesí de las conquistas y los hallazgos representa para ellos una empresa tan fútil, tan falaz, como el mismo respirar.

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Dejarse manejar por la persona amada es el modo más seguro de obtener su desprecio.

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Con alguna poética excepción, el romanticismo femenino se reduce a experimentar una curiosidad siniestra por empujar al extremo de la abnegación al hombre que tiene la desgracia de enamorarse.

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Para salir airoso de los terremotos de amores y no hacer más el imbécil que aceptamos ser por una caricia, procédase a la inversa de lo que dictan los cánones: esplendidez desatada en el goce y austeridad recatada en el sentimiento.

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Preciosa y deletérea a partes desiguales que extrañamente se compensan, la vida tiende a ser recreada como un telar de sueños al que hemos de resignar cada una de nuestras fibras esenciales porque nadie está en situación de elegir sus pesadillas, aunque sea condición sumarísima de quien va y viene por las mismas el gesto conmocionado de desgarrarlas a voluntad.

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Flagelos o flabelos de holocaustos ceremoniales, coyunturas ladinas son de una fragilidad a tenor de la cual no quiero hacer caso de las dudas que me quieren en deuda con la parte de mí que menos quiere que quiera o más quiebra que quiebre.

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Me sorprende que no sorprenda todo lo que hacen para triunfar los insoportables uncidos al influjo de un pedestal. Quien vive para vencer cree proyectarse hacia una realidad suntuaria reservada a los elegidos de este mundo; cegado por hacer sombra de relumbrón a los otros, desoye que la trascendencia, si existe, no está en la historia, es opaca a la voluntad de adquisición, cae fuera de las acciones que competen al poder y la gloria alcanzados por medios terrenales.

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Fautores desinfatuados. Nada nos pone cabalmente en nuestro sitio como ser descubiertos, para desvelo de la conciencia, laborando en un secreto letargo a favor de aquello que mina nuestros logros como individuos, ridiculiza los intentos de cohesión de los pueblos y pisotea las más altas cotas que podamos albergar como especie.

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¿Se trata de una puerta o es el armazón de una guillotina? Si estás aquí es porque has elegido el rito cíclico de la Caída. Cruzaste ese umbral tras el eco de tus pasos y ahora te encuentras en compañía de ningún lado, regresando desde siempre al punto de partida.

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Todo pendiente y nada por hacer: frecuento mayores placeres, pero ninguno me proporciona un alivio tan terso como el de contemplar la agenda vacía. Los desiertos de tiempo son el hontanar del transeúnte sobreseído.

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Los dioses o los demonios aún no me han otorgado la clase de indiferencia que otros, sin duda más turbulentos, pronto me adjudican. En cambio, mientras la preludio, nunca estuve más seguro de nada; nunca nada estuvo más seguro conmigo...

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Así como el mal común es el efecto de conjuntar las mezquindades que se cometen a título privado de acuerdo con una noción irresponsable del bien, el fracaso de la justicia se consolida mediante la profusión de leyes que pretende implantar un orden milimétrico donde las gentes, por costumbre e iniciativa, se bastan con la palabra o un gruñido.

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Desde que irrumpe, la guerra proclama victoriosa la ley del miedo y derrotada la cultura de la ley; una cultura costrosa que supone, a la postre, la derrota de la condición humana victoriosamente tallada por el miedo durante incontables generaciones.

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La lucidez no añade conocimiento, solo es un cocimiento del espíritu que lo desguaza de la carcasa ilusoria que atribuye importancia de realidad a los hechos.

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Dulce de acerbo. Cereza en la certeza es que lo poco conduce a lo mucho y lo mucho concluye en un abrevadero de fruslerías anecdóticas, nonadas con resabios de totalidad.

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La homeopatía nunca ha sido una receta fidedigna salvo aplicada a la información concerniente a la actualidad. Cuanto menos se sepa de los coetáneos, mejor, aunque sin el extremo de sofocar su algarabía por completo, que cabe administrarse en la dosis propicia «como el susurro de las hojas o el croar de las ranas» que Thoreau recolectaba en las calles del villorrio al que acudía, cada dos amaneceres, desde su cabaña eremítica a orillas del lago Walden, para volver, cerrada ya la noche, «con una alegre tripulación de ideas».

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Perdí mi tiempo con la zancadilla del instante que me abrió la cabeza: estar a gusto con la vida merece perder la vida.

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Pájaro en mano... de alas rotas. Duele que el dolor no duela como dolía cuando en verdad se vivía en el más acá de la exterioridad. Y así, como aflicción embichada por el deseo de instalarse en un tiempo remoto que puede no ser el nuestro e incluso no haber sido jamás, nadie que sienta suyas las congojas de la nostalgia cambiará las añoranzas que lo añublan por la promesa de más luminosas emociones. Del pasado al ahora y del ahora al pasado, el dolor de la ingenuidad perdida fluye como una naturaleza de repuesto para quien dejó abatido ante sí, como un ave reventada por dentro, el mañana, todos los mañanas.

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O la clarividencia asfixiante que corroe las apariencias o el nicho de atmósfera soporífera donde se incuban las esperanzas fáciles de contagiar. Un hombre que se priva de dogmas y prohibiciones no es un hombre perdido, sino un ser acabado para el abismo.

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Las fantasías solitarias bautizadas por el fuego de un reino interior se convierten en realidades compartidas para los títeres que se conforman con un dedo que los guíe, un clavo que los fije y hasta con recibir el agua estancada de una pila consagrada a un pordiosero.

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Proporcionadme un buen fulminante que yo pondré la carga. Y si la detonación de mi testa falla, siempre me quedará la endura por inanición que dedicaré a todos los que verán cuando su mirada se apague.

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Cuando la vida recrudece sus durezas, la tolerancia se exhibe como un lujo que justifica por sí solo la dejadez sin la cual la benevolencia, que a lo sumo es un efecto secundario de la ineptitud para una reacción vigorosa o un flirteo con fuerzas hostigadoras, no pasa de ser una parodia contra la nobleza de presentarse erguidos frente a la adversidad.

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No me agrío contra los cultos masivos porque sienta el apetito de recuperar la complacencia de redundar en la idiotez de muchos; ataco a quienes creen en manada por la insolente facilidad con que pretextan las amarguras y vulnerabilidades congénitas de la criatura humana.

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Hablar más de lo preciso para hacerse entrever, detenerse en réplicas y prolijas digresiones, es traicionar el silencio al que se debe, por mor de elocuencia, el don de la palabra.

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