Al medirnos con nuestros sueños, ¿quién no queda rebajado en su realidad? Aunque falaz, lo soñado es poderoso y, a su lado, lo real parece desoladoramente pobre.
Habitar el presente
Casi un lustro o casi un susurro me aproximan y separan del monólogo titulado Viudo de fe donde esbocé una idea, sujeta entonces a otras inquisiciones, que hoy adquiere una significación especial. El concepto clave de la misma, que valiéndome de petulancia podría denominar hipótesis de la retroactividad biomórfica, fue sugerido con un puñado de palabras que aludían al efecto sísmico a nivel mental de hechos «cuyos ecos apaisados atraviesan todas las direcciones biográficas dejando sentir su impacto no sólo mucho después de que el estrépito se haya diseminado, cuando apenas queda sustancia sensible para el recuerdo ni remembranzas emotivas que sustantivar, sino antes incluso de que se produzca». Anteriormente, en el parágrafo 179 de la obra inédita Píldoras de insurgencia que abandoné a su añejamiento en 2009, deposité un énfasis filosófico que captaba otra escala de la cuestión:
«Somos, con el universo, ecos de nosotros mismos, réplicas exactas, dobles recurrentes. Repetimos cada acto y cada acto nos remite al original que siempre creímos ser aunque nadie sepa determinar cuándo. “Mi mente, mi corazón y mi voluntad girarán sólo en círculo y, sin embargo, ese mismo círculo es mi porción de una necesidad eterna” (James Hillman). De no ser por la censura cognitiva característica de la memoria, conoceríamos lo que ha de ocurrirnos sin margen de error o desviación. En el sueño esta censura se relaja, pero los materiales procedentes del inconsciente, donde el tiempo está ausente, se mezclan de forma inextricable con los residuos de la experiencia y la imaginación al servicio del instinto, por lo que resulta imposible en la práctica confiar en las predicciones que sabemos circulan por allí como fragmentos jeroglíficos. Nadie puede hacer avanzar su percepción sobre el transcurso del momento actual, es una operación vedada. La evolución no nos ha preparado para un desplazamiento voluntario por los hechos que componen nuestra extensión vital; no nos ha dotado de la resistencia psíquica necesaria para ello porque a la naturaleza le basta con la argucia de nuestra ignorancia y, en apoyo de su funcionalidad, hemos construido la noción harto engañosa de que el movimiento de las cosas se mide en secuencias temporales, de manera que la conciencia ubicada frente a lo desconocido tiende a confundir su ceguera prospectiva con la marcha hacia un porvenir en permanente configuración. En consecuencia, el humano es un animal retrospectivo tan habituado a usar el tiempo como instrumento adaptado a sus pequeñas ilusiones que le cuesta comprender el carácter ficticio de su existencia. Que no hay tiempo objetivo significa que todo sucede al mismo tiempo; no un todo junto, sino un todo inmediato. Desde dentro, la realidad ofrece al observador una actividad en incesante desarrollo; desde fuera, debe estar tan quieta como un instante ideal, absoluto. Para explicar esta intuición me centraré en su dimensión antropológica con ayuda de un símil: podríamos concebir cada biografía como un mapa prolijo en detalles donde nada está antes ni después, pues la apariencia de hallarse entre un origen y un final surgiría solo al recorrer el trayecto. La historia, entendida como una genealogía estructurada según el principio de causalidad, también puede interpretarse como el fruto de nuestras limitaciones para aprehender la totalidad del contenido involucrado en el panorama. Nada que acontezca en el universo conduce a ninguna parte porque no hay sitio al que pueda ir más allá de sí mismo. Volveré a recurrir a un juego de óptica conceptual: desde una perspectiva eterna, el cosmos repite cíclicamente las manifestaciones de la materia cada vez que agota sus posibilidades combinatorias, mientras que desde una visión omnímoda y, por tanto, ajena a la invocación de un devenir, la eternidad no dura nada porque ni siquiera es: todo, incluyendo su mirada, está a su alcance; nada hay anterior o posterior a su presencia escrutadora».
Teniendo al alcance del pensamiento estas complicadas conjeturas, imaginemos la vida, nuestra propia vida, como un río cuyo cauce avanza a ritmo cambiante, pero seguro, camino de su desembocadura. Los sucesos de una intensidad superior a la media habitual serían como los accidentes en el curso de las aguas que generan ondas expansivas y turbulencias a través de la corriente principal. Un hecho de esta magnitud podría tener consecuencias anteriores a su manifestación, es decir, estaría dotado de un campo de resonancia capaz de influir no sólo en orden sucesivo, sino también en sentido regresivo: al igual que subsiste una presencia del pasado, se detecta una presencia del porvenir. No es casual que la forma más frecuente mediante la cual estos acontecimientos extraordinarios llegan a calarnos se produzca a través de los sueños, que dada su capilaridad son más propensos que la conciencia en estado de vigilia a establecer conexiones secretas o laterales con las facetas más difusas de la realidad. De este modo, la actividad onírica podría estar motivada por un suceso situado en un momento ulterior de la sinuosa línea temporal, de ahí que poseamos sentimientos premonitorios vinculados al rompecabezas que componemos con los sueños: en ocasiones, estos se elaboran con estímulos procedentes de un capítulo de la existencia que estamos viviendo en el futuro. Sin embargo, lo verdaderamente intrigante acaece cuando la culminación de ese reflejo anticipado deja constancia con una prueba material de origen inexplicable desde un enfoque reducido a la lógica racional. Es lo que me ha sobrevenido, o así lo interpreto, con la pesadilla de la que ofrezco este somero testimonio:
«Anochece con una brisa agradable, teñida al olfato con los embriagadores pólenes de los estramonios y las madreselvas, en la casa solariega de mis padres. Charlo con ellos —me oigo decirles que «aunque todos soñamos despiertos, en el campo estamos más despiertos cuando soñamos»— hasta que el cogollo de la conversación se trunca por la irrupción de dos objetos luminosos, con aspecto de huevo de tiburón y el tamaño aproximado de una bañera, que descienden describiendo una trayectoria tan silenciosa en la atmósfera como asombrosa en nuestros ojos. A ras de suelo, uno de los cuerpos volantes se volatiliza velozmente a escasos metros de nuestra posición, mientras el otro consigue girar hacia el jardín de una parcela contigua, donde si bien el espesor de la masa arbórea nos impide observar sus maniobras, tampoco lo vemos elevarse. El ambiente queda enrarecido de sopetón, como electrizado por una tormenta inversa que la tierra irradiara hacia el cielo. Antes de que pueda disipar la estática de mi sorpresa, veo a mis padres dirigirse con celeridad hacia el lugar donde es presumible que se haya posado el segundo objeto. Quiero detenerlos, pero ni siquiera se percatan de mi presencia, parecen prisoneros de un trance hipnótico. Es doloroso, muy violento dejarlos marchar hacia el foco de un fenómeno del que percibo su raíz abominable más allá del atavismo que nos impone terrores frente a la intromisión de fuerzas desconocidas. Sin perder la serenidad, que constituye por ahora mi único baluarte, decido encerrarme en la vivienda y comunicar el incidente a las autoridades con un esfuerzo vano, pues ningún aparato electrónico funciona. Doy cobijo a los perros que, nerviosos, rascan a gemido roto la puerta trasera. Junto a los animales, soy sitiado por presencias indiscernibles que empiezan a transmitir un rumor de estremecimiento a la tabiquería».
Nunca le hubiera atribuido mayor importancia a este angustioso episodio nocturno de no ser porque al siguiente atardecer, cuando caminaba cerca del punto donde se esfumó el primer artefacto, un pedrusco verrugoso de color óxido sobre el manto de gravilla clara me gritaba a la vista que lo cogiera: se trata de una colada metálica que ha debido enfriarse en el terreno a juzgar por los indicios de chinas que pueden apreciarse en la parte inferior, similares al resto de las que cubren el suelo en esa zona de la propiedad. ¿Cayó un meteorito en la villa familiar, de acuerdo con los registros recientes de bólidos, al tiempo que yo dormía no muy lejos de allí? ¿Me inspiró la pesadilla este elemento de procedencia incógnita antes de ser hallado gracias al contacto surgido entre su retroactividad y mi imaginación? Con todas mis dudas al respecto y la irrefragable sensación de ser el engranaje mínimo de una broma cósmica, a falta de una explicación empírica lo consideraré un hallazgo irreverente del azar, una anomalía provocadora para el intelecto, como esos extraños presentes que según viejas leyendas algunos humanos, locos o afortunados, traían consigo después de haber visitado el mundo de las hadas.
Si tomara para mi entredicho la ventura de Francisco Sánchez, el escéptico autor del ensayo Que nada se sabe, «quizá encuentre, al apartarme de las antiguas autoridades, un destello de la verdad que busco». No es mala afinación, debo admitirlo... ni buena. Al denso celaje de esta faena críptica e incompleta por trueque de naturalezas, agregaré contra toda pretensión de cátedra el alfilerazo reincidente de citarme a sabiendas de enredar porque, «a la postre, la virtud es una técnica, el utillaje psicológico de un saber; pero el sabio, abandonado a su suerte, no alcanza siempre la virtud, pues ocurre que lo más virtuoso a menudo pasa por la sensatez de ignorar, de suspender a su debido tiempo el juicio, de saber no saber». ¿Quién sabe?
Bajo el titular, Ascent of Man and the Destruction of Magic de Rebecca Yanovskaya. En el centro, Blue angel de Mick Turner, guitarrista y artista gráfico de la banda Dirty Three, de la que enlazo su álbum homónimo, acaso el mejor de su carrera. Y, por último, la quisicosa que la gravedad me puso delante.
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