18.2.13

LA CAJA SKINNER

El aparato disciplinario perfecto permitiría a una sola mirada verlo todo permanentemente. Un punto central sería a la vez fuente de luz que iluminara todo, y lugar de convergencia para todo lo que debe ser sabido: ojo perfecto al cual nada se sustrae y centro hacia el cual están vueltas todas las miradas.
Michel FOUCAULT
Vigilar y castigar

Skinner, el controvertido psicólogo conductista, afirma lo siguiente en uno de los párrafos finales de su ensayo Más allá de la libertad y la dignidad, una obra que a cuarenta años de su publicación aún puede ejercer una fascinación poderosa en el ánimo dispuesto a recibir argumentos capaces de levantar ampollas a las sensibilidades conservadoras: «El hombre autónomo es un truco utilizado para explicar lo que no podíamos explicarnos de ninguna otra forma. Lo ha construido nuestra ignorancia, y conforme va aumentando nuestro conocimiento, va diluyéndose progresivamente la materia misma de que está hecho». En líneas posteriores, se extiende: «La concepción tradicional del hombre es halagadora; confiere privilegios reforzantes. Por consiguiente, se la defiende con facilidad y sólo puede llegar a cambiarse con dificultad. Fue planificada con vistas a que el individuo quedara configurado como un instrumento de contra-control, y así resultó efectivamente, pero de tal forma que frenó el progreso. Ya hemos visto como las literaturas de la libertad y la dignidad, con su preocupación por el hombre autónomo, perpetúan el uso del castigo, al mismo tiempo que justifican el uso de técnicas no punitivas solamente débiles». Comparto los vectores generales de su análisis por el atractivo amoralizante, aunque discrepo con el valor progresista que le otorga a la ingeniería social, motivo central del libro; en todo caso, la programación consciente del animal humano habría que intentar justificarla desde la necesidad extrema de establecer un límite voluntariamente aceptado al crecimiento demencial, corrección que de ninguna manera llega a ocultar el absurdo que se presupone al atribuir a los tecnócratas encargados de diseñar los condicionamientos ambientales una clarividencia superior al representado por el colectivo que ha de experimentarlos y hasta de los patrones que rigen los sistemas complejos de la naturaleza, como son las sociedades, cuyos entresijos sólo estamos en proceso de engranar. Veo acertado al autor cuando puntualiza que «el hombre, tal como lo conocemos, para bien o para mal, es lo que el hombre ha hecho del hombre», y pasado de fecha cuando por muy científicas que barnice sus teorías acerca del comportamiento incurre en un entusiasmo ontológico más propio de un teólogo exótico como Theilard de Chardin o de la evangelización materialista al estilo de Comte; así, cree que «la evolución de una cultura significa un ejercicio gigantesco de autocontrol» y «todavía está por ver lo que el hombre puede hacer del hombre», perspectiva halagüeña a su entender que le da motivos para mostrar una erección de optimismo en un sermón de lo más florido: «Es difícil imaginar un mundo en el que las personas convivan sin pelearse; se mantengan a sí mismas mediante la producción del alimento, el cobijo y la ropa que necesiten; se distraigan y contribuyan a la distracción de otros, por medio del arte, la música, la literatura y los deportes; consuman solamente una parte razonable de los recursos naturales del mundo y eviten en cuanto sea posible la contaminación ambiental; no engendren más hijos de los que puedan criar y educar decentemente; continúen la exploración del mundo que les rodea y descubran métodos mejores de dominarlo; y lleguen, finalmente, a conocerse exactamente a sí mismos con eficacia. Con todo, por difícil que parezca, todo ello es posible, y aun el más insignificante signo de progreso debería proporcionar una forma de cambio que, en términos tradicionales, podría decirse que aliviaría la vanidad herida, eliminaría el sentido de desesperanza o nostalgia, corregiría la impresión de que “ni podemos ni necesitamos hacer nada por nosotros mismos”, y promovería un “sentido de libertad y dignidad” mediante la creación de “un sentido de confianza y valor”. En otras palabras, ese signo de progreso reforzaría cumplidamente a cuantos han sido inducidos por su cultura a trabajar en pro de su supervivencia». Yo no iría tan lejos... acusa pésimo gusto. Históricamente hemos llegado a un momento crucial sin precedentes conocidos: tenemos la técnica necesaria para seleccionar las características de nuestra especie modificando directamente los genes, y si para el creyente en alguna clase de árbitro universal puede parecer un disparate o hasta una ofensa imperdonable el intrusismo de la criatura en la obra del creador, es innegable que el hombre puede actuar ahora de este modo porque ha perdido por segunda vez su inocencia al adquirir la oportunidad de desarrollarse biológicamente como crea —matizo: probablemente, a riesgo de como crean los que intentan volvernos archiproductivos—, una labor de criba que antes se abandonaba a los azares de la procreación, la cual nunca ha dejado de ser una forma de alterar, por elección estética o por hábito de incontinencia, el patrimonio heredado por las generaciones sucesivas. Aclarado este punto, especialmente para prevenir contra la pacatería de los que viven abolidos de sí mismos en el prejuicio de algún credo soteriológico, debo insistir en que al ser la personalidad poco más que un mero trámite dentro de la empresa social según la fecunda el comprensivo utopista —«bajo un sistema perfecto nadie necesita la bondad»—, lo coherente para Skinner es que tampoco haya afán de entrometimiento o abuso de poder en la propuesta de un nuevo despotismo ilustrado que permita a los delineantes de la humanidad dirigir metódicamente el pensamiento. Jesuita por lo que insinúa en todo lo que calla, se perciben mejor los pliegues totalitarios de su catadura al advertir que en ninguna parte del texto se atreve a preguntar qué tipo de cultura es vitalmente más deseable, si una en la que la ineficacia de castigar la conducta criminal sea la consecuencia de no intervenir en la que se muestra respetuosa con los derechos individuales convenidos, u otra en la que se controle cada parcela de la vida individual, desde el nacimiento hasta la muerte, con la intención de reducir al mínimo la incidencia real de las conductas destructivas.

Segunda escena de la serie Dust de Olivier Valsecchi, porque polvo somos en las garfas de los expertos.

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