Friedrich HÖLDERLIN
Hiperión
Según el hialino Don Juan de Gonzalo Suárez «nadie puede engañar a quien se sabe engañar» porque, con efecto o sin él, la perfección podría significar la coincidencia de la obra con el ideal —por esencia inalcanzable o alcanzable sólo en tanto que proceso degradable— como el punto justo de abandono de la cosa al estado que le es menos desfavorable. No repartiría más que vitriólica palabrería si me pusiera a marear con la idea de que por toda perfección hay que entender lo que jamás espera ser perfecto, aceptación narcisista del ser que excluye la mera condensación imaginaria de una referencia proyectiva e incluso antitética del deber ser. Quizá Tresguerres no andaba distante de descorchar esta tentación nihilista cuando a propósito de Leibniz afirma con ese toque de ironía señorial que caracteriza su prosa: «Lo que hay es lo mejor que puede haber: por la sencilla razón de que no puede mejorarlo ni Dios», y, más abajo, trae a colación uno de los axiomas de Bloch, el consabido legislador de Murphy: «Un optimista cree que vivimos en el mejor de los mundos. Un pesimista teme que eso sea verdad», lo que me arranca a pensar que al misántropo le sucede con el hombre lo que al pesimista con el mundo, ambos parten de una noción tan errónea —elevada—, que al menor contacto con la realidad se estancan en los meandros de la reacción defensiva. Correcta o no —me es indiferente la lectura moral, pues la verdad se vive, no se predica—, puedo avalar con mi experiencia que tal postura es de legítima naturaleza: agasajé mis adolescencias con las bobadas roussonianas que me llegaron refritas a través de la confitura de ogro que fue Bakunin y, ya lo veis, de aquellos extremosos dulzores estas amargas indisposiciones...
Así como un cuadro hay que contemplarlo a la distancia propicia para no advertir las manchas y pegotes de pigmentos técnicamente organizados por el artista, puede que la eternidad narre su orden con oscilantes renglones borrachos cuya formulación más reciente sería la neguentropía. De ser nuestro caso, el juego de perspectivas predice que la imperfección a escala humanamente aprehensible es constitutiva de la completud óptima del universo; pero si el mal queda entonces alojado dentro de la jaula histórica que es la materia roturada por el tiempo, ¿de qué vale la diferencia entre la imperfección del momento y perfección del conjunto?, ¿dónde buscar otra categoría de perfectibilidad exenta de esta acumulación empírica de remiendos o, en su defecto, cómo fugarse de ella a conciencia? Volvemos al zamborotudo teologal «no hay mal que por bien no venga» frente al cual hasta el más feliz organismo da fe en química propia de que mal por bien, más bien mal.
En el buen comercio, como en la mala vida, lo lógico es pagar después de usar. Rey de nada o amo de todo, lo mismo da abanicar al cadáver con hojas de acanto que con alas de murciélago, al morirse uno accede a la única perfección posible: la que da el litigio por acabado.
¿Me miento por el gusto de pensar que existen tantas perfecciones como especímenes? Es lo que violando muestras de corpulencia lógica me ha musitado esta Parnassius apollo.
¿Me miento por el gusto de pensar que existen tantas perfecciones como especímenes? Es lo que violando muestras de corpulencia lógica me ha musitado esta Parnassius apollo.
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