3.12.13

MESTENCO

A los hombres nada se les regala, y lo poco que pueden conquistar lo pagan con muertes injustas. Pero la grandeza del hombre no está ahí. Está en su decisión de ser más fuerte que su condición. Y si su condición es injusta, sólo tiene una manera de superarla: ser justo él mismo.
Albert CAMUS
Moral y política

Entre las actuaciones estrambóticas que me planteo acometer en las inmendiaciones de este presente, que recuerdo como si fuera mañana, las expuestas no defraudarán a los contagiados por mis fulgores:

— A petición no declarada de unas amigas que me han desafiado con medias bromas y flirteos, obtener un documento visual que demuestre la insuficiencia de un vaso de tubo para contener el mambo de la erección que me provocaré pensando en ellas.
— Infiltrarme en el sistema informático de un prestigioso centro comercial que me ha estafado para hacer sonar sin interrupción el álbum Black One de Sun O))).
— Extraer de lo indeterminado las envolturas menos vaporosas de un sueño en el que al sumergirme en una charca de aguas amargas, bajo una bóveda de vegetación trepadora que albergaba los efluvios del terror original, toqué algo limoso que parecía un tronco en proceso de podredumbre. Al tratar de izar el obstáculo, fui rechazado por un tremendo golpe que provenía del fondo. Ante mí, se alzó un ser difícil de catalogar. De proporciones y morfología vagamente humanas, la totalidad de su cuerpo estaba cubierta por un vello grasiento, lo que le confería el aspecto de un sedimento de bote sifónico vivificado. Me disponía a rechazar otra aparente embestida del emplasto cuando me habló. Compartíamos idioma, aunque el suyo sonaba anfibio y oxidado, como sepultado por capas sucesivas de olvidos y rememoraciones. Manifestó que sólo deseaba comunicarse después de un incomensurable lapso sin poder hacerlo, y su historia, que fui descorchando lentamente, me fascinó. Nació como mujer en 1937 y, siendo aún niña, se perdió en la jungla. A merced de un extraño proceso de adaptación del que nunca fue por completo consciente, la naturaleza la transformó en una especie de ondina. Incluso llegó a tener una prole numerosa tras haber encontrado a un merodeador inframundano con el que se apareó. Sin embargo, su descendencia padecía graves taras innatas y, abocada a la desgracia de sobrevivir a su parentela, se descarrió definitivamente en las oquedades del afecto. Para su anómalo modo de computar la hélice del tiempo, desde las experiencias traumáticas del extravío infantil hasta nuestro encuentro, ella calculaba que apenas habían transcurrido veinte años.

Antes de mejer en los hechos este trino de cándidas inconveniencias, quisiera referir que de antuvión, tropezando con las máscaras de la prolífica doña Cuaresma, me sale un canto de parresía que otorga voz a las rarezas —caunás en dialecto manchego— por medio de las cuales me rearmo. No ahora, bien se ve, cuando el verbo me traiciona —y no lo culpo— con lenguas mejor dotadas que la mía, disipada y más polvorienta cada día para entregarse a la verdad que pretende recibir.

Sobre el llamamiento a la violencia interior que no depongo y a la que he fallado abandonarme con los ojos lánguidos en negro, cuentan de mí unos pocos, escogidos entre los protagonistas que al dorso del símil obra me invento, que las milicias de fuerzas sombrías reunidas en los atolladeros de la humana artificiosidad me obsequiaron, naturalmente, un chance heroico. Malditismos artesanos, pretericiones magmáticas y razones seminales aparte, supongo que no soy muy diferente de cualquier fauna lactante salida de madre, uno de los tantos fugitivos que echaron sus primeros dientes con media cabeza fuera de la cuna normalizadora, otro de los muchos sentenciados a cuidar de sí mismos en la soledad de las hostilidades sin dejar de entrenar la coherencia individual, campo productor de discrepancias frente a los usos y costumbres admitidos por la socialización de debilidades. Si los predicados puros, como pensar de palabra sin corromper la propiedad del concepto o avituallarse de papel higiénico sin mancharse la imagen, suponen hazañas de ruptura para alguien perdido en la pasión por el buscar que ya no encuentra, ¿qué no decir del potaje de contrastar una noticia con otras cien que tampoco merecen credibilidad, o de comprender al enemigo tan defectuosamente bien como a sí mismo?

No detengo mi presencia en las combustiones de la sensibilidad que amplían la estela equívoca de la realidad; despliego una corola de ausencias a la que no llega el calor desprendido por las deflagraciones, ajadas y remotas, que mueren a cielo abierto, como corresponde a todo lo que emerge salvaje. Caen así mis noches cual copos de nieve sobre una parrilla recalentada para dorar el bistec de mi careta a la intemperie, si acaso me queda cuerpo al que fundir el nervio. Nada me ansía dentro de esta de merma de señuelos que en mi vencimiento sin convencimiento equiparo a una bombilla incandescente alojada en el bullate. Los momentos maravillosos existen para que el mundo sea más feral, ponen la presa fácil que sobrealimenta la desesperación. Marrullerías.

He mirado fuente a fuente el absoluto, y absolutamente me percato de que nada puede haber más falso. Sólo con extrañeza puede superarse la extrañeza que reclama ser devuelta al sepulcro. No me decepciona la vida, la acepto a fe mía como el maná del sueño exangüe que es, sin recurrir a discursos plañideros ni monsergas edificantes, olfateando que el horno no está para bollos por necesarios que los festejen los coprófagos.

¿Nunca has experimentado la protuberante, fantasmal certidumbre de estar en la vida como un injerto en el árbol erróneo? Sentimiento genuino por desavenencia, su irreductible pujanza no delata su linaje; no hay nada que hacer con él, aunque sea preciso agarrarlo por los cuernos cada amanecer, y haya de revolcarnos en el fango del trance eterno al ocaso, cuando se apuesta la última oportunidad de volverse música con las sisifidas del suceder por el suceder, de cuya piedra nadie ha desgastado un ápice jamás. Quizá la idiotez, que empieza amasándose con el desprecio de uno mismo, haya dado lugar a un entorno confortable en el que erigir un altar de cascajos roídos donde adorar la autoestafa como si fuera lo mejor que hacerse puede con la colección de nuestras respiraciones. Paso.

Dubitativo al soplar la vela del argumentario, creo que acabo de publicar la entrada más inconsistente de esta bitácora. Todavía no me avergüenzo. Cuando proceda, silbaré un foxtrot

En la primera imagen, con un espíritu desacralizador casi dadá, El caballero del dedo incendiado de Sergio Mora se viste de alta cultura. En la viñeta inferior, ilustración de Kristian Hammerstad para la portada del cómic The Postmortal de Drew Magary.

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