21.7.13

PRECESIÓN

El caos siempre derrota al orden porque está mejor organizado.
Terry PRATCHETT
Tiempos interesantes

Una parte de sí se tantea por lo que siente, otra por lo que piensa, no menos se medio entiende por lo que fantasea y, arruinando o raramente culminando la actividad interna, pues lo quimérico tiene en ella el peso de lo real, uno toma y es tomado en cuenta, a expensas de lo demás, por lo que hace. Tan importantes o tan ilusorias como las facetas anteriores son las oníricas, que funcionan con un reglamento híbrido de certidumbres y falsedades que relacionan cada pieza del conjunto con la muerte, de la que ofrecen por episodios la conexión latente de una síntesis anticipada a guisa de tropo, como un ardid que permite tomar el antecedente por el consiguiente mediante un recurso donde se desvela que la obra del mundo ha concluido ya, y acaso a través de la rendija del sueño pueda divisarse una imagen imperfecta de las huellas de su ausencia.

Nada puede quitarse ni añadirse a la tempestad de ilusiones que es el mundo; nada subvertirse ni ser transformado donde, como en un sueño dentro de otro sueño del que se ignoran las coordenadas, uno experimenta el pulso de su ser acompasado a la radicalidad del atentado de la creación, actuación insuperable y definitiva. Los errores del mundo, si conviene llamarlos así, no son producto del ser, son el ser del mundo; si el ser es erróneo, limitado, inconsistente o perverso, se debe a su genealogía, pues emana de una entidad que se manifiesta enmascarada con esta tabla de registros a través de los actos que, por un error de juicio desde luego, sentenciamos como nuestros. En esta casa cósmica de casos, el error en todo caso es el cosmos. Inmersos en esta presunta anomalía, la reticencia a aceptarla como tal recibe el nombre de voluntad y consiste en creer que el mundo puede cambiar por desear que sea muy otro. La voluntad trata de fingir que el mundo se rige con propósitos para poder olvidar, y lo logra, que no puede intervenirse en su estructura según los designios particulares. No es una necesidad ilusoria, sino una ilusión necesaria, la ilusión de representarse a sí misma en un mundo de verdad, aunque ese mundo, en verdad, realice la representación incierta de una ilusión. El humano se inventa un sentido para no ser menos; la realidad ha inventado el sin sentido para no ser más que la ilusión donde unos ilusos seres intentan conjurar su irrealidad. Fe y anhelo, torceduras cognitivas que reflejan el cadáver de la voluntad, carencias que persisten en las representaciones individuales por no asumir que todo acto volitivo se construye imaginariamente, como esos fantasmas que el pavor proyecta, para volver más tolerable o comprensible el río del acontecer de acuerdo con una aparente causalidad objetiva. Pero habitamos en la desaparición de los acontecimientos, que perduran en la realidad que les atribuimos como ecos que repiten hasta el absurdo nuestra incapacidad para abarcarlos simultáneamente en el esplendor explosivo del instante, devenido totalmente misterioso en sus zafras, en los restos que ni siquiera pueden conjugarse correctamente con la inteligencia por quedar fuera del tiempo, del tiempo que es óvulo y prisión del conocimiento desplazado del acontecimiento. Origen y final concurren pese a que todo lo impensable anime a concebirlos distantes entre sí por un intervalo ilativo inconmensurable, en virtud del cual puede conferirse a las cosas la ficción del movimiento, de su transcurso y sucesión, cuando todo es accidental y el accidente vibra como un causa encausada, como el temblor de un simulacro, ensayo y error en unísona comparsa.

El mundo se nos simula mágico porque lo fácil es convencerse de los ensueños de la voluntad arrullados en la conciencia. Y la conciencia, no está de más recordarlo, solo es un ápice del accidente universal, en el que toma parte como una escandalosa onda expansiva para su portador. Así alumbra la tragedia; así nos duele trágico el mundo que se resiente de su excrecencia como fruto aleatorio del caos fundamental, que se subsume como símbolo homeostático en su fundamento casual. Todo lo que parece es y lo que es no se parece a nada. Todo cuanto viola la nada se compone de accidentes, y por nada del mundo los destinos del propio mundo serán menos accidentales. Los mayores dramaturgos iluminaron a sus personajes con el rayo fatal que les mostraba la existencia amenazada por circunstancias ajenas a su control, extrañas a la noción tan narcótica como arbitraria de la decisión. El santo y seña no exige la reminiscencia de estar predeterminados: nos exculpa la contraseña de estar acabados.

Tomando el mundo por engaño, hasta la desilusión se satura de inverosimilitud, que la revierte como némesis de su noesis. ¿De qué sirve la posibilidad de que sea cierto el ahí fuera si dentro de uno el artificio se colma de realidad? Rebosamos realidad, nos carcome la mentira de lo real, peripecia particular de la apariencia donde únicamente se es libre de desquerer, de no echar a correr por el campo minado del albedrío o de lanzarse a él a cuello tronchado confiado a la intertextualidad del Big Bang. ¿Puede hacerse responsable a un muerto? Nadie lo es de nada y, sin serlo, virtualmente lo es de todo. El pecado es iniciático, no original; la falta no se genera en lo que uno hace con su vida, se purga por venir a ella. Muertos quiere decir indestructibles, dilapidados en un juego perpetuo de palimpsestos, trampantojos para la razón que de ellos pende porque en ellos se suspende. No hay otra penitencia que haber nacido, el hecho de que se nace tras haber estirado el zanco, y si nada valemos en el universo, también esta nada es crucial para que el universo sea la precuela creíble de un montaje indemostrable, el rastro procesado de un trucaje indesmontable.

Para Baudrillard, a quien le coincido algunas visiones, «sólo lo que excede la realidad puede superar la ilusión de la realidad». ¿Significa esto que sólo lo que supera la ilusión de la realidad puede eclipsar la realidad con la ilusión? Ascensión Risco, la sibila a quien cité en lejanas correrías, no vacilaba en testimoniar que «vivimos en un mundo ficticio, pero se necesitan enormes dosis de ilusión para romper el hechizo». La realidad como maquinación, el humano como máquina reproductora de simulaciones. Al no ser nuestras simulaciones más falsas que la realidad de la que surgen, ésta no es, por tanto, más verdadera que aquéllas. Defectos especiales de fabulosos efectos. Una vez más, aquí y ahora, la pregunta por la pregunta: ¿qué es real? Al ser formulada desde las simas del mismo principio de realidad, desde el linamen dispar que está en su génesis y en su ocaso, cualquier respuesta será igualmente ficticia. La enigmática continuidad que circula entre el sujeto que indaga y el objeto interrogado quizá requiera de la eternidad para resolverse. Si es que hay un entonces por descifrar, si es que hay siempre...

La reja del arado peina el labrantío, las velas ondean, el rebaño pasta... En este Paisaje con la caída de Ícaro de Peter Bruegel el Viejo, gracias a una perfecta indiferencia de los actores, nada ni nadie se admira ante el percance del hijo de Dédalo, transcripción mitológica de la aventura truncada del espíritu.

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