25.7.13

EL SOMATÉN DE YOUCRUZ

Los que tiran del tren son los hombres.
Proverbio chino

La vida moderna se ha vuelto terriblemente compleja por el excedente de necedades —otros las llamarán necesidades, y no me refiero los precintos de celofán imposibles de rasgar— que han de coordinarse con solvencia para no acabar siendo un destechado, suponiendo que antes no traten de reacondicionarte con unas instructivas vacaciones entre la población reclusa. Primero te exigen una competitividad que conlleva derrochadoras formas de ser incompetente con uno mismo, después, porque está en lo humano que haya un fallo decisivo en la cadena laboral y cultural de producción, te irán decantando de su lista hasta quedar arrinconado como un poso cuya sola existencia molestará, y, finalmente, de persistir en actitudes tan contraproducentes y negativas, hacer apología del peor crimen que se les ocurra será una acusación tan probable para ti, hijo de vecino fecundado en el asiento trasero de un utilitario, como improbable la noticia de la dimisión de un ministro.

Hoy, según me han notificado, he cometido una infracción virtual. Cada día estoy más cerca de mi meta: ser un terrorista. Bromeo. Veamos:

«La comunidad de YouCruz ha marcado uno o varios vídeos tuyos como inadecuados. Una vez que se marca un vídeo, el equipo de YouCruz lo revisa para comprobar si cumple las Normas de la comunidad. Tras revisarlos, hemos determinado que los siguientes vídeos incluyen contenido que infringe estas normas, por lo que se han desactivado». Después de reseñar el nombre del archivo que ha disparado la alarma, el oficio prosigue: «Cualquier infracción adicional podrá dar lugar a la desactivación temporal de tu posibilidad de publicar contenido en YouCruz o a la cancelación permanente de tu cuenta».

Primera observación: No debería anunciar que asociado a la cuenta amonestada se encuentra este espacio que ofrezco para padecimiento público sin perjuicio del exquisito gusto de unos pocos, a quienes aplaudo en privado su mérito por seguir desconociéndonos...

Segunda: Puesto que la concordia de mi guerra autoinfligida vale más que estar en paz con cualquier santa hermandad, he tomado con diligencia las medidas necesarias para no perderme el respeto: además de eliminar, sin excepción, todos los vídeos —lo que es tolerado en el presente mañana será castigado—, he amputado el menor vestigio de vinculación con YouCruz, algo que en principio contraviene el pesado plus con el que quiere socializarnos el Gran Asesor. Si han de colgarme de la yogurtera, que sea por mis pensamientos más punzantes o las licencias que me otorgo con la lengua, no por favorecer un inofensivo entretenimiento audiovisual.

Tercera: Lamento la ingenuidad de haberme confiado al uso de herramientas tan viciadas. Se ve venir. Y más cuando hay constancia —basta leer el contrato— de que su política de supervisión está hecha por maniqueos.

Cuarta: Os preguntareis qué clase de contenido me ha situado en el punto de mira. De excelente gana hubiera puesto una acción equiparable a las que solía gastarse El Solitario en sus andanzas por tierras de Castilla, mas no dispongo en mis haberes de esa elocuencia salvaje. Contra mis sospechas iniciales, tampoco he recibido la reprimenda por una violación de los derechos de autor: se trata de una medida punitiva por haber compartido una inmoralidad, aunque en su mundillo de ángulos rectos no la llamen así. Al parecer, resulta de todo punto inadmisible que no se vea ningún desnudo en actitud copulativa durante los cuatro minutos de metraje, extraído de Arizona Dream, en el que Johnny Deep se lanza tras Faye Dunaway fingiendo ser un gallo en busca de gallina... ¡una verdadera atrocidad! ¿Qué clase de gente evalúa el cibercomadreo? ¿Quién los elige? ¿Por qué y en virtud de qué vicios comunitarios debe ser tasado el fluido semántico que se condensa en la pantalla si cada uno se reserva la decisión de ponerlo delante de sus sentidos? ¿Cómo aceptar el insulto de un reglamento que introduce conductas delictivas en un campo desprovisto de autores materiales y damnificados? ¿Qué puede justificar la prepotencia de sustanciar una falta de acuerdo con la contingencia de una ficción, cual ha sido ofrecer al gusto de quien la quiera una hoja incorpórea desprendida del árbol que otro sembró con su invención? Me quedo corto deplorando la rancia contención de los censores, que hasta en una pintura rupestre verían una exaltación de la obscenidad o un peligroso precursor de la yihad; es preciso ir más a fondo, y nada menos inadecuado para lograrlo que un rodeo por las capillas erigidas sobre las cloacas donde evacuan sus porquerías los que tratan de salvarnos de nuestras impurezas. Tranquilos, será un recorrido breve: los lugares más extremos están conectados por un turbia dinámica.

Entre tanta batalla por la mejor distracción, uno ha perdido la ventaja de salvaguardar por principio el poder de piratear su identidad. Preservar el anonimato es un lujo que casi nadie puede permitirse. De la sociedad del espectáculo genérico hemos migrado al establo de la actuación personalizada, donde lo más importante no es ser cautivado por el objeto presente, sino cautivar por ser omnipresenciado. Víctimas y victimarios, asistimos a la muerte del espectador, al que hemos amortajado con la costumbre de suplantarnos a nosotros mismos como figurantes de un mundo revalidado no por la revolución, que nunca sobrevivió al parto, sino por la escenografía. Ya no media distancia crítica alguna entre lo que ocurre en el mundo y el mundo de lo que se cuenta que ocurre. Encogida en el tiempo cautivo del máximo rendimiento, en ausencia de distancia crítica lo que se agiganta es la masa acrítica, el suma y sigue de la realidad forzada a examinarse en un espejo que se traga el mundo contante y sonante del suceso en la caza y captura de la inmediatez. La realidad ha sido duplicada, falsificada, actualizada según el canon promocional: todo lo que no está siendo emitido no existe, está fuera de la sociedad que comulga con lo real tal cual a condición de extenderse en la superconducción de su tratamiento a partir de la veleidad rehecha del instante. Cronista de una muerte aplazada, la suya, el habitante de la duplicación real no vive, sobreactúa ante el objetivo de la cámara insomne que comunica su ombligo con el mundo.

Así como en un sentido especulativo la realidad cada vez que se replica produce una infinidad de pequeños cambios responsables de la transfiguración total del conjunto, en un sentido especular la red digital multiplica las ilusiones sociales al provocar una inflación de realidad que abarata la individualidad hasta desmenuzarla en calderilla. Pero la instantaneidad también ha destruido la cesura natural que concedía su medida transitoria a los hechos, facilitaba un proemio de reflexión antes de hablar y contribuía a madurar en el recipiente silencioso de la intimidad el conocimiento del otro. El momento tecnológico no vale nada, ha sido desalmado para servir al tiempo real del directo adaptado a una visibilidad altamente resolutiva en el primer plano de las vivencias intercambiables. Donde la movilidad es un criterio sagrado y la interatracción una facultad mágica, la mercancía que no circula pierde su caché, desaparece. Al haber ampliado los dominios del mundo considerado real, el del afuera, sobre la amorfa y baja fidelidad del mundo interior, difícilmente ajustable a los formatos exitosos de la publicidad, el imperio del artificio desencadena en la práctica un efecto desilusorio que debe ser corregido continuamente con infoplastia para mantener vigente los índices de audiencia. Y es aquí donde vuelvo a sondear las cañerías de mis señores inquisidores de YouCruz.

La ambigüedad de los preliminares de un acto sexual que Emir Kusturica hace representar a los protagonistas en clave de comedia, sólo puede resultar reprensible a quien sufre una concepción anquilosada del deseo, atrofia que estaría tentado de diagnosticar como patológica si mi ciencia médica abasteciera para desempeñar otra función que la de doctor de mí mismo. Donde el director compone un juego imaginario que desplaza en los amantes la palabra para hacerlos coquetear entre sí con los ruidos y ademanes de un ave de corral, el fanático, que hasta puede ser freudiano, creerá descubrir una dramatización zoofílica. Como cualquier mente que ha perdido plasticidad, el inflexible censor desprecia el posible encanto de lo tangible por el espanto de una categoría ideal; juzga a los demás en referencia a todo lo que no ha vivido ni sabe vivir mediante un complejo de absoluto absolutamente simple que quizá lleve consigo como una acusación continua. De cualquier color que se disfrace, el fanatismo es casi por definición la hostilidad contra todo lo que se oculta, contra lo que permanece oculto incluso al desnudo. El integrista carece de recursos para experimentar la proximidad de lo que no entiende sin convertir la tensión propia en provocación ajena. Sacudiéndose dos milenios de zozobras religiosas y la ilustración subsecuente del libertinaje, del literal y del literario, su violenta respuesta al menor desafío delata una visión petrificada, digna del autor de las Epístolas a los corintios, en la que no tiene cabida el erotismo, y a la que desde luego ofende más la sugerencia satírica que el sexo mostrado en su aspecto crudo, mecánico, pornográfico, precisamente porque enseñado de este modo le resulta imposible festejarlo mientras lo repudia. Difuminado hasta resultar indetectable, el cristianismo perdura bajo otras formas, profanas y heterodoxas en apariencia. Los nuevos medios masivos de difusión, si bien no tienen entre sus premisas explícitas el apoyo a un credo en particular, mantienen con sus reacciones las antipatías características de los mojigatos. También, por diferentes negocios que velar, coinciden en la lucha contra el mal ejemplo que puede inducir a pensar por uno mismo con las inseguridades que la decisión acarrea, sobre todo cuando las prestaciones de la máquina pueden hacerlo por uno de manera óptima y fluida, sin causar escándalo. A lo que está calculado para servir de rancho digital no se le perdona ni sombra de incertidumbre analógica.

Antaño, había que adoptar hábitos domésticos adecuados al dogma; hogaño, se rechaza a quien no cumple el perfil normal de usuario. En toda época, el dispositivo psicológico que regula las interacciones con el medio apenas ha variado. 

Lo más censurado de un artista suele ser lo más valioso, y sólo desde esta significación la censura es menos traicionera que la alabanza, pues con ella al menos puede uno emprender el placer sincero de transgredirla o, si es sutil, arriesgarse a bailar un tango cuidando de no pisarle los pies. Más que por tachar las cualidades ajenas que difieren de su criterio, censuro al censor por estar ciego para admitir los defectos de los que se cree exento. La censura, en especial la ejercida sobre las letras, ha servido también para aguzar el ingenio. Pienso en el Siglo de Oro, con Quevedo, Gracián y el exuberante plantel de talentos obligados a encontrar expresiones menos obvias pero igualmente certeras para denunciar personajes indigestos y realidades miserables. ¿Hasta qué grado el conceptismo barroco no fue un fruto inesperado del cruce entre la censura culta y el intelecto desencantado? Incluso en la jerga de germanía se perciben rastros inequívocos de esa mordacidad expuesta con metafórico atavío. Sin que ello contribuya al elogio de la misma, lo cierto es que la censura realza aquello que condena; equivale, si no exactamente a un certificado infamante de calidad, a una pista en un mapa donde la capacidad de orientarse contiene una parte importante del tesoro. Por eso, ahora que nadie nos oye, no me resisto a confesar que hasta el creador más modesto sueña en secreto con el censor que persiga su obra. No es mi caso: yo no soy modesto.

Me sobrecojo en The Valley of the Shadow of Death de George Innes.

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