No es poco lo que basta, pues basta poco.
Francisco de QUEVEDO
Virtud militante
No todo se aplaca con tranquilidad, eyaculaciones y buenos alimentos: también hay que pillarse los dedos con la tapa de los sesos. Me armo la escafandra del despertar a las 08:30, dos horas de aceleración respecto al no menos ficticio cómputo temporal correspondiente a este meridiano terrestre —el partido de bufones que impugne este fraude tendrá mi voto, hasta ahora virginal—. Tras aflojar la bota de la vejiga, llenada con airén joven antes de un descenso onírico mejido durante de siete horas, para engarce indescriptible de mi fruición metabólica compruebo que no albergo atisbo de resaca que excuse la secuencia de fallos y rodeos metalógicos que pienso emprender. Por fresco que parezca por dentro, de esta guisa tirando a fritanga no suelo mirarme en el reflecto, demasiado pronto para poner de relieve lo que suele trotar comedido en lides mejor reposadas. Nada va sorprenderme el pequeño defecto en aumento de la calvicie que empleo socialmente con la finalidad de ocultar otros más graves, como el de apalancar una tercera pierna inarticulada que no me responde como a los veinte, cuando me desarropaba puntual con la caricia del alba. Gratuidad de bravatas al margen, predesayuno el zumo de un limón rebajado con agua filtrada por una jarra con nombre de meretriz, a continuación me dedico un tercio de café que muelo tres veces por semana y dos tostadas del tamaño de una compresa que chorrean aceite de oliva, miel de encina y el certificado de mi primera equivocación: acostumbrado a modelarlo yo, confundí en el estante el pan de nueces que buscaba en reemplazo del casero con este raterillo adoquín de linaza. Consulto en la Gran enciclopedia de las plantas medicinales del docto Berdonces que la semilla de lino contiene, entre otras virtuosas sustancias, ácido cianhídrico, pero al estar presente en trazas su potencial contribución al bienestar de la especie resulta despreciable. Mientras degluto con infantil alegría la farinácea refacción, anoto la frase que en la víspera no llegué a fijar acerca de la timidez, a la que imaginé como un huevo de granito que debe romperse para nacer de verdad a las mentiras del mundo real. De niño fui un hipertímido, un pozo emocional para mí mismo que por horror escénico ocultaba de la auscultación ajena con enormes dificultades de autocensura que no impedían, por otra parte, darme de sibilino al fornicio con toallas, servilletas y otros artículos textiles extendidos sobre el pisadero. Logré consolidar en el consciente estos recuerdos prematuros, anteriores a la escolarización, gracias a las sabias imágenes evocadas por mi abuela, que su Dios la tenga en gloria. Para tales ejercicios de coyunda algodonosa concentrábame en el primer juguete que tengo la certeza de haber manejado después del caballito rojo de muelles: un payaso bohemio debidamente engalanado con una lata de tomate derrengada a sus pies, tumefactas botas descapotables, birrete de talla microcefálica y, en perenne función de báculo, un paraguas estampado de naturalezas más decaídas que el maquillaje de un rostro obligado a la sonrisa indiscriminada, fatalmente detenida en una causa que me ocupaba de tantear repleta de excitantes posibilidades. Por inverosímil que suene a los puritanos, los primeros muñecos irradian una carga erótica que hemos de reformular durante el resto de la existencia. Medito a través de ello con el último trago de arábica en sincrónica celebración por haberme decidido a desempañar las ventanas; la luz matinal puede cosquillearme diáfana, libre al fin de cagaditas de mosca y huellas de macho cabrío, pues a pesar de lo que murmuren mis difamadores soy un tipo alegre que se ha habituado a cantar en la ducha y tocar dionisíacamente las palmas con los pies, que no siento reparo en enguantarme para la ocasión con calcetines de piel de ornitorrinco. Casi de seguido, acudo a retratarme de posaderas con un ímpetu polifónico perfectamente afinado que ya quisiera el Sumo Pontífice, y aunque me vaya a duchar cuando silencie la barahúnda de rutinas, encuentro con sentido consentirme una entrevista de bidé, a un periquete del cepillado ritual de mandíbulas con peróxido de hidrógeno —los dentífricos son productos inútiles, salvo para estandarizar alientos y sobredosificarse de flúor—. Aclarada la espuma bactericida, con el sabor tropical del eugenol que segrega un clavo náufrago en mi saliva, corro a colgarme de la barra de dominadas, donde cuento hasta treinta izadas sabiendo que nada define más por menos. ¡Qué gran soldado hubiera sido sin mandos! Enciendo de un salto el ordenador, una pasada tecnológica hace siete años. Ejecuto algunas tareas de pacotilla pantalla mediante, las ventilo en un intervalo de varios prolíficos minutos que duran segundos y me cuelo por el tubo colorao buscando en las vistas previas una estación de paso que maximice los esplendores de la maravilla orgánica que conocemos como hembras. Prisionero alígero de una premura totalmente innecesaria, me decanto por un clásico, el de las tres damiselas que se aplican enemas con los cuartos traseros en una insuperable panorámica sonriente. Mácula maculando, la utopía se halla lista para el reciclaje entre los residuos más infectos de la civilización. Tantos siglos decantando alta cultura para llegar a la conclusión de que aquello que no imparte la experiencia, lo enseña el cine porno. Filosofía de vertedero para encontrarse atrapado bajo los arreos de un cambio insustancial de guión que permite por todo modo solo modos, gélidos o salaces, de contarse la película de siempre. Reconciliado con la entropía de mis instintos en honor a las intangibles libertinas de mi primera ofrenda seminal, agarro el monociclo para aleccionarme, por debajo de mis perspectivas, una intensa sesión de aplastamiento de gónadas. Como mi habilidad equilibrista no supera las cuatro pedaladas, pronto desisto. Me lanzo entonces a la piscina familiar, donde me mido el fondo con largos que no tengo la desfachatez de contar. A mi regreso, tiendo una lavadora de paños menores de espaldas al gualdo que, según declaran los canónicos climáticos, nos bajará el calentamiento local a consecuencia del calentamiento global. Me guarezco en casa, donde la ocarina yace a la primera vista para que procrastine mi procrastinación musical. Me podo el careto con la milimétrica ideal para seguir apaciguando facciones. Aspersión estuosa con gel de extracto de iris verde procedente de núbiles taheñas, atuendo de camuflaje cívico para cubrir desvergüenzas hecho el secado y de nuevo a internet, donde sorteo paradojas, visito actualizaciones y remezclo el octanaje de mi subjetividad furente con los motores de búsqueda booleana. Leo el excelente artículo que un artista desencajado ha escrito sobre el fenómeno diastrático bautizado como Generación Tippex, un subproducto con anteojeras homologadas por la ESO y cronológicamente posterior a la Generación Nocilla, con la que me podría untar por coincidencia de electrocuciones mediáticas, despistes educativos, fecha de salida uterina y óptica de bisagra inconformista amartelada entre lo analógico y lo digital. En sus filas me constan algunos talentos de pro que en esta plaza de lidiar ovejas llamada España torean con denodada personalidad, aunque los encuentro asaz endulzados de pop para mi gusto —ellos hablarían de referencias pulp, de estilo sampler o de eclosión subcultural— y, quizá, traumáticamente impostados por la época en la que un cambalache de cromos te podía transportar hasta un pico de felicidad tan alto como condimentar un capítulo de Curro Jiménez con un cacho de hogaza morena y grasiento chocolate de genealogía filibustera envuelta en presunciones extrafinas. Al trasluz de sus descomposiciones puedo verles las mañas con que renuevan los tótems imprescindibles para facilitar conectores de identidad a las masas y restaurar la comunidad de pulsiones conmutables, un pase ultramoderno destinado a follarse al pueblo a estilo perro y guiarlo en un olé al adúltero bodorrio... Mis respetos por una faena cuyo desenlace no comparto. Tengo mis autores talismán, cómo no, a quienes lo único que exijo es que estén muertos. Desconfío de mis coetáneos, especialmente si son homólogos; prefiero ser interrogado por voces de ultratumba. ¿Cuántas veces puede responderse a la misma pregunta? Infinidad, porque una pregunta planteada como el universo desmanda es un monstruo semántico que crece mordiéndose la cola para no dejarnos salir de nuestras propias trampas. Con cada acto creativo se prolonga el anhelo autobiográfico de desmembrarse, que es la forma más honesta de multiplicarse, y no es sino la pura necesidad de reconocerse la que nos lleva a profanar la blancura prístina del medio de expresión elegido. De repente tiendo a olvidar los rudimentos del lenguaje, velo como un alma en so pena de revelar sus penas y me limito a transcribir la fragancia de mi chicha requemada en el martirio de traducir la visión en concepto, el concepto en pensamiento y el pensamiento en verbo medianamente visionario. ¿Dónde quedan las acciones? Antes de que esté demasiado ebrio de no estarlo, debería mencionar que acabo de violar mi promesa de no gastar más dinero en libros en el momento aproximado de ser interrumpido por el señorito Uda, amiguísimo y viceabad de cónclaves superfluos, que entre asaltos a mi nevera y usurpación de especias ilegales viene a contarme chismes cuando el plato de arroz rosa —amorosa reacción entre lombarda y ácido cítrico— está sobre la mesa. Acerca de mi laburo, contra el que apresuro el torcimiento pasajero de estas líneas, no graznaré mucho: hasta un engendro borbónico podría realizarlo con soltura. Ave indoctrinada, llegaré tarde adrede para evitarme la dulzura de visaje medicamentoso y culo mal besado de mi patrona. Justo antes de partir, reparto el despacho instantáneo a mis atenciones distantes, nubes de charlas cruzadas que completo enzarzando esta minimáxima en el marbete del espionaje entre conocidos:
Francisco de QUEVEDO
Virtud militante
No todo se aplaca con tranquilidad, eyaculaciones y buenos alimentos: también hay que pillarse los dedos con la tapa de los sesos. Me armo la escafandra del despertar a las 08:30, dos horas de aceleración respecto al no menos ficticio cómputo temporal correspondiente a este meridiano terrestre —el partido de bufones que impugne este fraude tendrá mi voto, hasta ahora virginal—. Tras aflojar la bota de la vejiga, llenada con airén joven antes de un descenso onírico mejido durante de siete horas, para engarce indescriptible de mi fruición metabólica compruebo que no albergo atisbo de resaca que excuse la secuencia de fallos y rodeos metalógicos que pienso emprender. Por fresco que parezca por dentro, de esta guisa tirando a fritanga no suelo mirarme en el reflecto, demasiado pronto para poner de relieve lo que suele trotar comedido en lides mejor reposadas. Nada va sorprenderme el pequeño defecto en aumento de la calvicie que empleo socialmente con la finalidad de ocultar otros más graves, como el de apalancar una tercera pierna inarticulada que no me responde como a los veinte, cuando me desarropaba puntual con la caricia del alba. Gratuidad de bravatas al margen, predesayuno el zumo de un limón rebajado con agua filtrada por una jarra con nombre de meretriz, a continuación me dedico un tercio de café que muelo tres veces por semana y dos tostadas del tamaño de una compresa que chorrean aceite de oliva, miel de encina y el certificado de mi primera equivocación: acostumbrado a modelarlo yo, confundí en el estante el pan de nueces que buscaba en reemplazo del casero con este raterillo adoquín de linaza. Consulto en la Gran enciclopedia de las plantas medicinales del docto Berdonces que la semilla de lino contiene, entre otras virtuosas sustancias, ácido cianhídrico, pero al estar presente en trazas su potencial contribución al bienestar de la especie resulta despreciable. Mientras degluto con infantil alegría la farinácea refacción, anoto la frase que en la víspera no llegué a fijar acerca de la timidez, a la que imaginé como un huevo de granito que debe romperse para nacer de verdad a las mentiras del mundo real. De niño fui un hipertímido, un pozo emocional para mí mismo que por horror escénico ocultaba de la auscultación ajena con enormes dificultades de autocensura que no impedían, por otra parte, darme de sibilino al fornicio con toallas, servilletas y otros artículos textiles extendidos sobre el pisadero. Logré consolidar en el consciente estos recuerdos prematuros, anteriores a la escolarización, gracias a las sabias imágenes evocadas por mi abuela, que su Dios la tenga en gloria. Para tales ejercicios de coyunda algodonosa concentrábame en el primer juguete que tengo la certeza de haber manejado después del caballito rojo de muelles: un payaso bohemio debidamente engalanado con una lata de tomate derrengada a sus pies, tumefactas botas descapotables, birrete de talla microcefálica y, en perenne función de báculo, un paraguas estampado de naturalezas más decaídas que el maquillaje de un rostro obligado a la sonrisa indiscriminada, fatalmente detenida en una causa que me ocupaba de tantear repleta de excitantes posibilidades. Por inverosímil que suene a los puritanos, los primeros muñecos irradian una carga erótica que hemos de reformular durante el resto de la existencia. Medito a través de ello con el último trago de arábica en sincrónica celebración por haberme decidido a desempañar las ventanas; la luz matinal puede cosquillearme diáfana, libre al fin de cagaditas de mosca y huellas de macho cabrío, pues a pesar de lo que murmuren mis difamadores soy un tipo alegre que se ha habituado a cantar en la ducha y tocar dionisíacamente las palmas con los pies, que no siento reparo en enguantarme para la ocasión con calcetines de piel de ornitorrinco. Casi de seguido, acudo a retratarme de posaderas con un ímpetu polifónico perfectamente afinado que ya quisiera el Sumo Pontífice, y aunque me vaya a duchar cuando silencie la barahúnda de rutinas, encuentro con sentido consentirme una entrevista de bidé, a un periquete del cepillado ritual de mandíbulas con peróxido de hidrógeno —los dentífricos son productos inútiles, salvo para estandarizar alientos y sobredosificarse de flúor—. Aclarada la espuma bactericida, con el sabor tropical del eugenol que segrega un clavo náufrago en mi saliva, corro a colgarme de la barra de dominadas, donde cuento hasta treinta izadas sabiendo que nada define más por menos. ¡Qué gran soldado hubiera sido sin mandos! Enciendo de un salto el ordenador, una pasada tecnológica hace siete años. Ejecuto algunas tareas de pacotilla pantalla mediante, las ventilo en un intervalo de varios prolíficos minutos que duran segundos y me cuelo por el tubo colorao buscando en las vistas previas una estación de paso que maximice los esplendores de la maravilla orgánica que conocemos como hembras. Prisionero alígero de una premura totalmente innecesaria, me decanto por un clásico, el de las tres damiselas que se aplican enemas con los cuartos traseros en una insuperable panorámica sonriente. Mácula maculando, la utopía se halla lista para el reciclaje entre los residuos más infectos de la civilización. Tantos siglos decantando alta cultura para llegar a la conclusión de que aquello que no imparte la experiencia, lo enseña el cine porno. Filosofía de vertedero para encontrarse atrapado bajo los arreos de un cambio insustancial de guión que permite por todo modo solo modos, gélidos o salaces, de contarse la película de siempre. Reconciliado con la entropía de mis instintos en honor a las intangibles libertinas de mi primera ofrenda seminal, agarro el monociclo para aleccionarme, por debajo de mis perspectivas, una intensa sesión de aplastamiento de gónadas. Como mi habilidad equilibrista no supera las cuatro pedaladas, pronto desisto. Me lanzo entonces a la piscina familiar, donde me mido el fondo con largos que no tengo la desfachatez de contar. A mi regreso, tiendo una lavadora de paños menores de espaldas al gualdo que, según declaran los canónicos climáticos, nos bajará el calentamiento local a consecuencia del calentamiento global. Me guarezco en casa, donde la ocarina yace a la primera vista para que procrastine mi procrastinación musical. Me podo el careto con la milimétrica ideal para seguir apaciguando facciones. Aspersión estuosa con gel de extracto de iris verde procedente de núbiles taheñas, atuendo de camuflaje cívico para cubrir desvergüenzas hecho el secado y de nuevo a internet, donde sorteo paradojas, visito actualizaciones y remezclo el octanaje de mi subjetividad furente con los motores de búsqueda booleana. Leo el excelente artículo que un artista desencajado ha escrito sobre el fenómeno diastrático bautizado como Generación Tippex, un subproducto con anteojeras homologadas por la ESO y cronológicamente posterior a la Generación Nocilla, con la que me podría untar por coincidencia de electrocuciones mediáticas, despistes educativos, fecha de salida uterina y óptica de bisagra inconformista amartelada entre lo analógico y lo digital. En sus filas me constan algunos talentos de pro que en esta plaza de lidiar ovejas llamada España torean con denodada personalidad, aunque los encuentro asaz endulzados de pop para mi gusto —ellos hablarían de referencias pulp, de estilo sampler o de eclosión subcultural— y, quizá, traumáticamente impostados por la época en la que un cambalache de cromos te podía transportar hasta un pico de felicidad tan alto como condimentar un capítulo de Curro Jiménez con un cacho de hogaza morena y grasiento chocolate de genealogía filibustera envuelta en presunciones extrafinas. Al trasluz de sus descomposiciones puedo verles las mañas con que renuevan los tótems imprescindibles para facilitar conectores de identidad a las masas y restaurar la comunidad de pulsiones conmutables, un pase ultramoderno destinado a follarse al pueblo a estilo perro y guiarlo en un olé al adúltero bodorrio... Mis respetos por una faena cuyo desenlace no comparto. Tengo mis autores talismán, cómo no, a quienes lo único que exijo es que estén muertos. Desconfío de mis coetáneos, especialmente si son homólogos; prefiero ser interrogado por voces de ultratumba. ¿Cuántas veces puede responderse a la misma pregunta? Infinidad, porque una pregunta planteada como el universo desmanda es un monstruo semántico que crece mordiéndose la cola para no dejarnos salir de nuestras propias trampas. Con cada acto creativo se prolonga el anhelo autobiográfico de desmembrarse, que es la forma más honesta de multiplicarse, y no es sino la pura necesidad de reconocerse la que nos lleva a profanar la blancura prístina del medio de expresión elegido. De repente tiendo a olvidar los rudimentos del lenguaje, velo como un alma en so pena de revelar sus penas y me limito a transcribir la fragancia de mi chicha requemada en el martirio de traducir la visión en concepto, el concepto en pensamiento y el pensamiento en verbo medianamente visionario. ¿Dónde quedan las acciones? Antes de que esté demasiado ebrio de no estarlo, debería mencionar que acabo de violar mi promesa de no gastar más dinero en libros en el momento aproximado de ser interrumpido por el señorito Uda, amiguísimo y viceabad de cónclaves superfluos, que entre asaltos a mi nevera y usurpación de especias ilegales viene a contarme chismes cuando el plato de arroz rosa —amorosa reacción entre lombarda y ácido cítrico— está sobre la mesa. Acerca de mi laburo, contra el que apresuro el torcimiento pasajero de estas líneas, no graznaré mucho: hasta un engendro borbónico podría realizarlo con soltura. Ave indoctrinada, llegaré tarde adrede para evitarme la dulzura de visaje medicamentoso y culo mal besado de mi patrona. Justo antes de partir, reparto el despacho instantáneo a mis atenciones distantes, nubes de charlas cruzadas que completo enzarzando esta minimáxima en el marbete del espionaje entre conocidos:
Gánase en fortaleza lo que no se teme perder
Por supuesto, All is vanity, vida y muerte entretejidas por Charles Allan Gilbert.
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