20.6.13

BARBECHO

Lloro torpemente, como si fuese la primera vez que no muero.
Félix Francisco CASANOVA
El don de Vorace

Todos estamos perdidos, pocos afianzamos el valor de admitirlo y menos aún el buen gusto de abandonar la esperanza de hallar de una salida. ¿Cuánto lo habré bramado? La batida del sentido, como cualquier otra búsqueda enconada, genera una lógica adictiva, una bulimia específica que nada tiene de especial salvo su causa, pues en sus efectos se iguala con la voracidad elemental que quien la padece aduce en seguimiento de una propensión congénita. En el sistema humano de depredaciones sin paréntesis y disidencias controladas, querer ganar es confesar la derrota por anticipado. Según Baudelaire, quizá sin sorna, «el gusto por la ganancia productiva debe reemplazar, en el hombre maduro, el gusto por la pérdida». Para La Rochefoucauld, empero, «ganaríamos más dejándonos ver tal y como somos que intentando aparentar lo que no somos». «La ganancia es insaciable», opinaba Pítaco, uno de los siete sabios de Grecia; otro de ellos, Quilón, señaló con un enfoque complementario esta advertencia sobre las victorias de pedestal ultrajante: «Elige antes un castigo que una ganancia vergonzosa. Lo uno aflige una sola vez, y lo otro para siempre». No estoy muy seguro de que un castigo escandaloso no mancille la conciencia del agraviado hasta que la tumba lo desmemorie, pero dejémonos de verbos ruiseñores para volver a devanar la sutura.

Para mí —acabo de iniciar una frase en desgracia con estas dos palabrejas—, ni siquiera tener el triunfo asegurado justifica la guerra cuando no existe la necesidad de repeler al enemigo o de tomar una venganza proporcional contra las vejaciones que haya podido causar. No por espolear el ardor frente a las actitudes flébiles que alardean de pacifismo, sino en un primer asalto para evitar sus insanias, mejor exponerse a ser temido que compadecido, y si la contienda se resuelve a nuestro favor, un sentir no desmochado mostrará como preferible el acto de acabar con el adversario que no se humilla a pedir clemencia, que el desacierto de sembrar rencores en su ánimo por allanarse a apiadarlo. En cualquier posición conflictiva, más en la subordinada que en la aplaudida, luce superior la dentellada exacta que ladrar coagulado de miedo a la espera de una caricia tranquilizadora. El canguelo nunca es un aliado, ni para quien lo azuza ni para quien pegajosamente lo carga. Y si alguna providencia disfrazada de diablo musita que no es así, que las aprensiones pueden domesticarse, rómpase una decisión que lo demuestre: la incertidumbre es peor que la desdicha porque los temores reales rara vez superan a los imaginarios; tan importante como conocerse a sí mismo es atacar la ocasión próspera para desconocerse, para ponerse en barbecho.

En una sociedad perfectamente imperfecta, dispuesta a jugar con las destrezas del equívoco, la eminencia estética de las acciones habría de legislar sobre las muecas, calenturas y calambres de la moral.

Derritiéndose, Hope de Simon Siwak.

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