El principio de legitimidad ha terminado por convertir las leyes en pastelería industrial y a los gobiernos en pasteleros de malas hostias.
Raúl SÁNCHEZ
En Europa, no se vivían tan buenos tiempos para la lírica desde los romances de Stalin con el gulag. Con el chantaje de la seguridad ciudadana y las coacciones de la estabilidad presupuestaria, que se agravan con el imperativo latente de preservar nuestras aparatosas ruinas a la posteridad, cualquier atentado contra las generaciones presentes es factible; uno de los mayores, por la ilegítima legitimación de hechos consumados que exuda su planteamiento, señalar como terrorista al disidente mientras no consiga demostrar lo contrario, sea por sus acciones reacias a ensalivar las almorranas del cacique o por las pretensiones de sus salidas tangenciales de pensamiento. Prueba de ello, el actual equivalente a la ley Corcuera de 1992 para perseguir sospechosos a través del ámbito virtual, una nueva parida desabortada por el ministro Gallardón que, siempre tan clueco, siempre tan encrestado, se propone cacarearnos después de haber exprimido su agenda de devociones hasta encontrar su inclusivo Monte de los Olivos en nuestras libertades. Aunque lo vemos desatado, es el mismo poco gallardo zorrón sobre el que Juan José Millás advertía, hace varios años, que «si unos extraterrestres de derechas hubieran diseñado un Caballo de Troya para invadir la Tierra, les habría salido Ruiz-Gallardón». Por entonces, parecía un personaje que quintaesenciaba con paciencia la sal y el azúcar de la política morigerada, un tartufo metódico comparable en su trayectoria individual al catálogo de desdoblamientos morales que el Vaticano oferta dentro de las instituciones de referencia consagradas al animismo de lucro. Desde el principio, cuando empezó a descollar, anticipé que siendo un cánido de los de tragarse el ladrido por gruñirlo para sí, habría de esperarse lo peor al menor ataque propicio por la espalda. Otro hazañoso segundón en la línea trapacera del difunto Generalito o de Aznar, el androide de microprocesadores gorjeantes. En España esto nos pasa (y digo esto por evitar hablar de sodomización civil) porque estamos desrazados, interaislados, arrojados al terruño como expósitos de nacionalidad. Cualquier estudioso del ruedo ibérico sabe que la expansión a fuerza de mestizajes se ha usado desde antaño como una herramienta natural de conquista con la que roturar política y culturalmente los territorios patrios, en un primer avance los peninsulares, seguidos con diferente grado de éxito por los archipiélagos y las abandonadas colonias imperiales. Más aún que en las fecundas regiones de ultramar que dieron motivo a Carlos I para flipar según ley de pureza alemana el lema de nuestro escudo, aquí se ha hecho país a golpe de extractivas cruzadas y apaisados cruzamientos, de santos tribunales y devotos cipotazos; por aquí, yo el primero, todos somos odaliscas con genética ladina de término medio procedente de cristianos viejos, judíos obsesivos, musulmanes rijosos y corsarios berberiscos, por no rememorar las lechadas acumulativas de suevos, vándalos, alanos, gitanos, romanos, cartagineses, celtas, íberos, griegos y fenicios, a las que habría que añadir las recientes incursiones de moros, chinos, rumanos y primos bastardos de las Indias latinas. Gazapo tras gazapo, que para eso se trata de un solar cuniculoso (Hispania significa lugar abundante en conejos), inseminaciones las hay en esta piel de cornudo para todos los disgustos.
«Sólo los ricos pueden permitirse el lujo de no tener patria», señalaba Ramiro Ledesma, quien además de escribir bien y pensar a su aire revuelto de motocicleta, tenía como cierta la muy pertinente premisa de que «la oposición a la democracia burguesa y parlamentaria es la oposición a los poderes feudalistas de la sociedad actual». No escasamente se han exagerado las bondades de la demagogia parlamentaria a petición de las cúpulas mimadas por la economía capitalista durante la última centuria; quizá más que el agigantado esputo de tergiversación contra las estrecheces del feudalismo medieval estirado por las plumas de los principales ideólogos de la modernidad. Desbastemos, por tanto, la comparación hecha por Ledesma: antes que un remanente feudal, esos poderes que denuncia en la sombra del régimen burgués obedecen a racionalizados criterios instrumentalistas, precarizadores, que se desentienden cristiana o científicamente, tanto da, de sus reemplazables vasallos.
Encontrando lo que no buscaba, he vuelto a recordar la observación que hizo Gracián acerca del carácter de sus paisanos: «Abrazan todo lo extranjero, pero no estiman lo propio. No son muy crecidos de cuerpo, pero de grande ánimo. Son poco apasionados por su patria, y trasplantados son mejores». Cuando alguien me pregunta por qué no tengo hijos, suelo responder que no encuentro un padre digno; cambiando el género del progenitor, contestaría de igual manera si me inquiriesen por qué me aflijo forastero en mi rimbombante cortijo natal. Desarraigado en cualquier suelo salvo en la Luna que no piso, hay días en que me siento tan patriota que quisiera sumar al cielo, cabeza por cabeza, a los tratantes de ruindad que nos restan en sus macelos por el productivo gobierno del interés general.
Así como aquí abajo, arde arriba el Apocalypse de Albert Godwin.
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