8.6.13

LA ISLA DE LOS NECIOS

No sentía sed ni hambre. No sentía nada, aparte de una indiferencia general por la vida y la muerte. Pensé que me estaba muriendo. Y esa idea me llenó de una extraña y oscura esperanza.
Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ
Relato de un náufrago

Me hubiera gustado encabezar la pieza con la frase que Romain Rolland depositó en su Clerambault, novela que narra las antinomias de su protagonista, un tipo pacífico y sensible, cuando es empujado a la guerra contra el invasor; sin embargo, al haber amanecido estampada en un blog cuya calidad aforística invita a posar con frecuencia la mirada, la deshojaré de segundas intenciones para que no se me acuse de plagiario: «Todo verdadero hombre debe aprender a quedarse solo en medio de todos, a pensar por todos y, si fuera preciso, contra todos». Así es, en efecto, como me veo de ordinario entre mis coetáneos, y así fue como no pude evitarme ser visto en cierta ocasión fértil para criar presunción de personajes. Se me exigió el trámite de rellenar un cuestionario que, al parecer, serviría de carta de presentación y salvoconducto para moverme libremente por un sitio dedicado en exclusiva a establecer reinos de taifas sexuales. A las pocas horas de mi recorrido, la previsible decepción se cumplió, y como cualquier empresa alimentada con el combustible desmañado de la concupiscencia, comprobé que los acordes insinuantes de su escenificación publicitaria prometían más intensidad de la que realmente favorecían sus apretados confines, infestados de travestidos, vestales con remiendo, hetairas sin remedio y nuncafollistas, pero esta objetable industriosidad de fiascos promete bocado para otro pasto...

Siendo corriente en su planteamiento, obtener el moliente de una de las preguntas del mencionado sondeo me dio demasiadas excrecencias en las que cavilar: tres cosas para llevar a una isla desierta. De entrada, aunque sea obvio, quise entender que desierta se refería por adjetivación a un lugar despoblado, no al territorio donde lo mineral ahoga lo biológico. Tomando como válido este punto de partida, la cuestión no resultaba, ni remotamente, fácil de dirimir, pues a poco que se la explore nos sorprenderemos implicados en enormes desafíos lógicos que desencadenan, a su vez, nuevas series de interrogantes, a cual más capcioso. Para contextualizar correctamente la pesquisa, habría que determinar si se trata de un retiro voluntario con posibilidad de regreso tras un plazo concretado de antemano, o si se ha llegado a la ínsula a consecuencia de un exilio impuesto por circunstancias adversas, quizá huyendo de una hecatombe o cumpliendo una condena de ostracismo. Al mismo tiempo, centrándonos en la estricta semántica del asunto, ¿qué hay que objetivar como cosa? ¿Un dispositivo integrado por varios elementos, como por ejemplo un ultraligero con el depósito lleno, constituye una sola cosa o hay que rechazarlo por ser un complejo de muchas con funciones claramente diferenciadas? Si hacemos predominar la simplicidad rechazando, por continuar con mi variable, cualquier vehículo apto para volver al continente por aire o agua; si aceptamos que quedaremos excluidos del mundo durante un lapso indefinido —es el espectáculo que todos esperan, ¿no?— en una latitud provista de flora y fauna clemente; si las tres cosas que constituirán nuestro breve equipamiento deben ser cómodamente transportables por la fuerza de un solo hombre, nos situamos frente al problema de la subsistencia con sus dos vertientes principales: la relacionada con las necesidades puramente somáticas, y la anímica. Atendiendo a la primera, un cuchillo Bowie, un encendedor y un saco de dormir serían muy útiles, sobre todo porque en la entretela del último podríamos ocultar una Biblia —vale, no cuela—. No menos interesante sería llevar un lote de semillas —cereales, hortalizas y plantas medicinales— aptas para crecer en el clima isleño, que por otra parte tampoco servirían de ayuda si mientras tanto no tenemos con qué alimentarnos, ¿o se nos supone una destreza innata para cazar, pescar y reconocer vegetales comestibles entre otros muchos tóxicos para el organismo, despreciables por su falta de nutrientes o desagradables al paladar? Con franqueza, creo que lo que en ningún caso debería faltar es una dosis letal de morfina por si nuestras tentativas de supervivencia se frustran. Mejor morir con santidad opiácea que perecer de ímproba consunción. Y para los consuelos y distracciones del ánimo, la verdad, no me veo auxiliado en los paraísos digitales de un smartphone, un ipad, un ereader o cualquier otro ingenio de pantalla hechicera que pudiera recargar con un pequeño generador solar. Enjuto de carnes y frondoso de pensamiento, ni siquiera tendría necesidad de libros para nutrir la soledad de mi espíritu. Sería estupendo poder afirmar que me bastaría la contemplación del firmamento para cubrir este menester; estupendo y, además, completamente falso. Sabiendo que lo mejor es que lo peor está por llegar, pronto me cansaría de obligarme a fingir una razón vital para seguir; no por ser propenso al pusilánime desdén, sino porque con denuedo o sin él, ante una situación donde la única recompensa es ir durando maltrecho, nada habría ya que desdeñar. 

Como provisión llamativa de los restos de un naufragio, me vienen a la memoria algunos retales de un ensayito de Stanislaw Lem que leí cuando era viejo. Incluido en su poliscópica colección de relatos Vacío perfecto, en él se analizaba la experiencia de Robinson, el famoso personaje de Defoe —prolongado por la imaginaria versión de Marcel Coscat—, como la alucinación de un ser hambriento a nivel cognitivo de participar en las convenciones de la teatralidad social, por lo que su excepcional aventura vuelve a ser interpretada en clave de autosimulación. Según esta premisa, Viernes fue uno de los inventos suplementarios de su psique para hacerle más soportable la crudeza del aislamiento, que en una fase inicial le induce a sentirse asediado por desconocidos que lo solicitan en sueños para formularle consultas cuya solución ignora hasta que ellos mismos las zanjan. Carente de contacto con el prójimo, el abandono terminará por deslizarlo hacia un estado extremo habitado por criaturas emergentes, producto de multiplicar vigilia hermética y afanosa ensoñación, en el que sus visitantes figurados adquieren entidad propia. «Puesto que estoy solo —comenta el Robinson que Lem atribuye a Coscat—, no tengo que hacer caso de nadie; pero, como sé que para mí la consciencia de estar solo es un veneno, decido no estar solo. Reconozco que no me puedo permitir el lujo de la presencia de Dios, lo que no significa que no me pueda permitir la de Nadie». Meditar en esta especie de síndrome de abstinencia civil me ha hecho el exhecho de concebir otros derroteros distantes de la urgencia original de entregarme por vencido en la respuesta. ¿Tres cosas para llevar conmigo? Puede que una me colme: la fantástica certeza de que todo lo que hace humano al humano no es humano; el escabroso esfuerzo de haber comprendido que todo lo que el humano hace con el medio es un medio con el que se hace la naturaleza que lo contiene. En definitiva y a pesar de mis pensares, a una isla desierta me llevaría la colonizadora virulencia de un taumaturgo. Hipnotizaría la sede geográfica de esta Venecia sin gente grano a grano, hoja a hoja, bicho a bicho, para que estallara salvajemente convertida en un volcán que me hiciera un traje de lava a la medida.

¿Consentirían las femilistas que me llevara a una mujer como la Viuda india de Joseph Wright?

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