Dadme la prosperidad que viene de los dioses, y tenga
ante los hombres por siempre un honrado renombre,
que de tal modo sea mis amigos dulce y a mi enemigo amargo,
respetado por unos, terrible a los otros mi persona.
SOLÓN
A las Musas
El agua y el fuego volvieron a enlazarse en los veneros del reloj solar. Era perentorio esconder a mi hermana menor sin facilitar pistas a los delatores: las autoridades palaciegas habían decretado que las doncellas y mujeres en edad núbil permanecieran encerradas en sus casas a la espera de los alguaciles para ser conducidas ante el Pontífice Arconte, que como en una versión macabra del famoso cuento, buscaba a la enigmática Cenicienta fugada de su última bacanal de disfraces. Poseída seguramente contra su voluntad, según rumores había gozado en los desgarros de su sexo de un estado de gracia que ansiaba repetir, aunque lo más probable es que su único propósito fuera calzarse a todas las mozas de la región que presentaran a los sentidos la salaz alianza entre unas formas sugestivas de contemplar y un palpar suculento. Habíamos visto a damas de alcurnia más ilustre que la nuestra pudrirse en la picota por desagradar al tirano en alguna de sus caprichosas convocatorias; la sed de esta capitaleja rastrera la abrevan sangre de nobles y plebeyos por igual, y la chusma, arruinada moralmente por la costumbre de congraciarse con el poder aun calumniando al vecino, no vacila en hacer lanzadas a moro muerto cuando la ocasión abre cauce público a esas emociones arpías cebadas con envidias y canguelos, pues las vilezas conjuntadas arraigan mejor en el ánimo perverso que por separado. Ni siquiera el apreciado gremio de los orzeros, encargado del misterioso cultivo de licorolas cuyas virtudes euforizantes desprovistas de resaca los hacía merecedores de un prestigio quizá sólo superado por la hermandad de los polímatas, estaba exento de sufrir el más fiero de los castigos cuando cofrades y navarcas, mano y garra del arcontado, entraban en desaire. A tenor de estos precedentes, el pregón del edicto presagiaba una amenaza insoslayable, y apremiados por su inminencia decidimos refugiarnos en el palacete que una disputa familiar por una herencia había dejado deshabitado en La Marca, franja de tierra limítrofe con las estepas pobladas por caníbales de piel caoba y rasgos prominentes donde las falanges de mercenarios mal pagados rara vez osan penetrar.
Los dioses, a quienes nunca rezamos ni imprecamos, fueron favorables a nuestra evasión no menos que los corceles herrados con leales doblones para franquear las puertas del burgo. Partimos a galope tendido: no era desestimable que algún espía nos siguiera de cerca en pos de una ración de oro, pero lo que encontramos al llegar acaso fuera peor que exponerse en los salones al ultraje de los grandes: una numerosa tribu de hombres embadurnados con légamo en señal de beligerancia acampaba junto al sistema amurallado que guarecía los jardines de la mansión y servía de veto a los feudos sometidos al pritaneo. Dicho sistema estaba modelado con una característica arcilla teñida de almagre formando una serie concéntrica de aletas escalonadas que, vistas desde el cenit, no escatimarían semejanzas con las motillas prehistóricas, así como estas recuerdan en su distribución de áreas y estructuras internas al corte transversal de la típica célula animal. La estrategia que los salvajes habían adoptado para iniciar su campaña de asalto a los territorios de La Marca se anunciaba, cuando menos, curiosa: por el día se replegaban al dédalo de sus galerías excavadas en la greda, verdaderamente inexpugnables, y al llegar las tinieblas se distribuían en filas anexas al cerco para dormir en pelotón, convencidos de que la fuerza aunada de sus sueños los haría invencibles.
Durante la noche que siguió a nuestra ocupación de la finca, creyéndome protegido por los amigos y parientes que cubrían mis espaldas armados con mosquetes desde el alminar, decidí merodear al otro lado de la frontera. Mi cautela extrema no impidió que mi olor corporal alertara a algunos guerreros del clan, que de inmediato echaron a correr con la intención de apresarme, y sin duda lo hubieran conseguido de no ser porque al sortear las barreras de contención puse de manifiesto alguna cualidad, o ejecuté una secuencia de movimientos, que interpretaron colectivamente como un signo sagrado. Sorprendido por su repentino cambio de actitud y con la empática seguridad de que no se trataba de una estratagema para darme caza, entendí que prolongar mi carrera era inútil y adopté un paso normal cuando todavía me quedaba un largo trecho de retorno. Por el camino, me crucé con varios nativos que, saliendo de sus escondites, podían haberme atacado por sorpresa; lejos de hacerlo, me saludaron palmeándome los hombros y acariciando mis manos, como si representara para ellos la majestad encarnada de un tótem, gestos que correspondí en todo momento con un agradecimiento natural impregnado de la atmósfera mágica que presidía el ritual por completo ignoto para mí. Al salvar el umbral que me devolvía a la barbarie civilizada, los soñadores desvelados, perfectamente alineados bajo el inmenso erizo de sus lanzas, dizque me ofrendaban la auscultación impresa en sus ígneas, exaltadas miradas de masticadores de hombres.
Diluimos como mejor supimos varias jornadas entre turnos de vigilancia, frecuentes visitas a la magnífica bodega y otras zarandajas hasta que el influjo del plenilunio me reanimó el prurito de mezclarme con los antropófagos. Sin ningún cuidado, con el afán casi suicida de ponerme a prueba más allá de lo que había menester, volví a interrumpir con mi presencia su duermevela táctica. Intruso entre los metecos, toleraron que recorriera los aledaños de su acantonamiento rodeándome como una jauría de mastines a un lobo al que su coraje señero de poco le valió frente a la nueva condición que se le impuso: usando un dedo índice a guisa de llave sobre uno de mis discos intervertebrales, un brujo me efectuó una humillante evicción raquídea que le permitía pilotar mis extremidades cual si fueran las obedientes partes de un mecanismo de poleas y engranajes. Cuando lo consideró oportuno, me liberó, quedándome por consecuencia de la singular operación un orificio mínimo, del tamaño de una roncha, idéntico al que exhibían todos ellos, como advertí estupefacto en ese mismo instante... justo antes de despertar.
Decocción de las almas en los calderos infernales según la enciclopedia medieval Hortus deliciarum, obra profusamente iluminada sobre textos de la abadesa Herrada de Hohenbourg, también conocida como Herrada de Landsberg.
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