1.5.13

TOCARLE LOS IRIS AL VIGÍA

Jacek Yerka, Chmurolamacz
Quien hace la historia apenas la comprende, y quien participa en ella, de cualquier manera que sea, es o su víctima o su cómplice. Sólo el grado de nuestro desengaño garantiza la objetividad de nuestros juicios.
Emil CIORAN
Ejercicios de admiración

La vida en un bosque termina por retorcerse claustrofóbica, con toda esa milicia de árboles dispares que derramándose al cielo ciñen las asimetrías temblorosas de sus huestes alrededor de los sentidos, para los que cocerse en su propio jugo, como galaxias dentro de una olla a presión, forma rozaduras de estupor salvo en el claro donde el estímulo se afloja. Por motivos opuestos, en la llanura la vida se vuelve pasmo vertical presa del mordisco de un horizonte digerible únicamente a pedazos, en gajos abovedados de perspectiva sobre los que la mirada, siempre que se posa, vaciándose de proporciones llena su fantasía con las insinuaciones ilimitadas del paisaje minúsculo que la rodea. Cuando el viento invade el páramo, lo que rara vez deja de ocurrir, hasta la intimidad se siente violada en sus recónditas cadencias por una fuerza irreprimible de la que no puede desoírse su agitación para secar el alma del cuerpo mientras pone un grano de obsesión en cada pensamiento.

De vivir en una ciudad populosa, ni hablo: no es lugar para mí, que necesito amplitudes silenciosas de atención para duendear al aire limpio, despejado de respiraciones homínidas, en el que me desatravieso las complicaciones de ser siervo y soberano en tierra extraña, pues en las porquerizas rectilíneas del trazado urbano se izó el olvido de que la mano no está hecha para el guante, sino al revés. ¿Y en la costa? No poco de lo referido sobre la llanura es aplicable a las extensiones marinas, con el agravante de monotonía que impone el ritmo machacón de su proximidad al abrochar de confín el continente, perturbador efecto que al sumarse a la coqueta distorsión de la bóveda refractada en las aguas y la humedad que emborrona los parajes colindantes termina por reblandecer al morador, crustáceo provisto humanamente de un caparazón salino que retiene la papilla resultante de su vida interior sometida a tan magnas escenografías. Quizá en un faro abandonado, austera y turbiamente lejos de las playas donde se marisca el turisteo, podría embriagarme en compañía de las olas sin marear resaca de rumores oceánicos.

Lo mejor sería habitar en la cresta más garbosa de una montaña, al amparo de un peñón u otro abrigo natural desde el que puedan reconciliarse, sin más violencia que un rayo de vista, los valles y planicies que desnudan el tapiz de sus secretos a las cumbres para poder transcurrirlos, con ojos cálidos, en la quietud felizmente ilusoria de un plano distante, aunque se contemple a un tiro de pensamiento. Allí, entre sima y cima, anida esbelto el sentimiento de la indomable presencia que no cabe en sí por ganar a no jugarse dueña de la situación.

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