8.5.13

REABRIR BRECHAS

Entienda de una vez, ustedes son poderosos en tanto que no le hayan quitado todo a la gente. La persona a quien le hayan quitado todo, como a mí, ya no está en su poder. Es libre otra vez.
Alexander SOLZHENITSYN
El primer círculo

Tengo un amigo que ha trabajado como operario durante años para una de las mayores empresas de un prominente capo del sector alimentario. Pese al superávit, el patrón orientó sus naves según el viento dominante y dictó un ERE en el que la pareja de mi estimado, que trabajaba con él en idéntica categoría profesional, fue expulsada en condiciones infamantes junto a otros cientos de curritos. Ante la ofensa, él prefirió trocar la indignación en amor y pidió formalmente al responsable de la tropelía la informalidad de permutar el destino de su compañera. Al principio no obtuvo respuesta, pero insistió, manteniendo en todo momento la corrección del tono y propiedad de las palabras. Días después, la bicicleta en la que se desplazaba diariamente a la planta de envasado apareció pinchada en el aparcamiento con un pósit rosa en el que algún mandado había escrito NO MOLESTES MÁS, IDIOTA. Fue entonces cuando solicitó mi colaboración creativa para dirigirle una carta de despido al Gran Jefe. De las tres versiones que compuse, esta fue la que entregó:

Vienes y vas a tus anchas pisando mis estrechuras, enchulado al cuadrado por exhibirte bucanero augusto de tu hacienda musculosa. Crees que nunca serás forúnculo en tierra extraña porque a tu paso se abren fácilmente todas las puertas y del proceloso negocio siempre arribas a buen puerto como a chocho efervescente de soñarte, pero lo crees porque no entiendes, con la gravedad difusa del conflicto, que raramente verás franqueada la estima verdadera, la que no hace precios de reverencias, porque lo creas o no allí donde fueres serás odiado por los más, quienes te maldicen por costumbre a tus espaldas y a veces, también, a la cara, cuando se alzan al no seguir dispuestos a perderse el respeto que tus trampas de cacique han mancillado. Maldito eres —y no lo aplaudo— por ser un blanco magnífico para esa envidia ordinaria cuyos condimentos no entran en mi dieta a pesar de habérmela recalentado en frecuentes ocasiones; la carga explosiva de dicho estigma es baladí comparada con el hipermundo que te has labrado con el oro que arrancaste a otros de sus carnes, porque aún más maldito serás —y no lo lamento— por otras razones que se contagian de corazón cuando uno se ha hecho inmune a la codicia, tu indigente diosa del dame más.

Exprimes al máximo la lámpara maravillosa de tu fortuna para pagar un mínimo por la actividad productiva de mi organismo hasta conducirlo a su avería, aprovechándote de la calle monstruosa que me engullirá si desdeño putearme barato. ¿De quién será la culpa que te apresuras a hacer mía?

Posees, pose que sabes, el mal gusto de carecer de la presencia de ánimo necesaria no ya para dictarme órdenes contra mi conciencia, sino para igualar a pulso la entereza con que noblemente, sin pedirte nada, renuncio al juego terrorífico de tus contratos emboscada, libre de acatar mi valor a la intemperie por no ganarme la rutina sepultada en vida de ganarte opulencias. ¿Comprendes? ¡Soy yo el que te despide! Estoy tan poco interesado en pavimentar el éxito de un mediocre, como tú en poner a tu servicio a alguien que empieza por despreciarte con su indocilidad y después, en el mamífero tú a tú, te insinúa sombras con formas que no sospechas por sospecharlas dignas de temer.

El sentimiento de aversión que experimentas ahora es mutuo, no te quepa duda, con la diferencia incalculable de que tengo poderosos motivos para prevenirme contra ti y tú apenas disimulas la impotencia autoritaria, hueca de hambrienta arrogancia, que te corroe cada vez que ves reflejado en la cara involuntaria de tus subordinados ese saco de mierda asegurado en Suiza en el que perfectamente te reconoces.

Segundo episodio del panel de cuatro escenas Nastagio degli Onesti de Botticelli. El argumento de la historia puede seguirse en la página que le dedica el Museo del Prado, donde se conservan las tres primeras partes de la obra.

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