Lovis Corinth, Caín |
Bertrand RUSSELL
Por qué no soy cristiano
La impotencia del orgullo herido induce a acusar a otros de los propios fallos, pero al culpable que así se descarga de responsabilidad terminan por perderle, como al criminal pomposo, los recovecos de la vanidad. El cristianismo no es una excepción, sino quizá el más notorio ejercicio colectivo de este mecanismo tan engorrosamente habitual de proyección, un egrégoro patológico que manifiesta en el integrismo católico su enconado sistema de envenenamiento emocional. Para mí, un católico exaltado nunca dejará de desprender una pestilencia moral equiparable a la que un judío percibe en presencia de un neonazi, o un represaliado por el nacionalchabacanismo de Paquito —otro tiranuelo monórquido con baraka— ante el Valle de los Caídos.
El individuo sólo llega a descubrir diáfanamente si por sus venas corre un resto de divinidad o un reguero de mierda cuando las inclemencias de la existencia lo empujan fuera del cobijo de sus límites. Para cualquier sujeto dotado de un nivel aceptable de conciencia de la realidad, el acto de hacerle otro hijo al mundo representa uno de esos límites vulnerados de modo tanto más dramático dada la imposibilidad de impugnarlo tras el alumbramiento, mientras que para un cristiano apenas reviste el vulgar carácter de una obligación, es el producto homologado de poner los órganos reproductores como sucursales abiertas al servicio del Creador.
Un básico e impostergable control de natalidad habría de velar por establecer un mínimo cualitativo en el ámbito del hogar donde ha de criarse la descendencia, exigencia que implicaría en orden prioritario exámenes de capacitación a los progenitores, similares en algunos aspectos a los vigentes para los trámites de adopción, en los que se tendrían que evaluar, principal pero no únicamente, la estabilidad anímica, el compromiso afectivo, el nivel cultural, la solvencia económica y, por encima de lo demás, la madurez mental. Por sí solo, este último requisito bastaría para excluir a los padres y aspirantes a serlo que demuestren conducir sus almas con propensión al ardor católico. Sin embargo, la cristiandad en general y los católicos en especial son uno de los grupos humanos más feraces, y no en vano, pues si los índices elevados de natalidad constituyen un acontecimiento ordinario entre gente modrega, en este caso, por añadidura, se trata de ampliar el alcance fáctico, bioinvasivo, de una parentela peligrosa; peligrosa y asaz costosa: cual agente contaminante, animando a la utopía celeste mediante la multiplicación de los miserables en el agreste, así funciona in saecula saeculorum la estrategia vaticana de dominación mundial.
James Tissot, Jésus porté sur le pinacle du Temple |
Haciendo cuentas al margen de estas afrentas legislativas, los 11.337.100.000 € troceados entre los 46.818.200 deshumanizados que componemos la población española según el INE, arrojan un resultado aproximado de 242,15 € anuales por orto. Algunos pensarán que no es tanto y, ciertamente, no me extraña: hoy día, a cualquier excreción sumisa la llaman pensamiento.
Ahora, si me lo permiten —y si no, con mayor énfasis lo adelanto— haré un expletivo voto nulo de silencio para limpiarme la caricatura de sermón que bien podría aprovechar para dar ejemplo de axiomático mutismo a los espíritus miniaturizados por el vicio de la fe que se cobran por la jeta cada mejilla del prójimo. Cállese lo que se calle o dígase lo que se diga, para estos incorregibles villanos no hay mejor dechado de sensibilidad barroca que la elevación de mi santa polla. ¡Dios te salve, Reina y Madre de misericordia!
No podrìa estar mas de acuerdo con vos en todo,solo me quedarìa por decirle "Amèn"
ResponderEliminarAsí sea, mi buena cómplice.
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