13.5.13

MAÑANITA DE DOMINGO

Derecho, siempre adelante, no se puede ir muy lejos.
Antoine de SAINT-EXUPÉRY
El Principito

Los menos ariscos impacientes del centro de desmonificación han salido en desdentada jauría a pasear sus ultracuerpos en un radio de diezmil tiros de roca, lo que incluye por la tangente a mi morada que quisiera enjalbegada de invisible ultravioleta. Precediendo a la prosodia pringosa de laringes chapadas en aluminio al tizón percibo el mosqueo elocuente de los perros de la vecindad, que huelen el tufo de las malas intenciones antes de ponerles cara. Nítidos a través de la cefalea proferida por un éxito musical que rechina carcasas de telefonía a todo volumen, distingo los versos blancos de un negro presagio:

—Esta casa seguro que mola.
—Parece fácil.
—Mejor pedir perdón que permiso.

Y una orquesta de risas pastosas acude en refuerzo de la actitud que me suplanta las puntuales ganas de evacuar tras el desayuno por el desaire de que me jiñen encima. Son seis menos uno: al gordo sudoroso de pantalones caídos y lengua fofa no lo cuento, aunque su culo imponga por sí solo una monstruosidad pesada de eludir y su relleno la más hedionda promesa de amenaza. Sereno, como negando el crédito al suplicio de las retinas que me los sitúa descabalgando a lomos del seto, un relámpago de adrenalina me cruje al fin los nervios con meridiana resolución: «Coge la fusca que aún no has tenido cojones de enfocar contra una sucursal bancaria y pronuncia tu heraldo en el dialecto universal de la pólvora». En ausencia de falcata o de katana para invocar con honores a Ate, realizo la secuencia básica de ponerle cinco cartuchos al depósito —el orondo tendrá que conformarse con un culatazo— y un criscrás al guardamano. Aparte del albornoz deshilachado por mi gata y las babuchas de estilo papal que le compré a un musulmán con acento de curry, nada se interpone entre mi piel y el mundo.

—¿Ya no se lleva aquello de llamar a la puerta y enseñar la patita?

Se detienen. Tratan de localizar la procedencia de mi voz, que les sale al encuentro por una de las cuatro ventanas de la fachada.

—Tengo una amiga que desea conoceros.

Deliberadamente, mi disparo se pierde en busca de los cirros. Disfruto de la fuga atropellada con que rompen su avanzadilla a pesar de que los tímpanos me detonan fatalidad con una legión de zumbidos. No mataré a nadie desarmado, pero apunto en un acaso al que presenta hechuras de damajuana por si hubiera que desbravar con un certamen de eritrocitos otro conato de hostilidad.

—¡Bonitas espaldas para criar malvas!

Salgo muy en mis sosiegos en dirección a los bárbaros, que en la desbandada han quebrado sus lazos convenidos de criminalidad por el instintivo sálvese quien pueda. Contra todo pronóstico, el adiposo ha sido el primero en sortear la valla que separa mi morabito de la vereda —pobre bicho, he sido prejuicioso con él—. Cargo el siguiente proyectil saboreando al máximo el efecto psicológico del mecanismo.

—¡Largo! Me sobran razones para perder la cabeza.

El último asaltante queda atascado en las flores de forja de la cancela, de las que pende torpe y obstinadamente, como una garrapata mayúscula, mientras sus camaradas firman polvaredas de pezuñas a generosa distancia. Sin repensarlo, me apresuro al armario donde guardo los productos de limpieza y regreso con una botella de metanol que descargo sobre el furtivo.

—¿Tengo que pedirte permiso o disculpas?
—Por favor, por favor...
—No supliques a quien estabas dispuesto a hacer suplicar.

Al verme empuñar rumboso el mechero, líbrase del anzuelo en un santimecagüen y cae de testuz al otro lado. No es veloz y cojea, aunque con un yonqui cualquier apariencia notoria de lamentación suele ser disfraz de majadería. Apenas un centenar de metros después lo derribo echándole la zancadilla y muerde el trigal dejando sobre el verde ondulante el oprobio de un oscuro moteado: no está herido, es el miedo licuado que se le escapa por el rebosadero inferior. La ferocidad de mi mirada no apela al señorío facticio de la escopeta, que abandoné en el jardín al echarme a la carrera. Me basto de ojos cual dos serpentines al averno para provocar la rendición del intruso, cuya pasividad termina de enfurecerme por no dar juego de prestancia al desquite. Le salpico el mal menor de una eucaristía que me reboza la mano de mocos. Repito la obra pía hasta tres veces, tan ultrajantes para su orgullo como necesarias para atajarle la rinitis. Satisfecho por la mansedumbre obtenida sin mayores derramamientos, le arrojo al frontispicio una tableta de opio bien curado que tenía reservada para otras labores.

—Aficiónate a la humillación, porque no tiene remedio. Y recuérdale a tus amigotes que la única propiedad valiosa que hallarán en mi hogar soy yo —no mucho, la verdad, mas esto me lo muerdo.

Fresco de Andrea Mantegna para la Cámara de los esposos en el Palazzo Ducale de Mantua.

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