10.8.12

SED DE FUEGO


Donde mayor es el peligro está la mayor honra.
Marca de caballería

Las primeras restricciones que se hicieron en España a portar armas son anteriores a Felipe II, pero fue el rey Prudente quien al comienzo de su mandato amplió la prohibición de acarrear determinados sacametes y aparejos folloneros fáciles de ocultar por considerarlos proclives a usos traicioneros —como dagas, puñales y arcabuces pequeños—, cuya veda decidió extender en 1611 para que nadie pudiera llevar cuchillo suelto ni de otro modo, concediendo a los soldados el privilegio de la espada y de los restantes herrajes sanguinarios permitidos. Con los monarcas sucesivos, las pragmáticas que regulan la fabricación y posesión de artefactos robavidas se endurecen, y bajo el reinado de Carlos III las leyes castigan con pena de seis años de presidio a los nobles que las infrinjan, que se convierten en seis de minas si los transgresores son plebeyos. Incluso los cazadores son objeto de sanción, e igualmente los armeros, mercaderes y personas relacionadas con el negocio de esta clase de pertrechos, así como los cocheros, lacayos y criados de librea que, por los riesgos asociados a su oficio, se entiende habían menester de capacidad defensiva para repeler los frecuentes asaltos, una circunstancia que a la sazón no se juzgó eximente salvedad hecha de los referidos al servicio de la Casa Real, a quienes se les permitía tener arma blanca prendida a la cintura. A partir de entonces, las guerras civiles, revueltas y cambios de régimen que irrealizan más que resuelven ese galimatías que sigue siendo España, no hacen sino confirmar que los cuerpos policiales y las tropas del ejército cuentan con el monopolio de los medios ofensivos, una constante turiferaria en medio del fárrago de penurias y pérdidas coloniales que se enrancia en el tono sombrío del caciquismo provinciano. Posteriormente, también el gobierno desfalleciente de la Segunda República, con Manuel Azaña a la cabeza, demoró hasta el último momento la orden de suministrar armas a las masas obreras dispuestas a hacer frente a la sublevación militar por miedo a que los sectores más radicales aprovecharan la coyuntura de rechazar a los facinerosos para iniciar sus experimentos revolucionarios...

Baste este introito histórico para ilustrar que a medida que el poder central aprende a dotarse de estructura interna y gana, por consiguiente, presencia exterior, una de sus misiones prioritarias es desarmar a la población que vive en el territorio sometido a su gobierno. Desde los lejanos tiempos en que la autoridad política emprende el perfeccionamiento de sus técnicas de control con un aparato de Estado separado de la sociedad, se hace patente que un pueblo armado constituye una especie de milicia invicta; que las gentes que componen este imprevisible y no deliberado regimiento, de la misma forma que pueden atacarse entre sí por las rivalidades más ordinarias o los motivos más peregrinos, pueden dirigir sus fuerzas contra el alguacil encargado de velar por que las falsedades del orden se consoliden como una realidad inabordable. Ahora bien, para desguarnecer al individuo que aun en su mera virtualidad de voluntades es vigilado como un reducto de contrapoder, se necesita un pretexto que se haga valer como una urgencia colectiva, y nada mejor para ello que utilizar el profiláctico recurso de combatir la violencia criminal, en algunos casos estimulada tácita y tácticamente por otras vías por el mismo ejecutivo que se propone erradicarla. El éxito de tal maniobra de refrigeración de las costumbres se avala, sin precedentes que lo superen, en la docilidad presente obtenida tras el aleccionamiento secular. Condenados al pueril escarmiento de una tutela casi ubicua, la situación es tan degradante para los adultos de hoy, que no hablo ya del acceso a las armas de fuego, cada vez más limitado y comprometedor en nuestro país, sino del derecho ancestral a servirse del poder de las llamas en campo abierto, que aun invocado con fines estrictamente alimenticios o caloríficos se ha extinguido de un soplo con la pobre excusa de unos operarios abrasados por causas de sobra conocidas. Independencia requerida de lo que se opine al respecto, nada impugna que este hecho supone una victoria completa para la intensa campaña de desarme —otros dirán seguridad o pacificación social— iniciada siglos atrás. Y si la ley así lo dicta, para mí es letra arbitraria que sólo merece desacato, pues de ningún modo es lícito usar el error de unos pocos —sea freír un monte o quemar a balazos a un infeliz— como medida de corrección contra los demás: muy deficitario sentido de la justicia hay que tener para tragarse la infamia de hacer que justos paguen siempre por pecadores. Sin embargo, esta prerrogativa no es anecdótica y se engloba dentro de un conjunto de asaltos cometidos a instancias de un movimiento burocrático envolvente que, desde la desconfianza sistemática hacia el ciudadano, se va esmerando en despojar a cada uno de su soberanía y no da tregua hasta dejarlo legalmente al desnudo por todos los flancos. Asombra, por ejemplo, que se acepte como cosa normal que un sujeto que se enfunda varias raciones automáticas de muerte con su uniforme reglamentario esté autorizado para el ejercicio público de la intimidación y pueda obligarme a revelar los secretos de mi sangre en un vulgar control de tráfico, pero es un asombro que además agravia cuando después de la presunción de culpabilidad todavía se debe demostrar ante el criterio de los circunstantes que con estos zarzales de inspección no se protege a la sociedad de una agresión real de la que yo pueda ser el causante, puesto que sucede exactamente al contrario: lo que se viola es la propiedad de mi ser urdiendo el alegato preventivo contra una serie de infracciones que hasta el instante de ser detectadas carecían de víctima. ¿Cómo es posible que la amenaza abstracta de un acontecimiento figurado legitime, a juicio de esos estadistas que debo tomar por semejantes, la invasión de mi existencia privada sin ningún miramiento con la integridad del organismo cuya epidermis define claramente sus fronteras?

Es preciso mirar con ojos nuevos lo antiguo para cruzar con una fuerza restaurada el mundo actual; entender en su crudeza original que intentar sobreponerse al estado de cosas sin luchar es un propósito tan falso como creer que la tierra puede cultivarse sin sembrar.

La caída de los ángeles rebeldes de Frans Floris, fechado en 1554, año en el que los mapuches derrotan a los españoles en el Desastre de Tucapel. Según una historia con rasgos legendarios, Lautaro, líder los indios rebeldes después de haber sido paje de Pedro de Valdivia, torturó durante días a su señor, a quien puso dintel de eternidad extrayéndole el corazón para ingerirlo como un trofeo de propiedades mágicas asimilables.

10 comentarios:

  1. El Perpetrador10/8/12 23:09

    Oportuna proclama en estos tiempos en los que la pulsión de legislar es la única justificación del sueldo de los políticos. Es tal el volumen del BOE que creo prácticamente imposible que cualquier ciudadano no haya infringido la Ley varias veces en el último año.

    En cuanto a legalización de portar armas estoy plenamente si hablamos de armas nobles (espadas, arcos, lanzas), armas que comprometen al que las usa, pero lo considero más peliagudo habiendo como hay armas cada vez más destructivas y distantes. Y, aunque debatiría algo lo del fuego en ámbito forestal, me ha venido a la memoria un asunto que considero aun más indignante. Si estoy en lo cierto, hay alguna ley que prohíbe enterrar el cuerpo de un fallecido en campo abierto (donde alimentaría a los árboles que otros incendian), aun cuando se informe a las autoridades de la localización en cuestión. Se trataría de una aberración, máxime sabiendo que enterrar a los muertos por la vía ordinaria no cuesta menos de varios miles de euros, algo que cada vez menos gente se pueda permitir.

    De modo que si, insisto, estoy en lo cierto, no sólo no se permite lo que cualquier pueblo de la historia tuvo por derecho inalienable, a saber, honrar a los muertos en el escenario que cada comunidad considere más sagrado; ahora tampoco se permite de facto a todos enterrar en los cementerios al uso, sino únicamente a aquellos con los fondos pertinentes. Esto sí es un signo de descomposición social, espiritual e incluso, de algún modo, familiar. No sé qué pensarás de este caso, Autógeno, si es que no tienes información que desmienta a las campanas que he oído (me siento más que haragán a la hora de pensar en inspeccionar un Real Decreto).

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  2. Perpetrador, realmente pienso que tienes un sentido especial para inquirir lo que ronda por otros caletres...

    Introduces un matiz en el uso de las armas que no es baladí. Se trata, como bien indicas, de una cuestión de nobleza por las formas y, sobre todo, por el componente psicológico exigido. La autodefensa empieza como una técnica pero es también un arte grave que puede culminar en el acto de dar o darse muerte. La preparación para estar a la altura de un enfrentamiento de este calibre debería ser fruto de una exquisita educación agonística. Y si no se puede frenar el auge de las armas rápidas y casi asépticas con las que puede producirse un gran daño a una distancia poco honrosa, que exista al menos la mancha cultural del escarnio en el caso de recurrir a ellas cuando se tiene la posibilidad de establecer las condiciones propicias para un duelo donde sentir como propia la carne herida del oponente y adquirir temple. Me atrevo a conjeturar que la disposición de ánimo lograda con un planteamiento «a la vieja usanza» produciría un efecto inhibidor de la conflictividad, o al menos de esa devoción burguesa por el consumo pasivo e insensible de crueldades.

    Algunos de los metales de este texto comenzaron a fraguarse en una discusión que mantuve hace varias noches con un selecto círculo de amigos. El principal resorte de la misma estuvo relacionado con los modos de morir en nuestra civilización. Uno pronto se da cuenta de todo lo que hemos perdido analizando la falta de autenticidad, el prosaísmo mercantil y la alienación que han ido descomponiendo los tránsitos clave de la vida, momentos esenciales que deberían gozar de un tratamiento visionario, que para mí es sinónimo de sacramental. Los presentes disfrutamos de algunos jugosos desacuerdos, pero todos coincidimos en que la opción de practicar inhumaciones y cremaciones privadas en lugares de poder sería la forma más natural de despedirse, no deshacerse, de los que se van. Me hubiese gustado tocar el asunto en el artículo, pero confieso que he sentido indolencia y algo de pudor ante la idea de dilatar mis palabras.

    Buscaré en la casquería legal la normativa que trata los procedimientos del morir, siento curiosidad.

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  3. El Perpetrador11/8/12 18:05

    Firmo en parte la idea de que "la disposición de ánimo lograda con un planteamiento «a la vieja usanza» produciría un efecto inhibidor de la conflictividad". Ahora bien, la industria siempre vence a las formas en cuanto a resultado material cuantitativo se refiere. Por ende, ningún código de honor puede restaurarse en una jungla de armas automáticas. Precisamente el concepto de "arma automática" revela que no es el ejecutante quien mata, sino que ya ha aprendido ella a matar sola, independiente de cualquier moral y cualquier estética. Un engendro hombre-arma capaz de hacer llover una oleada de plomo sobre todo un grupo de gente, y eso sin que el hombre en cuestión tenga una especial disciplina marcial o moral sino la simple habilidad de apretar un gatillo y la de rociar como con un manguera, tal engendro, digo, es demasiado peligroso, demasiado descorazonador, como para permitirse en la sociedad que sea. La legalización de estas armas cobardes es el pábulo a la esquizofrenia de Eróstratos como el de Noruega o el del cine de Colorado. Es un asunto complicado. El rigor y el pundonor que se imponían a sí mismos los hombres en tiempos caballerescos, sea en Europa, Japón o en cualquier parte, era algo demasiado exigente como para que se imponga hoy mínimamente. Ni siquiera los musulmanes radicales, que en otros tiempos eran tanto o más caballeros que los templarios, han cedido a la presión del éxito fácil, inmoral y masivamente destructivo. Así les va a sus países, sangrantes como nunca en 1500 años de mahometismo. Matar se ha vuelto barato, porque además al asesino despiadado se le ajusticia paternalmente, cuidando de no vulnerar su dignidad (una dignidad a la que él había renunciado previamente actuando de modo miserable). Sí, matar se ha vuelto barato; lo caro ahora, como he dicho en el otro comentario, es estar muerto.

    Sí me gustaría estar enterado de las obligaciones que la legislación impone a los muertos. Agradecería que lo comunicases si te enteras de algo. De momento, en el terreno de la concreción, conozco el caso de dos hermanas que, estando en paro, tuvieron que renunciar a retirar el cuerpo de su padre de la morgue, donde se conservó durante un periodo de tiempo prudencial hasta que llegado el momento se deshicieron de él los forenses, no sé si incinerando, descuartizando o aprovechando vísceras con finalidades médicas o didácticas para los estudiantes de medicina; un poco a la manera de una fosa común pero sin constar siquiera una localización a la que poder acudir de forma ritual. Esto fue antes de llegar la crisis. Intuyo que estos casos se habrán multiplicando últimamente alcanzando si cabe cotas más desagradables.

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  4. «Matar se ha vuelto barato; lo caro, ahora, es estar muerto»: he ahí la síntesis de los mitemas del productivismo llevados en la era moderna hasta el frenesí de su paroxismo.

    En ningún momento he usado el postulado de la legalización, más bien me he movido en la condena de la desproporción maliciosa existente entre la potencia bélica de un gobierno y el desvalimiento del individuo sobre el que dicho poder se ejerce con todos los ingredientes de una expropiación forzosa. En relación al peligro de la difusión de armas entre la gente, creo que se pueden hacer algunas analogías con las drogas y los trastornos ocasionados por su prohibición, aunque con la clara diferencia de que el mal uso de una sustancia daña directamente al que la consume, mientras que el mal uso de un arma se traduce en una agresión contra otros, como es obvio, lo que también nos sitúa en el centro de la inagotable dialéctica entre libertad y seguridad, además de insinuar factores determinantes para su comprensión como la explosión demográfica, los flujos migratorios, la depauperización progresiva de las clases medias, etc, que alimentan el polvorín social.

    Defiendo la libertad para adquirir, poseer y llevar armas, pero repruebo la fabricación de toda clase de armamento, así como el fomento que la industria hace de la paranoia para obtener pingües beneficios de forma totalmente irresponsable. Por supuesto que el asunto es complicado y las generalizaciones muy delicadas, pero en lo personal no deseo sacrificar lo que entiendo como una mayoría de edad defensiva mientras los esbirros de las mafias, dentro y fuera de la ley, siguen ampliando sus métodos de administrar el terror y desatar la violencia. Como individuos, estamos en la parte estrecha del embudo; y como lo deseable sería vivir al margen de esa doble moral que con la brutalidad y la reparación de sus consecuencias traza la redondez del negocio, expreso estas palabras como un canto fúnebre por esa isla de honorabilidad perdida que, incluso en la parcela de la propia persona, resulta imposible mantener aislada de los huracanes que la asedian.

    Sobre las pesquisas apuntadas en tu segundo párrafo, mis primeros pasos, que no doy por concluyentes, confirman tus peores sospechas: si el cuerpo del muerto no es reclamado por familiares o amigos en los tres días posteriores al deceso, se pone a disposición del estamento médico y, finalmente, pasa a una fosa común. En cuanto obtenga referencias legales vigentes informaré de ello con más rigor.

    Un saludo.

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  5. El Perpetrador11/8/12 20:39

    No sé, creo que con tu planteamiento habría hornadas de masacres gratuitas, frutos de la desesperación (con lo que cunde ahora) o simplemente de la estupidez. En mi medievalismo a ultranza, yo legalizaría las armas tradicionales y prohibiría las de fuego. Y aun la posesión de ciertas armas la filtraría mediante iniciaciones caballerescas y juramentos de honor. La capacidad de matar hay que ganársela.

    Para más inri, no deja de ser sumamente indignante que los bancos que ahora todos rescatamos inviertan nuestro dinero de depósitos a la vista (que no autorizamos a prestar) en empresas armamentísticas:

    http://periodismohumano.com/economia/un-estudio-vincula-a-14-bancos-espanoles-con-fabricantes-de-armas-prohibidas.html

    Este mundo está de verdad podrido...


    O sea, ¿que hay fosas comunes? Ya es algo... si comunican a la familia su localización y autorizan visitas. ¿Y dónde estarán? No recuerdo haber visto en el cementerios. Yo creía que se deshacían del cuerpo totalmente, evaporándolo o tirándolo a la basura. Esto último, al menos, es lo que hacen con los fetos en las clínicas de abortos.

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  6. «La capacidad de matar hay que ganársela»: exacto. Y es muy probable que la masacre vaticinada en tu observación, que se tendrá que producir con armas de fuego o sin ellas salvo que una pandemia fulminante le quite magnitud a la catástrofe, sea el primer filtro masivo y una experiencia iniciática imborrable para los supervivientes...

    La Banca no tiene enmienda ni perdón; tampoco las autoridades que fermentan con la podredumbre de la economía especulativa.

    Ahora mismo los datos que manejo sobre el tratamiento que se sigue con los muertos sin bienes ni parientes conocidos son diversos y hasta contradictorios. En el Código Civil español no se aborda la cuestión, y en un foro de derecho acabo de leer que los Ayuntamientos son las entidades encargadas de esa misión. De ser cierto, habría que inspeccionar las ordenanzas municipales de la localidad donde suceda. En cuanto pueda, lo investigo en profundidad.

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  7. Mientras averiguo lo último, te paso el hilo de una noticia que daba la voz de alarma hace más de dos años:

    http://www.elmundo.es/elmundo/2010/02/01/madrid/1265018163.html

    Que la noche te sea favorable.

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  8. Parece que nuestros interrogantes hallan respuesta:

    — Artículos 21 y 22 de RD 32/2009, de 16 de enero, que recoge el protocolo nacional de actuación médico-forense.

    Resolución de 21 de junio de 2010, de la Secretaría de Estado de Justicia, que establece un procedimiento general sobre la práctica de la autopsia, depósito, conservación e inhumación de cadáveres no identificados.

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  9. El Perpetrador12/8/12 16:57

    Muchas gracias por las referencias, yo no creo que las hubiera detectado, dada mi fobia al multiverso burocrático.

    Lo que me temía: decenas de páginas de diversas leyes, decretos y órdenes para regular algo tan diáfano como la muerte de un ser humano. Por lo que veo, las leyes parecen centrarse en los cadáveres no identificados, dando por hecho que los familiares se harían cargo si tuvieran constancia del evento. El problema es que no existen funerarias públicas en cuya gestión de la inhumación puedan participar los familiares. Por ende, como dice el artículo, cada vez son más las personas que se desentienden del cuerpo en descomposición de sus seres queridos. El asunto tiene un potencial literario dramático.

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  10. El agradecimiento es mutuo, yo tampoco me hubiera preocupado de indagar ese aspecto de la realidad cotidiana sin el aguijón de tu interés.

    Las referencias legales que enlacé se completan con el Decreto 2263/1974 que aprueba el Reglamento de Policía Sanitaria Mortuoria. Y a modo de repertorio sobre algunos usos y costumbres funerarios, puedes consultar la Tanatopedia.

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