16.8.12

LA ALHAJA

A Elena L., porque ya es hora

Después de dudar entre la elástica sentencia que a mí me suena a Pascal y los registros atribuyen a Pasteur: «Un poco de ciencia nos aleja de Dios; mucha, nos acerca», y el disolvente universal segregado por Caraco: «Esperamos que la ciencia haga milagros y pronto le exigiremos lo imposible, pero ella está superada por nuestras necesidades y nunca más las satisfará, somos varios miles de millones de más pidiendo el Paraíso sobre la Tierra y es el Infierno el que volvemos inevitable», casi me he visto abocado a escapar por la cañada de la picardía:

«Una verdad que reina sin contrapeso es una tiranía que debe ser derrocada, y cualquier falsedad que pueda ayudarnos en el derrocamiento debe ser bienvenida».
Paul FEYERABEND
Cómo defender a la sociedad de la ciencia

Lo que la selección natural modela a lo largo de generaciones, el ambiente lo procesa a lo largo de una vida, pero su función no es directiva, no interviene como una suerte de personificación objetiva que ajusta desde fuera a un patrón predefinido el ser en el que se manifiesta, su función es comparable a un filtro que trabaja continuamente en ambas direcciones la conducta del individuo como un suceso enraizado en otros sucesos que, si bien desde la interpretación tradicional es libre y, por consiguiente, moral y jurídicamente responsable de sus actos, desde un punto de vista más acorde con la ensambladura de la realidad, traslada la mayor parte de su albedrío a la red circunstancial donde permanece conectado con una alarmante disminución de su soberanía, atributo herido de muerte y despojado sin rescate de su antiguo prestigio simbólico como una ficción más, aunque útil, del amor propio, factor subordinado a su vez que surge como constructo mental de una secuela bioquímica en las primeras escalas del condicionamiento operante.

¿Qué nos quedará del espíritu cuando la ciencia de la exconciencia que empieza a desvirgar los misterios menos accesibles de la alquimia humana ponga la cornucopia de sus descubrimientos a los pies del vil metal, maniatada como está al imperio antiencefálico del Regente Anónimo? Ignoro si en respuesta a un estímulo aprendido, llegué a pensar que el último baluarte era la imaginación activa, el juego escurridizo de la inventiva, hasta que Ende, consultado, fue muy claro al respecto: «Fantasía entera está en peligro», quizá porque su misma geografía interminable «está determinada por los deseos, sean conscientes o no» y «se asienta sobre unos cimientos de sueños olvidados». ¿Entonces? Sonrío seguro del as de vacuidad que esconde mi videncia: representarse el mundo como un prodigio es la mejor manera que conozco de permanecer despierto en la inconsistencia con la quietud de quien duerme; un despertar privilegiado no desde el litoral de la oscuridad, sino desde los ensueños visibles de la vigilia; un despertar del despertar. Tal es mi alhaja, la única que llevo, la que me reconcilia con la entropía en mitad de la guerra total y cuyos reflejos silenciosos me cuentan, en respuesta al aleteo de una mirada, que sobre la ciencia cortesana tenemos la ventaja de saber que la realidad de la ilusión es la ilusión de la realidad, así que el progreso del conocimiento está obligado a admitir que también está hecho de esos vaporosos sueños y deseos mencionados; que en su afán por transformar la materia que nunca ha dejado de transformarse, está expuesto a olvidar por completo su misión artística fundacional y perder el compromiso de valor para el sujeto inseparable de su estudio: nosotros, los abandonados —¿me equivoco?—, quienes recordamos, pese a todo, que nada será siempre demasiado, que siempre fue demasiado poco...

Versión coloreada del grabado, de autor no reseñado y significado ampliamente discutido, que Camille Flammarion publicó en su tratado L'Atmosphère: Météorologie populaire con la leyenda: «Un misionero de la Edad Media contó que había encontrado el punto donde el Cielo y la Tierra se tocan». 

1 comentario:

  1. Por añadir precisión a la primera cita, cuya asignación disputaba por error entre Pascal y Pasteur, hoy he sabido gracias a David Gonzalo Maeso, responsable de la versión y notas a la Selección de perlas de Ibn Gabirol, editada por Ameller en 1977, que la máxima pertenece a Francis Bacon, de la que ofrece una traducción más elegante: «La mucha ciencia lleva a Dios, la poca separa de Él».

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