26.7.12

ROMPEOLAS

No habría sido posible volar si antes no se hubiera soñado con el vuelo.
Stanislaw LEM
Un valor imaginario

La burda doctrina de Procusto que nuestros líderes nos propinan llega, por fin, a hacerse sentir como lo que es, un penoso insulto a las haciendas, libertades e inteligencias, también para esa parte de la población que vivía cómodamente desprevenida bajo una jabonosa coraza de inopias y ahora, privada de juguetes pero no de deudas, se angustia ante la urgencia de examinar con un recién nacido desarraigo la función real, no la aparente, que desempeñan ciertos órganos que dicen representarlos, además del escaso valor recuperable de los principales conceptos a los que confiaba la renovación del consenso en el seno de un sistema que insiste en cerrarse a las discrepancias de la voluntad participativa imponiendo al menor síntoma de desviación una reacción en cadena de arengas que proclaman, a zurda y derecha, su buena salud democrática; esa salud que relega a un estado de decepción social permanente al no burgués y deja tan frustrado al gobierno, que quiere más nación, como al esclavo, que ha de conformarse con participar en una ovación de carácter «universal, libre, igual, directo y secreto» por las sobras. Naturalmente, dentro de este panorama de desarme mental la confusión es el atractor dominante, y a la pobreza de imaginación destilada en las consignas mediáticas repetidas hasta el atontamiento, hay que añadir, una vez silenciado el estruendo de los silbatos de protesta, la debilidad de las propuestas que se presentan como refractarias al arambel parlamentario y parecen esponjadas de unas incongruencias en las cuales se anticipa por doquier lo archisabido: que en la corriente de este caudaloso río revuelto el pescador que más se moje obtendrá la mejor pesca. Estoy convencido de que si se produjera un inminente llamamiento a las urnas, el otro partido de la mafia reinante completaría la demostración incontrovertible de la contumacia ibérica con una victoriosa vuelta al ruedo...

Frente a la anfibológica alternancia del pensamiento único, el error no menos grave de querer reclutar en un bloque unánime a los desafectos. Qué pronto se olvida que no se debe ofrecer una alternativa a la hegemonía, sino varias, múltiples trayectorias de salida que tengan como denominador común la conciencia constructiva del rechazo y no el rechazo destructivo de la conciencia hacia el que se encarrilan, por la inercia de ser dirigidos, todos los movimientos de masas, incluidos los virtuales.

Entre los fetichismos absolutos asumidos más a la ligera por los postulantes a la vanguardia, el balido de la soberanía popular tras el espaldarazo, que comparto, a las formas y métodos heredados del poder político, que poco tiene que ver con el poder auténtico. El poder genuino no nace de un acto de coerción, sino de cognición; no persigue, atrae; no controla, influye; no se acapara ni se esconde, se derrama sutilmente como una emisión que imanta su contexto de abundancia y motivación, es un fenómeno carismático. Si desde la cúspide instaurada se da a entender que existe un poder trascendente, sagrado, superlativo, es para preservar el secreto de que sin secretos no hay poder que se posea. El poder se crea sólo mientras uno crea. Puede ser esclarecedor recordar que autoridad viene de autor y que el autor, como fuente e instigador crea, no recrea: para eso están los actores y el público, condicionado a su vez para creerse lo recreado. La masa es un producto de la potestad concebida como unidad gestora del corral humano, un poder erigido sobre la dominación estatal, la expropiación económica y la monitorización informatizada, pero puesto que el poder vigente está más que nunca desprovisto del crédito que debería conferirle complexión de intocable ante sus acorralados, ¿qué clase de soberanía le queda a la muchedumbre que reclama su sitio dentro de ese poder tan trivial e incapaz de convencimiento cuya supremacía se basa en la intimidación y está sujeta a  la premisa de mantener a salvo el funcionamiento de un régimen que exige lo peor de cada uno a todos los niveles? Manejada como un artefacto estratégico, la soberanía popular posee el encanto político de sugerir el autogobierno de los recursos mediante el encuentro de las fuerzas activas en el momento menos coactivo de la organización civil; filosóficamente, empero, es una noción endeble. Yo mismo la he usado con dispendio, jugando a la inocencia de hacerla y deshacerla a mi favor hasta que la aritmética de la realidad me ha devuelto la visión: la soberanía nunca es popular, sino personal —singular en su representación, única en sus decisiones— y jerárquica —alcanza mayor o menor altura dependiendo de las aptitudes particulares—; es como una mímica que no por recibir constantes injerencias externas y mudar en función de las circunstancias se manifiesta menos irrepetible en su singularidad. A través de lo factible, la soberanía consiste en la fidelidad que quiere ser uno en todo y todo en uno, es la majestad individual. Tradicionalmente, pueblo y soberano han sido términos de conjunción complementaria porque la misión del soberano era contener al pueblo en la totalidad de su dominio, mientras que lo popular significaba la pertenencia al señor, el atributo característico de estar contenido en su señorío. Para Norman Brown, «la soberanía es coito; el rey es el marido, el reino es su esposa»: he ahí el sentido de ser uno para todos y todos para uno. En cambio, la soberanía popular, como invento moderno que es, pretende que uno sea igual a todos y todos lo sean entre sí; implica una sustracción cualitativa por mor de una razón cuantificadora con la que indudablemente el poder establecido saldría tonificado, un poder que por errático ha perdido al pueblo en la crisis actual de sus fundamentos. Al ensalzar al pueblo soberano lo que se agiganta es la jurisdicción indivisible de los caudillos invisibles sobre el pueblo y del pueblo sobre el individuo. Hay demasiadas reminiscencias contaminantes de la dictadura del proletariado en la formulación de la soberanía popular, y aún más residuos del viejo orden del propietariado en los liderazgos socorridos al estilo castrense. 

Así como el placer del mando sólo puede saborearse en plenitud contra los rebeldes, el placer de la revolución es máximo cuando se enfrenta a los tiranos. El levantamiento no es patrimonio exclusivo del oprimido, los dominadores pueden rebelarse y es entonces cuando desencadenan las mismas fuerzas pánicas que invocan los dominados al tomar las armas. Si los siervos sueñan con matar al señor, los señores lo hacen con suprimir al doblegado. La rebelión total conlleva la extinción del contrario, por eso la cuestión de la limitación del poder se desfigura con cada iniciativa para reformarlo. No existe el abuso del poder, lo que hay son diferentes cotas de disimulo en el abuso que el poder mediatiza. Excrementoso, el precio del poder estratificado, al principio y al final, se paga con la muerte, sea esta una necrosis lenta de la vida parcelada en la secuencia de actos reducidos a sobrevivir, o la interrupción brusca que alisa al disidente como una irregularidad molesta. Incluso cuando el poder adolece el desuso de quienes deben ejercerlo, el vacío llenado por la barbarie oportunista al que conducen sus omisiones produce también víctimas fatales.

Hay una radical diferencia entre luchar para conquistar una vida en libertad y luchar para no sucumbir en vida a la miseria: radical porque se trata de la diferencia que separa al hombre que noblemente se quiere sin los amos que no necesita, del manso insatisfecho con la retribución de caridad, no con la dependencia en sí, que pone límite a su reivindicación en el desamparo de la élite que se la niega o no la cubre con suficiencia. La desesperación que impulsa a sacudirse el yugo que la causa no es una razón suficiente contra la tiranía, como tampoco el haber perdido los bienes en un juego de azar proporciona argumentos contra la fortuna ni contra el juego mismo que la implora. La razón completa contra la autoridad despótica no hay que buscarla sólo en sus deplorables efectos sobre el individuo sometido, sino en la clave de nobleza que conduce a su superación y empieza osadamente por una apertura de conciencia. Noble es proponerse conquistar en vez de delegar, y menos aún pedir, aquello que uno entiende como suyo; a la inversa, servidumbre es temer perder la seguridad al ganar libertad y rehusar la distancia crítica sobre la que forjar los propios criterios. El servil no se valora a sí mismo por sus diferencias, sino que imita y aplaude lo que tiene en común con los demás.

Estatuilla congoleña Nkisi Nkondi que actúa como envase de un poder sobrenatural extraído del mundo de los muertos y sirve de canal mágico para transmitir enfermedades punitivas a quienes han violado un precepto o traicionado un juramento. ¿Funciona? Que se lo pregunten a los esbirros de Leopoldo II de Bélgica...
Los derechos de la foto pertenecen al Musée del muelle Branly.

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