Si no puedo persuadir a los dioses del cielo, moveré a los de los infiernos.
Publio VIRGILIO
La Eneida
Isla perdida a cada tropiezo reencontrada, mi techo se erige en medio del latifundio que los todomitas —esos que piensan «todo mío» al pasear las córneas en derredor— han sembrado de subvenciones de río estancado donde el clima manda secano. El paraje abunda en la flor esporádica de encuentros tan maravillosos, que hasta el campesino más lerdo se cree con derecho a insultarte en su dialecto de berridos encebollados si te adivina leyendo deliciosamente en el jardín de tu casa. Para un exiliado del asfalto que trae consigo la certeza de que el reconocimiento mutuo ya no se encomienda a la costumbre de olfatearse el sieso —al menos en público, pues en púbico rigen otros modales—, la acogida entre las lindes de los agrestes empieza muy de mañana por una más cerril que estrecha vigilancia de tus movimientos, se intensifica en los cruces de caminos con una acelerada mueca de tractor que no deja lugar a dudas sobre quién es el que está por debajo y concluye, siguiendo los trazos noctívagos del rústico trajín, en una aclamación a salivazos que se prende del llamador de tu puerta como una reliquia perecedera cuya aparición impugna el esplendor de las culturas ágrafas...
Lámina descriptiva de La Caída tomada del manuscrito Très Riches Heures du Duc de Berry, cuyo arte es obra de los hermanos Limbourg, miniaturistas atetados en Nimega, la ciudad más antigua de los Países Bajos. El libro se conserva en el Castillo de Chantilly, sede del Museo Condé y moldura kafkiana para el trasfondo de unos sueños que, desde la infancia, voy o me van recorriendo por etapas.
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