28.3.14

UN ADARCE DE INTRIGAS INFINITAS

La derecha ya había sido corrompida por la riqueza; la izquierda fue corrompida por el poder. La derecha aliada con el dinero ha contribuido más que la izquierda a destruir los valores que pretendía conservar. La izquierda aliada con el dinero ha impedido más que la derecha el advenimiento de la nueva sociedad que quería poner en marcha. En resumen, la izquierda ha perdido sus principios frente a una derecha que nunca se ha preocupado demasiado por respetar los suyos.
Alain de BENOIST
Más allá de la derecha y de la izquierda

Quemar, literalmente, el numerario cuyo curso legal requiere que nos vayamos inmolando con deshonrosa prosternación ante los altares de las finanzas especulativas constituye, además, un delito según la legislación de las principales naciones del mundo; no tanto por el daño real que pueda causar dicho acto a la utilidad pública —en el ordenamiento jurídico español, que yo sepa, no está concretado como hecho delictivo, aunque el artículo 386 del Código Penal condene expresamente cualquier alteración de la moneda—, sino porque demuestra en sí mismo, a las claras y sin necesidad de sofisticadas argumentaciones, que el verdadero, último valor del dinero, aparte del alivio de no tener que pensar en obtenerlo cuando abunda, se reduce a todo lo que la combustión de una masa de papel entintado puede producir físicamente: humo, cenizas y una efímera radiación térmica que ni siquiera alcanza para entrar en calor.

En 1971, muy cerca todavía de la mitogamia de espíritu goliardo que eclosionó en Mayo del 68, la derogación del patrón oro bajo el impulso de Nixon otorgó un carácter profético, e inusitadamente irónico, a los mensajes del movimiento situacionista instalando por decreto a la imaginación en el poder; un poder que hoy, más vigoréxico y alucinado que nunca, corre hacia el colapso que su propio crecimiento inflacionario teme y fomenta con espantosa sincronía. Por si alguien empieza a perder el hilo, estoy aludiendo al imperio económico de la fantasía, la única religión que sobre el cadáver de Dios conserva al pueblo soldado a la élite: ¿existe acaso otro respaldo para el capitalismo actual, salvo la invención bruta desprovista de sustento que se entrega al frenesí de imprimir billetes, acuñar metales y engrosar los dígitos bancarios encargados de testimoniar riquezas ficticias? Da vértigo objetivar que seguimos habitando en las supersticiones del pensamiento cercado por dogmas como el triunfante, basado en el burbujeo ilimitado, o las aparentes alternativas que propugnan desde un retorno pacífico a categorías sostenibles de orden comunitario a la épica de revoluciones purgantes, pasando por una oferta de hipotéticas soluciones —progresistas, primitivistas, neofeudales y hasta transhumanistas— destinadas a zanjar los requiebros humanos y contra las cuales una escéptica labor de sindéresis poco puede socavar más allá del sujeto sin disolverse, pues la misma tarea de corrosión, al ser empleada como instrumento político, se convierte en deudora, como mínimo, de otra quimera social: la credulidad en la mística de la acción para provocar un cambio donde la actitud promotora no se subsuma en derivas prometedoras o, peor aún, no se enquiste con ellas en afanes mutiladores. Negar estas derivas no evita la reactivación de la desmesura ni supone que las excepciones dejen milagrosamente de serlo para establecer nuevas reglas; negarlas sólo manifiesta un compromiso de fe con alguna clase de optimismo que menosprecia, por orgullo, el absurdo de querer enmendar algo que desde luego puede atenuarse o mejorarse, pero carece de arreglo. De ensanchar las fronteras del hombre, ni hablamos... a no ser que se busquen extensiones más holgadas para saquearlo.

Cuentan que antes del segundo mandato que descarriló su vida, el enjuto Abraham Lincoln llegó a declarar: «Los poderes del dinero se alimentan de la nación en tiempos de paz y conspiran contra ella en tiempos de adversidad. Son más despóticos que un monarca, más insolentes que la autocracia y más egoístas que una burocracia. Denuncian como enemigos públicos a todos los que cuestionen sus métodos o saquen a la luz sus crímenes». No sabemos si en congruencia con su percepción crítica de la usura o apremiado por los gastos de la guerra, se aventuró a aprobar una ley para la emisión de dólares, conocidos como greenbacks, sin someterse al pago de la deuda controlada por el clan Rothschild. Murió asesinado por el disparo de un sicario que, con la divisa de Marco Antonio en los hocicos, concluyó su intervención escénica para correr, horas más tarde, una suerte pareja a la del presidente. Estaba cantado. Y es que la irrealidad suele tomarse licencias que ayudan a mantenerla intocable, como siempre, en la diócesis de su obscenidad.

Desmémbrase a la vista uno de los fascinantes collages de Travis Bedel.

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