Carl Gustav JUNG
Sermones ad mortuos
Hoy, de haber tenido interruptor, hubiera puesto el off. He vuelto a fantasear con mi funeral, al que asistían compungidas todas mis verdades, las que por negar alivio ni olvidan ni curan ni perdonan. Puedo imputar la causa de mis más repugnantes dificultades personales a los vapores de mercurio que desprenden a temperatura corporal los empastes de amalgama que me instalaron cuando la edad era incapaz de oscurecerme el pubis, pero eso no cambia una de las paradojas fundamentales de la que nadie escapa —o así lo creo— según la cual crecer en experiencia le hace sentirse a uno constreñido, claustrofóbicamente diminuto, por no mencionar los evidentes signos de desubicación social, destrozo cognitivo y rotura de la motivación que el tiempo siembra noche a noche con sus corrupciones tras cada roturación de la precariedad.
La bestia arcaica que habita en el humano nunca es tan fiera como se pinta y, siempre que llora, aun por impregnación traumática de otros, lo hace por pena de sí misma. Entre las proezas, no sé si de la corteza más reciente o de la salvaje, de Teseo o de Minotauro, esos momentos de júbilo que de manera esporádica logran reconciliarnos con las angustias de la existencia, sobre la que traman una doble y portentosa traición al aliento amargo de nuestra naturaleza.
Visto por Caravaggio, ¡qué envidiable degüello le hizo Judith a Holofornes!
lloran
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