15.4.13

EL PROFESIONAL

Porque la sabia naturaleza había dotado el corazón del hombre de una esperanza inagotable, viendo que la felicidad engañaba sus deseos en la tierra, fue a buscarla en otro mundo; lisonjeándose con una dulce ilusión, imaginó otra patria, otro asilo, donde, lejos de los tiranos, recuperase los derechos de su ser; y de aquí resultó un nuevo desorden, pues, encantado con un mundo imaginario, despreció el hombre el natural, y por unas esperanzas quiméricas despreció la realidad. Consideró la vida como un tránsito penoso, como un sueño tristísimo; su cuerpo, como una prisión que impedía su felicidad; y la tierra, como un lugar de destierro o peregrinación que no se dignó cultivar.
Conde de VOLNEY
Las ruinas de Palmira

Nada obliga a engendrar vida, acto tan abusivo como quitarla, y al ser fácil engañarse a conciencia en el juicio sobre la propia conducta, aun en los sueños anda uno errado por el exceso de apego a sí mismo que nunca parece entero en demasía. Duelen más las vanidades heridas que el desamparo filosófico, y frente al despotismo de la falta de consuelo espiritual las prendas del amor cerrado alrededor del yo no cubren pero encubren las derrotas y malformaciones de la voluntad. Pieza ejemplar de esta generalizada pasión por la escatología de las carencias individuales que se conectan activamente al inconsciente, en el retorno de hace varias noches al transformismo ficcional que colapsa la continuidad entre vigilas me había quedado en paro, razón por la cual no desdeñé acudir a una oferta de empleo que me facilitó un amigo en excelentes relaciones con el responsable de contratación de una importante agencia multinacional, quien obvió la indagación de mi preparación técnica para el puesto y me emplazó a una entrevista en su despacho, un hexaedro equipado con última tecnología domótica que se alzaba sobre la ciudad dentro del glande espejeante que coronaba investido de arrogancia un edificio cuyas retículas de acero, insinuadas a través de los paneles de cristal inteligente, sofocaban erectas la mirada impotente del peatón. Al recibirme, me encontré con la cara de un antiguo compañero de colegio que iba un curso por detrás, un chico al que por entonces, movido por una inexplicable antipatía, solía mirar con un deje de aversión que evolucionó posteriormente al desprecio. Aunque me identifiqué aludiendo a esta lejana coincidencia escolar, no me reconoció o fingió no hacerlo, actitud que atajó a merced de una tibia cortesía. Sin demorarse con dilaciones protocolarias, me planteó preguntas de diversa naturaleza más referidas a mis opiniones sobre el funcionamiento del mundo que a conocimientos específicos valiosos a los intereses de la compañía que representaba. Sabiéndome condenado, no moderé mi criterio, que expuse con la mejor solvencia que me permitieron las circunstancias. Tras deliberar enmascarado en un rugoso silencio, resolvió que sus filas de operarios se enriquecerían con alguien de mi perfil. Sorprendido tanto por su rauda determinación como por las causas no reveladas que la motivaron, quise indagar acerca de las funciones que debería desarrollar y por toda respuesta obtuve que bajo ningún concepto formaba parte esencial de mis atribuciones como asalariado entender el cometido de dicha actividad. Ante mi extrañeza por su disruptiva kafkiana, sacó de un cajón una pulsera elástica en la que iba montada una esfera táctil, de composición gelatinosa, que además de GPS estaba implementaba con acceso directo a SITEL y un repertorio de lustrosas aplicaciones indispensables, según explicó, para mis futuros cometidos. Como buen tecnorrupestre, limítrofe y remoto en oscilantes mitades a los desafíos y esclavitudes de la actualidad, trasteé intuitivamente el aparato con evidentes muestras de escepticismo que en mi jurisdicción interna, sin embargo, no bastaron para reprimir la permeable avidez con que me figuré explorando sus posibilidades. A un gesto ínfimo y azaroso del pulgar, una súbita emulsión de campos primaverales de ruca me empapó la atención; enlazada a la proyección, disponía del registro audiovisual generado en las proximidades de ese punto geográfico con un historial que se extendía desde los últimos diez años al día anterior. Fueron escasos los segundos que mediaron hasta ser interrumpido de nuevo por la voz de mi pesquisidor, que una vez sancionado el contrato ejercía de empresaurio subiendo en decibelios de autoridad:

—Mañana saldrás a primera hora.
—¿Hacia dónde?
—Ninguno de los dos necesita saberlo. En tu trabajo no habrá instrucciones porque se espera de ti máxima versatilidad. Te aconsejo que no te separes del strongly.

Después de una noche de juerga que bordó el epílogo a mi exclusión del mercado laboral, Pablo Wineless nos ofreció amenizar el descenso de ebriedades yuxtapuestas en su palacete, ubicado a orillas del Mediterráneo en lo que fuera una quinta que concentraba su principal atractivo en un alminar acondicionado como zona de esparcimientos flemáticos —un chill out, en palabras de un hispánico acomplejado—. Otros tres amigos completaban el séquito de crápulas. Al cruzar el umbral que se abría al saloncito principal, el mayor en esa autointoxicación que llamamos edad se arrojó sobre una banca decimonónica cuidando de poner entre sus piernas una torre de periódicos, pues sufría de una indecorosa incontinencia urinaria bajo los efectos de las bebidas fermentadas. En su arrebato de somnolencia etílica, perdió la ocasión de apreciar la belleza de una escena que se desarrolló de inmediato en la azotea adyacente: dentro de un sarcófago rebosante de flores de magnolia, asomaba un cadáver con conchas de caracol apiladas en las cuencas oculares. Lo custodiaba un enano que aliñaba su escueta desnudez con un tanga de manchas leopardinas y una hilera de tres pares de alas de urraca que batía cadenciosamente para ahuyentar moscas inaudibles. Del féretro salían sendas mechas hasta la punta de nuestros pies, que de común acuerdo encendimos en un ahora. Cuando se consumieron, bufó el sistema de inflado de un globo aerostático que en tres parpadeos elevó el lecho mortuorio rumbo a la estratosfera con enano y otros ornamentos colindantes incluidos. Al perderlo de vista, Pablo improvisó una actuación a la guitarra para la que contó con la coreografía inesperada de una especie de mujer-cardencha, emitida por la boca de un invernáculo, que si bien estaba privada de vagina mostraba en sus punzantes formas atributos dignos de una vampiresa seminal. Para deleite de asombros, bailó una canción espasmódica titulada Memory Dance mientras con tenebrosa voz de sacerdote egipcio enrarecía la invocación de su estribillo: «¿Quién será el muerto que a los cielos va?»

Muy de bajini, uno de mis acompañantes comentó que el sorprendente híbrido femenino había heredado la genética de unos San Pedros con propiedades mescalínicas que sembré en mi fervorosa juventud. Como si ese dato tuviera una significación crucial, la criatura danzante, que lo escuchó, se abalanzó en dirección a mí con la fatídica intención de prodigarme un abrazo de pinchos. Perfectamente acompasado con el ritmo, pude eludirla durante un interregno de interminables minutos hasta que me vi acorralado contra un ángulo de la estancia. La música se aceleró hasta dotar al espectáculo de una intensidad dramática por grotesca en sumo grado enajenante. Si tenía que padecer esa tortura, pensé, lucharía hasta merecer el aliento final... ¿Acaso el héroe no nace a la inmortalidad hecho el ocaso?

Sus púas osificadas me perforaron por centenares de sitios simultáneamente, pero el gesto que hubo de hacer para envolverme dejó al descubierto un área desprovista de defensas naturales, correspondiente al arco del cuello, en la que hundí la saña de mis fauces hasta provocarle la muerte. Justo en ese instante, el sepulcro volante estalló a centenares de metros por encima de nuestras calacas. Desvanecido el estruendo, un mensaje efímero se hizo explícito con versalitas de humo: «Buen trabajo».

Mordedero diseñado por la artista Nancy Fouts

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