21.9.12

VIGORETA

En cuanto se tiene un martillo, todos los problemas empiezan a parecer clavos.
Viejo adagio

Ningún sentimiento que produzca vergüenza, culpabilidad e inhibición acorazada de los afectos es auténtico, sino que replica interiormente un proceso de adiestramiento punitivo asimilado en fases previas de la existencia. Si por comer en exceso me provoco una indigestión, se trata de un castigo natural del que a nadie, salvo a mi exclusiva glotonería, debo hacer responsable, pero si de resultas de compartir la pasión del lecho con otra mujer distinta de mi amada experimento remordimientos tras haber disfrutado sin fisuras de la ignición erótica del momento —cariño, sólo es un ejemplo—, ese efecto en modo alguno es inherente al acto sexual ni saludable para mi equilibrio anímico, sino que prolonga los tentáculos represivos de una conducta inoculada por los temores de una cultura en cuyo ambiente he crecido. La moral es poco más que un ejercicio solemne y repetitivo de literatura, y puesto que los cuentos destinados a niños grandes poseen una importancia vital para los moribundos de motivación y los licuados de carácter, para los faltos de miras y los adictos a excusas, para los cobardes encaretados y todos los periecos, en suma, por lo que a mi respecta procuro, prescindiendo de los implantes subordinados al control social, concentrar la fuerza original de mi pensamiento en poner a punto el aparejo espiritual necesario para promover la revuelta al mundo que el revuelto mundo complica. Evidentemente, tengo mis códigos, y si no pocas veces el comportamiento ajeno me parece reprensible, practico la gentileza de abstenerme de dictar enmiendas a título individual a fin de que se entienda a la recíproca mi rechazo frontal a recibir normas correctivas, incluso cuando la invisibilidad de las mismas parece silenciar los rigores de la tutela o se alegan desde fuera razones de índole superior.

Lejos de vocaciones hatajeriles, siempre me he dirigido en selecto a los náufragos de sí que se han acercado a esta isla dispuestos a saborear una confianza que, acertada o no, quisiera igualar a la de conversar con mi propia ánima, y, que recuerde, a ninguno le he ambicionado instrucciones de uso sobre la particularidad de su extravío. Mal que nos pese, a esa nefanda tarea ya se dedican quienes se obstinan en tirarnos por la borda para salvar un barco que acusa como nunca el exceso de equipaje; inmersos en el patetismo de adormecer las emociones enfrentadas, hasta es probable que la autoridad al mando le ceda la palabra al timonel más pigre para echarnos, envueltos en el placebo de la campechanía, caramelos envenenados de consenso: «no son estos tiempos buenos para escudriñar en las esencias ni para debatir si son galgos o podencos quienes amenazan nuestro modelo de convivencia»; confites envenenados, he dicho bien, porque la adversidad empieza a ser letal cuando los dirigentes dejan de fingir que protegen a las personas y empiezan a dar señales inequívocas de que se protegen contra ellas.

Representación correspondiente al Hombre Universal según la visión de Hildegard von Bingen, autora de una obra tan extensa como inspirada que incluye tratados de medicina, transcripciones de experiencias místicas y reflexiones de naturaleza religiosa. A este último conjunto pertenecen el Liber Divinorum Operum, del que procede la imagen, y el Liber Scivias

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