15.4.15

COITOS TRASROSCADOS

August Brömse, La vida que huye
San Pedro Damián, en el siglo XI, en De bono religiosi status et variorum animatium tropologia, relata el caso del Conde Gulielmus, quien tenía un querido mono que se convirtió en amante de su esposa. Un día el mono se puso «enfadado de celos» al ver que el conde se quedaba con su esposa y por ello lo atacó fatalmente. Damián afirmó que le fue narrado este incidente por el papa Alejandro II y se le mostró una criatura nombrada Maimo, que, según ellos, era la descendencia de la condesa y el mono.
Leído en la entrada Humancé de la Wikipedia.

A todo aquel que, como este corruptor de mayores, se repiense híbrido ñeque que deambula entre un aborto frustrado y un suicidio por consumar, lo llevará a mal traer que los salvavotos vuelvan a estrechar la esclerótica atención pública con embriones inseminados de episcopado. ¡Qué fetos ni qué niños muertos! En una sociedad que se quiera respetuosa con la soberanía individual, tendrían que habilitarse las garantías necesarias para que nadie pueda usar la fuerza de la ley con el propósito de imponer a otros el deber de gestar contra su voluntad, mandato que cuando se produce allí donde solo prospera el más vulgar fanatismo —es decir, aquí mismo— resulta moralmente equiparable a la violación e implica, además, la peor de las calumnias si, para colmo, se perpetra en nombre de un principio superior al fundamental de disponer del propio cuerpo, o si la intromisión en útero ajeno se exculpa, con mentalidad farisea, como una acción prioritaria en defensa de la vida. El derecho no está en el acto de fulminar el desarrollo de un ser sobrevenido, sino en impedir que una mujer pierda los suyos cada vez que las circunstancias la conviertan en sujeto de un embarazo no elegido. Lisiado el reconocimiento civil de la potestad de sí, la vida por cuya multiplicación indiscriminada tanto babean los progenitores del Estado Católico se ve reducida a un contenedor pasivo, a un trámite biológico fiscalizado dentro de las sucesiones y herencias.

Con este criterio en la retaguardia, a la pregunta que algunos, no sé si necios o maliciosos, me han lanzado acerca de la bondad o maldad intrínseca del aborto, cabe responder con otra cuestión, no más retórica, aplicable a situaciones que exhiben trayectos similares de alarma, aun a pesar de lo insensata que pueda parecer la comparación a primera vista: un ataque de apendicitis, ¿es bueno o malo? Masoquistas excluidos, nadie dirá que es bueno en el sentido de que protagonizar este episodio doloroso sea deseable, pero quien lo sufre genera una urgencia sanitaria cuyo pronóstico, en el más traumático de los casos, se resuelve con la extirpación, y el hecho de que este tratamiento exista como una opción segura y normal no es malo, salvo que se prefiera dejar el asunto en manos de curanderos clandestinos o castigar al enfermo de manera ejemplar por su decisión de renunciar a un gajo de su organismo que compromete todas sus perspectivas.

A lo largo de esta polarizante línea roja del posicionamiento de actitudes que, como en la eutanasia, divide la óptica entre los partidarios del control moral de la población y los que abogan por incentivar la autodeterminación de las conciencias, he bailado en numerosas ocasiones de las cuales mencionaré tres, escogidas entre las más recientes, para evitar sobrecargas: «Ni imprimir ni quemar», «Adiós, malnacido» y «Del horrendo cruce entre fertilidad y estupidez».

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