13.4.15

APAÑOS MENORES

Soy como un niño distraído
que arrastran de la mano
por la fiesta del mundo.
Los ojos se me cuelgan, tristes,
de las cosas...
¡Y qué dolor cuando me tiran de ellos!
Juan Ramón JIMÉNEZ
Eternidades

Al humano no le ha sido permitido resolver problema alguno sin generar otra miríada.

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Dividimos sin mayor dificultad el mundo en realidades y ficciones como si las segundas fueran más irrelevantes y las primeras menos engañosas.

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El observador condiciona el experimento porque acaso este reproduce a su escala la burla camuflada que se cierne con perdurable gravedad sobre la curiosidad de aquel.

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Performatividad. Por increíble que sea, lo creído cría y lo criado se exime de dar cuentas de su creación porque ninguna verdad puede mirarse fijamente a sí misma sin sucumbir.

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El engaño, cierta ceguera selectiva bajo la impronta de lo irrenunciable, dota a la vida de la funcionalidad necesaria para satisfacerse a sí misma sin desviarse demasiado del marco instintivo donde ha evolucionado. Abierta al conocimiento exacto de los azares transfigurados como voluntad y consciente del porvenir que nace con ella censurado, la existencia sería insufrible, horrorosa hasta un grado de saturación paralizante y, con todo, la única opción válida de vislumbre para quien ha truncado para siempre su conformidad con las apariencias.

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Entender los mecanismos de la mentira puede, en efecto, llegar a comprometerla, lo cual no significa que ayude a constatar la autenticidad de una verdad como acto de entrega a los requerimientos epistemológicos del indagador; investigar la mentira contribuye, antes bien, a realimentar la sustantividad fáctica de la invención, que tiene a su favor el privilegio de ser la primera elaboración semiótica provista de mecanismos que se sublevan, inaprehensibles, contra el intelecto que la interroga.

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¿Tan opaco es el ruido ambiental evacuado por las ocupaciones humanas que ya no se escucha en la conveniencia de atenerse a los hechos los vítores que aclaman el embuste vencedor?

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El pulso de los pregoneros define la velocidad del curso histórico, pero la Historia, ultrajada por la locuacidad acelerada de cronistas tan exiguos, toma en últimas la revancha de la mayúscula contra quienes propalan con insolencia los melindres y ruindades que pretenden retratarla como la memorable canallada que siempre ha sido para nosotros, sus cautivos.

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Armado con su plétora de claridades y su ineludible sarro de brumas, así lluevan ranas o caigan imperios centenarios no bien se desata el pensamiento tíñese de una vocación decapante propia de ociosos y forajidos, de tímidos desertores e indecisos temerarios en los que brota más como obra de reacción frente al tedio que en calidad de tarea al servicio de un propósito externo al discurrir por las revesas de lo ignoto.

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Lo malo del pensamiento propio es que pronto intoxica como la propia jeta cuando es contemplada de cerca, cansada de plagiarse un día sí y otro también desde que se tiene consciencia; y si uno puede eludir concentrarse en su reflejo al hallarlo en el raso de las superficies que se lo brindan pelmazo, nada nos libra de ese ingrediente terebrante al que damos vueltas y revueltas como un chicle mascado que no podemos sino tragar negligentemente o escupir con afectación en un intento de conferirle el asomo de gracia que lo justifique.

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Ningún pensamiento arrojado se pronuncia en vano y ningún arrojo pensado se entabla sin exigir un peaje carnal.

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Todas las cosas, hasta el gránulo de polen que nadie vio ahogarse en el relente, deberían tener nombre propio; si no se lo damos no es por insuficiencia creativa o mnemotécnica, pues más tontos empleos sientan cátedra, ni tan siquiera por la escasez de tiempo para atenderlas con que excusamos nuestros paulatinos desdenes, como por indulgencia con la grosería de encerrarlas dentro de un apodo genérico, féretro de su mismidad, en detrimento de los atributos ontológicos sentenciados por nuestros sentidos a convertirse en un amasijo indiferenciado de hechos cómodos de relegar a la inconsciencia.

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Magisterio sin disciplina huye en el viento; disciplina sin magisterio, azote fraudulento.

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La palabra fue un don adjudicado al hombre para distinguirlo del resto de los animales que, como él, abrevan con su sangre caliente la risa helada de los dioses; con la palabra nuestra especie aprendió a mentir, es indudable, pero también a suplicar y maldecir, acciones ambas a las que debe en inmensa medida su habilidad para sobrevivirse donde otros seres, de poder hablar, gritarían «¡basta!».

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Se es esclavo de cualquier temor cuando todo importa y señor de la propia entereza cuando nada importante arredra.

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Como el buen cemento, recio echará manto en la fragua de un carácter el rigor sin ajetreos de las roñas transpiradas a lo luengo de muchos cambios de estación, más de las que tarda una vida en arruinarse a sí misma tras el dolor de varias mudas.

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Investida de confianza aun embestida a traición, signo franco de grandeza y flanco descubierto en ella es perdonar las ofensas de los pequeños que estos agradecen con mayores agravios.

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Importa la obra, no la fama; la forma libre del formol con que el autor se emborracha en la celebridad, y que nadie hurte con chabacano realismo de éxitos y fracasos los sueños que quien se desvela de la modorra común regala en un desgarro a la memoria de los durmientes.

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Lo que el nido roto de las golondrinas calla sin remedio es lo que la mano que lo derribó envidia con descaro.

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El más formidable falo empequeñece al hombre que no piensa más allá de él, pero ¿a qué hombre, por grande que sea su espíritu, no le apasiona jugar con la despreocupación de un ser elemental?

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En estos tiempos de fideizante activismo, el motivo de inquietud para embestir es secundario, casi accesorio, lo crucial es que haya una perentoria movilización en la superficie sobre la inamovible perpetuación del sustrato de convicciones consanguinarias destinadas a fomentar el crecimiento estructural del aparato social contra las fuerzas díscolas o unífugas que pueden disgregarlo. Más que agentes hechos a sí mismos, proliferan los fautores miméticos y adoradores inerciales, todos ellos pacientes de la necesidad de intervenir, de producir, de renovar, de extender o de multiplicar algo y de tal manera sujetos subalternos, que solamente en la contemplación encuentra su actitud de inoperancia deliberada la insurgencia, máxime cuando se hace patente en las transacciones cognitivas cotidianas que hasta los ateos han caído en la trampa de creer que la inexistencia debe ser probada, ¡como si existir no fuera la demostración cumplida de la blasfemia contra la conciencia que representa el túnel sin salida de una matriz real!

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Semana Santa. «La sangre sin fuego hierve», previene el refranero, y con esta idea en el cargador animo a que el feligrés ruegue a su credo bondad con los suyos en un sentido restrictivo, privativo, felizmente excluyente para los foráneos. No corto sufrimiento evitarían de esta guisa los histéricos a los heréticos que desprecian adherirse a su rebaño; solo a un verdugo de remate se le escapa cuán enriquecedor ha sido el celo de los idólatras para quienes preferimos ir hacia la muerte sin remolcar instrumentos de tormento ni otras venerables reliquias rezumantes de instrucciones nulas para vivir con honra.

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Si a las personas se las juzga por sus actos y sobre el veredicto final poco o nada pesan las intenciones que aducen en su descargo cuando los efectos son de todo punto dañinos, asombra que con las creencias ocurra lo contrario incluso en los casos que no han sido favorecidos por la asimetría de un dominio secular ganado piadosamente a palos. Por escandalosas que sean las consecuencias de sus postulados, en lugar de denunciar el disparate que supone otorgar a cualquier doctrina ejemplar el beneplácito de respetabilidad para ponerla en práctica, nunca faltarán fiscales de matadero que culpen a la debilidad humana de no estar a la altura y blancura de unos principios indebidamente aplicados, como si tales cagarrutas intelectuales no fueran hijas del sarcasmo que la naturaleza comete con el espíritu al dejarlo en el vacío a merced de sus artefactos ideológicos.

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Cuando la valía se limita a destacar como continuador de los axiomas consagrados por la cultura, solo al rebelde sin guión cabe la prerrogativa de descarriarse fuera del derecho de cualquiera a cargarse de razones consabidas.

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Primero fue el castigo; después, el juicio: las fracturas, mutilaciones y hemorragias preceden al logos. Si hubiésemos de esclarecer el nacimiento de las instituciones mejor reputadas en materia de justicia y moral, ninguna nos evitaría la arcada de descender a los antros donde progresaron las técnicas de tortura.

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Quien esté exento de deuda que expiar, que arroje la primera piedra contra sí mismo.

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Concesionario de filfas en vestiduras menguantes, al constitucionalismo le hieden todas las flexuras. No derechos, sino siniestros, letra zurda de leyes mancas y jactancia de giñadero entre los farsantes que las figuraron, habrían de llamarse las ventajas sociales que van directas a la cloaca del reajuste presupuestario favorecidas por una laxitud civil que recapitula la evidencia de haber sido reconocidas sin una conquista que las avalara, en su momento, con el mérito de la victoria o, posteriormente, con la organización de un frente presto a vindicarlas cada vez que son vulneradas por las mismas cúpulas que, convencidas de que el espíritu de reforma posee virtudes lenitivas, consintieron algunos momios populares mediante decisiones que revelaron tener su verdadera directriz en no darse jamás por vencidas... ¡y ni por estas abjuran del remiendo los hijos de la inopia que las padecen!

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Neocanibalismo. Mejor nos irá si la industria médica no llega a descubrir el medio de incrementar de forma considerable la esperanza de vida útil: lo único que puede hacer de la longevidad una apuesta respaldada por los poderes públicos es la voluntad de exprimirnos veinte, cincuenta, cien años más, con el bienestar asegurado.

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No temo la decrepitud que espera al que se espera de más; temo que el miedo a alcanzarla me nuble la capacidad de advertir que mis momentos de nitidez se han disipado sin arrastrar consigo el estorbo de un cuerpo empecinado en prolongar la calamidad.

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Tener a mano todo lo esencial y ningún quehacer a la vista que empañe la divagación: otros, menos dichosos, lo llamarían aburrimiento; yo, que deshojo abulias a pellizcos y me desgano desde que echo el pie a tierra, estoy por dispensar que un tal Dios existe y me quiere de verdad.

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Domesticación recíproca. Si la conducta civilizada —que en este presente, lejos de ser mordaz, encarezco— puede sintetizarse en la máxima de mínimos que ante una situación conflictiva estimula a compartir los recursos en vez de pelear por ellos, los practicantes del poliamor dentro de la respetuosa esterilidad convenida, libres al fin de la posesividad afectiva, sexual y reproductiva, deberían ser sus primeros apóstoles, no los diplomáticos de modales grandilocuentes a quienes solo debemos escabechinas y la receta de algún cóctel ingenioso.


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Carnívoros. Si dijera «aprendamos de los monos a ser menos inhumanos», como hace un instante me relajé a opinar en la intimidad, la hippiada estaría servida y, de palabra, mi más sentido ridículo. Aprendamos, ahora sí, de todos los ariscos y peludos animales causantes de pavor no a ser más humanos, que plaga el mundo es de ellos, sino menos maquinales, más duros para la programación añadida a la maldición genética.

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Me enorgullece que la epidermis de mi casa sea deseable como refugio para avispas, arañas y otras bestezuelas envenenadoras con las que mantengo un entendimiento tácito urdido alrededor de polémicas en las cuales mi humanidad es señalada como una razón de incertidumbre permanente por los invertebrados de la campiña.

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Como al inicio, últimamente escribo para glosarme trasfondos de los que sé mejor lo que no puedo saber; como ayer, hoy descubro que en el sistema radicular de mis textos hay más conexiones ocultas de las que yo mismo suscito mientras los creo. Ciencia infusa o auxilio de reverberaciones subliminales, de algún modo que no me arriesgo a concebir con la desenvoltura capada, voy alumbrando conceptos bajo luces reflexivas más potentes que las mías.


He tomado la imagen de un libro de pinturas japonesas del siglo XIX que perteneció a Luis Araújo, anticuario de amplio espectro cultural y amigo proclive a una clase de liberalidad tan insólita como digna de quien ha curtido las batallas de su suerte, que son también las de un carácter resuelto, en la independencia vital que esta época nos frunce.

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