6.3.15

NI IMPRIMIR NI QUEMAR

Un adagio atribuido al legendario Sileno, preceptor vínico del dios Dioniso, asesora que «el mayor bien del hombre es no nacer, y el segundo, morir cuanto antes».

Ante la imposibilidad de la ley para castigar a quien se ha procurado alivio de extinción por sí mismo, la moral de la docilidad, ávida de siervos productivos, ha encontrado en los automatismos biológicos un modo de hacer penar a los ausentes con la instigación a procrear que ejerce sobre los presentes.

Quizá no anden errados quienes piensan que el acto de fecundar no es fruto de la elección humana, sino fogonazo divino, tanto si juega o no a los hexaedros con nosotros el gran promotor de incertidumbres al que atribuyen la faena tras escalfar la concupiscencia. Allá ellos con las futesas del parentesco trascendente que arrea su grupa de genes, se perciben más claramente las trazas familiares del diablo, su pertinaz incitación a la odisea del escarmiento, en la expulsión del paraíso que supone cada concepción.

Los politizados derechos del nasciturus no son nada con la nada que habrían de alumbrar los derechos superiores de los ingénitos, de los no concebidos; en un mundo más consciente de las cuitas del ser donde cundiera, además, la delicadeza de inhibirse frente a sus vicios menos recomendables, reproducirse seguiría siendo una apuesta personal, pero no sería legítimo ni bello para la sensibilidad adquirida que alguien impusiera a otro el deber de vivir, incluso si ese otro no existe.

Vanitas de Barthel o Bartholomäus Bruyn. Repárese en el mechón que se aferra al hueso como un grotesco vestigio de lozanía, por no mencionar el descaro a lametones del moscón o el rótulo donde puede leerse la sentencia, no apta para espantadizos, «Omnia morte cadunt, mors ultima linia rerum» (todo pasa con la muerte, la muerte es el límite último de todas las cosas). ¡Ojalá fuese cierta!

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