26.3.15

LA EMERGENCIA SUBNORMALIZADA

Manuel López-Villaseñor, Conejo desollado
Un poder bienhechor velará sobre cada hombre desde la cuna hasta la tumba, reparando los accidentes que le sucedan, aunque dependan de él mismo, dirigiendo su desarrollo individual y orientándolo hacia el empleo más conveniente de su actividad. Como consecuencia lógica, este poder dispondrá de todos los recursos de la sociedad con el fin de darles el más alto rendimiento y multiplicar los beneficios que confiere.
Bertrand de JOUVENEL
Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento

Se nos ha acostumbrado a dividir en varias categorías formales las libertades civiles para enturbiarnos o hacernos olvidar que constituyen una polifonía compleja de relaciones espontáneas, con uno mismo y con los otros, de tal manera entrópicas e inseparables que la merma de alguna de sus funciones compromete seriamente las demás. ¿De qué sirve la libertad de expresión, podemos preguntarnos, si el pensamiento puede verse en cualquier momento sometido a una intensa vigilancia policial? Y a la inversa, ¿de qué vale el pensamiento si darle expresión implica un alto riesgo de ser investigado, perseguido y castigado por ello? Frente a escándalos de pantallita como los tuits que se mofaban de los catalanes fallecidos en el vuelo del pajarraco de Germanwings, convendría recordar una sentencia que no por haber sido atribuida falsamente a Voltaire —pertenece en realidad a Evelyn Beatrice Hall, una biógrafa británica del autor francés— es menos adecuada para ilustrar la actitud propia que diferencia a un espíritu libre de los resabios totalitarios al uso: «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».

Por ofensivos que puedan ser los insultos difundidos en las redes sociales por cuatro energúmenos desaprensivos, lo preocupante es aprovechar una circunstancia luctuosa que mantiene a los espectadores con la guardia baja para incrementar el control de las comunicaciones so pretexto de impedir la propagación de opiniones constitutivas de delito. Ahora bien, si para los celosos defensores del Código Penal las opiniones incómodas son equiparables a actos punibles, ¿por qué no las llaman crimentales en atención a la claridad del concepto y de acuerdo con lo apuntado en la novela archisabida 1984? Como es digno de mezquinos, y más si son dirigentes, temer en cada matiz al semejante, por efecto de un avión de pasajeros estrellado obtenemos del gobierno, siempre tan dadivoso, un atentado contra la libertad de los que todavía pateamos esta tierra, incluidos quienes padecen honestamente esta abrupta pérdida de vidas. A cualquier observador no condicionado por la polución de las emisoras podría parecerle que el señorazo que ostenta el Ministerio del Interior, en un ataque de vanidad gansteril, desea quedarse por encima de la gravedad del suceso. Con todo, puede que a juicio de muchos teletragones estas medidas represivas no sean susceptibles de interpretarse como un conato de ese terrorismo de Estado embutido en los anales de la vergüenza ibérica hasta la traquea; ¿qué dirán entonces de la Cruzada Nacional, que fueron cosquillas de Dios enviadas para consuelo de los supervivientes vencidos? 

No es una doctrina laudable inculpar a alguien por tener mal criterio y peor gusto; si así fuera, el 99 % de la humanidad debería pudrirse en campos de concentración con toda su descendencia. Los estúpidos aman las banderas y las banderas necesitan estúpidos que excusen las tragedias que provocan sus apologistas, pero en un país en vías de descomposición como España lo catastrófico adquiere un relieve adicional: el verdadero drama es que se haga barra libre de dolor a tiempo completo tras el rastro de una kamikazada mientras sigue alzándose un muro de silencio alrededor del suicidio íntimo, el que extingue solo a su ejecutor, la primera causa de muerte violenta aquí y en el resto del mundo. Los medios de masas rebobinan de forma incesante la inmensa variedad de escenas macabras que el microbio humano es proclive a producir a la vez que niegan espacio en los noticieros a realidades tan desafiantes para la sociedad como la muerte voluntaria, que debido a su fuerza corrosiva para las sumisiones ordinarias representa el mayor tabú dentro de la gestión de desastres que compete a los poderes públicos, fieles a la máxima de no permitir que la contundencia de una verdad les ensucie el montaje y, claro está, más preocupados de borrar de la memoria compartida hechos imposibles de rentabilizar que preparados para asumir su fracaso en la tarea de administrar del modo menos lastimoso el caudal que la gente enrollada denomina bien común —¿de quién?

¡Qué crueldad agotadora exhiben las cadencias del destino y cuán generoso hubiera sido, puestos a fantasear, llenando el pasaje con ese centenar largo de vips de la política chusquera que tanto se hacen querer por las calamidades evitables que provocan!

Declino culminando la impresión de que la malevolencia es una constante histórica en todas las culturas, problema de imposible remisión que se acentúa en nuestra civilización porque la especie se ha disparado demográficamente. De cara a esta compresiva certeza, ¿qué puede hacer el intelecto racional sino declararse impotente? La razón se equivoca demasiado, unas veces por cortedad de visión, otras por exceso de cálculo y, las más, por la chulería de creerse superior a otras facultades. Palabra de instinto.

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