Bartolomeo Ammannati, Alegoría del invierno |
La abundancia y el consumo ilimitado son los ideales de los pobres; son el espejismo en el desierto de la miseria. En este sentido, abundancia y miseria son sólo dos caras de la misma moneda; los lazos de la necesidad no necesitan ser de hierro, pueden ser de seda.
Hannah ARENDT
Sobre la revolución
La democracia se basa en la igualdad y esta propende al absolutismo, pues como forma de organización interesada en maximizar la hegemonía de la colectividad sobre otros órdenes no se pronuncia sobre cuáles deben ser los límites del poder político, hecho este que ocupa, por el contrario, un tema central en aquellas concepciones que postulan la libertad individual como un bastión irrenunciable desde el que confeccionar el marco jurídico de lo social. ¿Acaso significan más los derechos nominales distribuidos en comanditario garrafón que el respeto efectivo a la jurisdicción de sí en cuya ausencia y quebrantamiento la soberanía digna de franqueo constituyente, la que no unce la potestad a modas gregarias ni instituciones abstractas, se ve condenada a la inoperancia? Sabido es, por desgracia, que con independencia de quién maneje los asuntos de Estado, de cómo se adjetive su penetración en las conciencias o de bajo qué supercherías legitimadoras pretenda justificarse su acción —legitimación que depende, en último extremo, de su capacidad disuasoria—, a fuerza de democracia se construyen imponentes tiranías que presentan una ventaja innegable respecto a las dictaduras de viejo cuño: gustan a un segmento muy amplio de la ciudadanía, que ni siquiera las llega a reconocer como tales. Ostentosas hasta en los ademanes victimistas de sus paranoias, las proclamaciones democráticas reservan su eficacia gestora a la dotación de instrumentos autorizados a sus feligreses para ridiculizar, silenciar o incriminar, según convenga, las voces discordantes, como si un gobierno sometido al control de la mayoría volviera prescindibles el resto de las garantías contra el dictado de estas, fenómeno inquietante que se agrava toda vez que urge la necesidad de recordar que democracia y populismo, o sus equivalentes menos divulgados oclocracia y demagogia, son términos que etimológicamente designan una misma realidad por más que numerosos periodistas y otros apesebrados de la confusión lingüística, no siempre cómica y raramente inocua, hagan por sistema un uso antitético de ellos para salvar ante el público la supuesta honorabilidad de un determinado régimen de valores que procura lamerle el culo a la plebe para sodomizar a fondo, parlamento mediante, a cada uno de los sujetos que se hallan en la desventura de componer la población de votantes —se me ocurre un sarcasmo tontorrón a cobijo de dos de las varias acepciones de censo...
En estos tiempos de administraciones armadas con poderes reticulares y competiciones televisivas por el agiotaje de la demolatría, la característica definitiva que diferencia a un verdadero demócrata, por usar la locución en alza, de la voluntad de dominio de un sátrapa no puede pasar desapercibida a poco que se comparen sus respectivas bulimias ideológicas: mientras el segundo, allí donde manda, suele saciarse acaparando privilegios a costa de sacrificios ajenos tan desmedidos como la jactancia que hace de su continuo expolio, el primero renuncia a considerar que el sosiego y un relativo bienestar civil sean posibles sin compartir visiones idénticas sobre principios, medios y fines. Por si la distinción no fuera alarmante desde cualquier óptica que se la juzgue, salvo la despótica, el rasgo que iguala a ambos, al demagogo y al reyezuelo, es su afán por elevar a rango de norma general irreprochable la estrechez ética de su sentido común. Frente a esta calaña de enamorados del pueblo, a mi nada moralizador criterio parécele inmoral no que uno haga de su capa un sayo, aun si ese hábito lo convierte en monje, sino que otros, en nombre de un patrón superior, se adjudiquen la aptitud de introducirse en los feudos particulares con la facilidad del aire envenenado que respiramos. Por supuesto, el simio vanidoso nunca ha sido libre por naturaleza, pero lo mejor que puede hacer por sí mismo sin negar su malparada condición es desarrollar la disciplina, perfectamente excepcional, de la libertad. Para Hayek, a quien nunca se relee en vano cuando diestras o siniestras, encastadas o desgreñadas, las masas asoman por el horizonte con vocación revuelta de enema, «el liberal, en abierta contraposición a conservadores y socialistas, en ningún caso admite que alguien tenga que ser coaccionado por razones de moral o religión. Pienso con frecuencia que la nota que tipifica al liberal, distinguiéndole tanto del conservador como del socialista, es precisamente esa su postura de total inhibición ante las conductas que los demás adopten siguiendo sus creencias, siempre y cuando no invadan ajenas esferas de actuación».
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