19.6.12

FABRICACIÓN DE LA BAJEZA

¿De qué sirve conquistar la naturaleza si nos convertimos en presa de la naturaleza bajo la forma de hombres sin freno? ¿De qué sirve equipar a la humanidad con fuerzas poderosas para moverse, construir y comunicar si el resultado final de esta acumulación de alimentos y de esta excelente organización ha de entronizar los morbosos impulsos de una humanidad frustrada.
Lewis MUMFORD
Técnica y civilización

El derecho al trabajo, entendido también como el canon para acceder a los bienes básicos de consumo, es el feo reverso sin el cual no se explica el reconocimiento del derecho a la vida: se nos permite vivir, por supuesto, bajo imperativos de cotización productiva. Para un siervo moderno, que ha olvidado la indignidad que subyace en todo contrato de actividad forzosa por muy bien remunerada que esté —¿y qué es en realidad un salario sino un préstamo insignificante que ha de volver a su origen tras rendir gabelas?—, el derecho a venderse en el mercado laboral vale lo mismo que el deber de ser sumiso a tiempo completo, pues el ocio se haya igualmente exprimido junto al trullo de las obligaciones, cuando no queda inerte como el resto de un intercambio engañoso o muere asesinado por la fatiga resultante, el embrutecimiento reiterativo y las infinitas solicitudes que tensan el arco maldito que se extiende desde las urgencias publicitarias a la desnaturalización del aburrimiento, condenado a la disfunción de un espacio invadido por la consigna de sacarle provecho en vez de ser asumido como una extensión incógnita abierta a las potencias del espíritu. Con agravantes o atenuantes, la explotación permanece, y así como la reducción de la jornada se acepta cuando hay espectáculos convincentes que no cesan de generar beneficios durante los márgenes temporales de aparente descanso, el incremento del mínimo computable de prostitución exigida se lleva a efecto en los momentos delicados para el sistema que son exteriorizados por la crisis de credibilidad de las distracciones masivas, a la que se añaden las dificultades de la demanda para entrar en la oferta de la que depende, siempre según el comercio, el bienestar personal. Tanto el curro como el asueto forman parte de un continuo reglamentado que acapara las veinticuatro horas del día, siete días por semana, con el fin de mantener el orden. Sin la renovación constante del cansancio y de las frustraciones, tan lucrativas como innecesarias, implantadas sobre el hecho palmario de haber excedentes humanos, nadie podría asimilar la farsa que encierra la sociedad de la prosperidad. Al menos, una cosa es cierta: ya no se esclaviza; basta con domesticar al individuo como un recurso moldeable que ha pasado de ser vasallo a mercancía manejada por los dictados invisibles del poder financiero.

Antes de la Era de la Máquina, el chantaje de la redención del alma en el más allá; ahora, la extorsión de la salvación de las sombras de un mañana inseguro que reduce el presente a la fragilidad de sus fuerzas. Antes de la Edad Conspirativa que se restaura regularmente con la dramatización parlamentaria de su cúspide inamovible, el mito de la liberación contra la autoridad que el señor feudal ejercía en un orden sancionado por las leyes divinas; ahora, la marginación de la disidencia creativa hacia los arrabales de las ideologías triunfantes, de derecha e izquierda, que comparten la copa de sus miserias en los santuarios de la eficiencia cosificadora y el crecimiento económico; ideologías seniles cuya solvencia ha expirado y nos apesta desde cada facción del espectro político —¿o debería decir fantasma?— por más que sus respectivos alcahuetes se nieguen a confesarlo.

Las mentiras más prodigiosas se vuelven aberrantes cuando la gente empieza a creer en ellas.

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