19.10.15

RESPUESTA A CURARE

Theodor Kittelsen, Oso dormido
Hay tiempos en los que no se debe gastar el desprecio más que con parsimonia, de tantos necesitados como hay.
François-René de CHATEAUBRIAND
Memorias de ultratumba

Es curioso que llame tu atención ese último espasmo reflexivo; está calcado del que solté en un intercambio de franquezas con un colega cuyas páginas me han servido en lances críticos no de empuje, aunque sí de valiosa referencia para matizar la visión en el largo bostezo de un crepúsculo mental extraño a los consuelos de la fe y a la alegría de los hombres, entre quienes me desplazo, carente de esperanza y añoranza, como si lo hiciera entre algas sobre las aguas lóbregas de la consternación, que son impenetrables a la verticalidad del esclarecimiento y se resisten infinitas a la propulsión en pos de un horizonte. 

Quizá porque no sé estar con los demás adobo la presunción de estar en ellos, bien es cierto que de forma fragmentaria e irregular, a modo de sorbo amargo o de áspera calada, más como interlocutor figurado al gusto de cada cual que como presencia cálida y manifiesta, convertido en un artefacto literario mediante el cual el autor, que nunca se ha visto interesado en ganar proyección personal para mayor desvelo o regocijo, se pertenece a sí mismo gracias a la apropiación insospechada, incidental podríamos decir, que otros puedan hacer de sus ocurrencias. Conque no me comprometo a dar cumplimiento a esa clase de silencio anunciado por la voz interior que, consciente de la sordera selectiva del mundo —«el aire está lleno de nuestros gritos», según Beckett—, intenta recuperar tono y sintonía más acá de los recursos expresivos del ingenio.

Sin ánimo de exagerar la nota dramática de mis cuitas ni voluntad alguna de ataviarme con podredumbres prestadas, la pérdida y el deterioro de sí, incontenibles como el «hámago visceral» mencionado por Styron en su conocido tratado, me estancan en una sensación de impostura a medida que los despertares se deshojan y la pregunta cardinal de la filosofía, que Camus dejó clavada en El mito de Sísifo, se intensifica. Ya no es oportuno saber para qué merece vivir, sino por qué no se mata uno cuando verifica a ciencia cabal que la cobardía no fluye por sus cauces. En idéntica encrucijada estaba hace años, antes de que el fracaso reiterado de entregarme a encantamientos pasajeros disipara cualquier tentativa de autoengaño en brazos de otro ser. Y aun sin causas por las que lamentarme a juicio de un amplio público, tampoco estoy en condiciones de conseguir que sea llevadero vivir como yo vivo; indeciso, por tanto, entre un aquí poco persuasivo y la tentación insuficiente del allí, cuido mi calavera mientras sopeso las posibilidades. No en vano, «lo que una sola vez se ha de hacer, muchas se ha de pensar», y como suelo confesar a mis próximos, todavía no he aprendido lo suficiente para tomarme en serio.

Pese a los apretados límites de lo que no se puede cambiar, como el carácter; pese a aquello que sucede con el sello inexorable de una forma predestinada, raramente dejan de introducirse elementos en el alma que rearman la individualidad con una actitud estética capaz de transformar deméritos y hastíos en beatitud frente al tráfago de las necesidades ordinarias, un fenómeno que relaciono más con la ironía metafísica que con la explesis mística. De cualquier forma que sean enfocados, solo el humor proporciona la fuerza para tallar —en dos de sus acepciones principales: modelar y calibrar— la medida justa de los hechos.

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