Henri Le Sidaner, Le Bec de Gaz - Nuit bleue |
Joseph CONRAD
Bajo la mirada de Occidente
Por encima de cualquier otro deber que se imponga, el sabio tiene la obligación de desconfiar de cuanto sabe o de admitir públicamente que no es de fiar.
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Más que destacarse por el dominio de los sentimientos, la inteligencia se eleva cuando no es lastrada por el esguince de emoción alguna.
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No solo son cognitivos los límites menos pertinentes calzados a nuestra homínida condición, pese a que la desmesura del intelecto, en paridad con la truculencia de cualquier otro exceso, dinamite a su hospedador; están también los morales, los legales, los consuetudinarios y otras enmarañadas superfluidades que por reacción suscitan aquellos, bien distintos, que el intrépido ha de poner con objeto de eludir los diques de aborrecimiento erigidos contra la soltura del espíritu y las irreductibles displicencias de que este se vale para abrir rendijas de apostasía en los cimientos de lo pretenciosamente imperecedero, síndrome inconfundible de lo que ha nacido muerto.
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¡Cuán reconfortante es escuchar en genio ajeno las atrocidades que nunca atinamos a formular! ¡Y cómo descorazona que no haya sido capaz de proclamarlas en toda su severidad cuando la ocasión retaba a dar un salto venial con el pensamiento!
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El estado del cosmos depende de nuestra imaginación no menos que el estado de nuestra imaginación de la inmensidad del universo clausurado al conocimiento.
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Sin menoscabo de su solvencia filosófica, el agnóstico es un cobarde oportunista. A Dios hay que gestarlo o fenecerlo: no es Alguien con quien puedan ecualizarse medias tintas.
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Aunque me supiera en un error y anticipara en la victoria un esplendor vedado a mi naturaleza, admitiría que Dios existe solo por la magnificencia de declararle la guerra.
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No todo lo que funciona existe, por eso lo que existe funciona.
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Para obrar de buena fe hay que obrarse, en densa complicidad con uno mismo, una bondad que subsista sin necesidad alguna de fe.
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Ser bueno cuando no se puede zozobrar de otra forma carece de mérito; el valor de la benevolencia se conquista cuando lo más asequible es comportarse con una malignidad tanto más inútil cuanto que prolonga la habida en la imprudencia de estar vivo.
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Saber mantenerse entero entre los deseos y temores que nos acechan. No conformarse con lo bajo pudiendo hacer lo mejor. Obrar por el amor a la obra cultivada con esmero, no porque haya precepto que obligue a ello, razón que le confiera sentido, estridencia a la que sumar impulsos o recompensa añadida a su consecución.
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No se conceda uno valor por ser suyo; sea uno suyo porque así lo exige la decisión de ser valeroso.
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¿Dónde situar la verdadera valía? Varios grados por debajo de lo que crees y algunos más por encima de lo que sientes.
Ni faltas ajenas enmiendan las propias, ni propias virtudes las solventan.
El primero en darle rienda suelta a uno mismo es el otro en busca de una ocasión para castigarlo.
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Ni faltas ajenas enmiendan las propias, ni propias virtudes las solventan.
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El primero en darle rienda suelta a uno mismo es el otro en busca de una ocasión para castigarlo.
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Si la vida es una excepción a la regla de las galaxias muertas y la conciencia de su mortal singularidad una excepción a la regla de la vida, la lucidez de la conciencia, a fuerza de introducir excepcionalidad en la excepción, se convierte por sí misma en una herejía al dejar de seguir como irrevocables los simulacros que la vida promueve para preservarse.
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En la naturaleza, cuya voluntad es tan fértil como cegata, todo está permitido excepto detenerse; el ajado espectáculo de las variaciones sobre un mismo tema debe continuar a cualquier precio, y es ahí donde las pautas de la materia traslucen su vehemencia protagónica con el pavor de un fugitivo que huye hacia delante.
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Excusarse por la potencia del espíritu es degradarlo al rango de quien teme quedarse a solas con él, rompiendo así la proporcionalidad entre los derechos y deberes que le confieren su más armónica expresión frente a honores mediocres, demagogias travestidas de justicia y esa normalidad prefabricada que se pliega a cualquier orden con tal de no pasar por la alquitara de la conciencia desasida.
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Puede que no el más necio, aunque sí el más deplorable de los hombres, sea aquel que en sortilegio de su propia redención considera basura todos los bienes terrestres y tiene por obra pía la destrucción de cuanto es incompatible con el monorraíl de sus creencias.
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Contra la común y muy evangélica opinión que juzga la riqueza material como un signo inequívoco de culpabilidad, la proliferación de pobres en quienes la maldad deslumbra por su constancia denota que la hez, antes que patrimonio de una clase social, es con preponderancia una cuestión de jerarquías espirituales.
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Si realmente fuera lo que dice ser, la conciencia de clase se desactivaría de puro rubor al sacar a la superficie lo mucho que uno es deudor de los tabúes y prejuicios inhalados en las celdas mal ventiladas de su extracción social.
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Con hábito religioso, la codicia infla a reventar la tierra hasta rozar el cielo.
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Dado que ninguna de ellas tiene sentido sin la otra, la transgresión y la norma copulan entre sí cuando se ocupan de contrariarse, no de representar el papel de su contraria.
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Repartir sátiras cuando lo habitual es remover enjambres de consignas siempre será motivo de albricias para la inteligencia que no teme señalar que el emperador, además de pavonearse desnudo, está defectuosamente clonado o acaso peor: robotizado.
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No anda apartado de la verdad quien advierte, en el vigor con que unos quieren contagiar su percepción de la realidad al resto, el miedo a la irrelevancia que reina en su interior.
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Elogiar la libertad negándosela a quien la niega es incurrir en los mismos empeños que la vulneran, pues carece de sentido mirificarla como principio si se excluye la posibilidad de una alternativa.
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Una libertad que solo puede dar cabida a los que piensan igual vale menos que cualquier sistema esclavista donde, al menos, las relaciones de dominación son llamadas por su nombre.
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Cuando el anhelo se frustra, la cúspide se insinúa en la distante quietud; cuando se alcanza la calma, la incitación vuelve a divisarse tentadora a ras de tierra. El movimiento del ánimo lo provoca este recorrido pendular donde se verifica que librarse de la presión de un deseo es tan placentero como indeseable ganar la liberación mediante la inapetencia, sentida con justa fama hija del cansancio o de una envarada apatía.
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De la ludopatía existencial que tira de sus fieles incluso cuando el juego les dicta yacer tronchados y chupando tubos, no puede decirse que enganche lo suficiente por la perspectiva de un éxito improbable como por el orgullo insidioso de sobreponerse a la derrota.
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Ninguna causa de debilidad se sostiene sin lo mucho que nos importa vivir.
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Donde Marx y sus esbirros proponían sacrificios por la utopía venidera, el capitalismo excusa sus altos costes humanos apuntando a una futura opulencia sin parangón. Más allá de otros factores, ambas escuelas de vileza comparten el espíritu promisorio: cuando el estado de cosas no se resuelve según lo previsto, lejos de cuestionar los dogmas aplicados sus partidarios alegan insuficiencia de medios o la aparición de obstáculos que sabotean la viabilidad del proyecto original.
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El hecho de saber que la circunstancia actual podría ser peor en otros contextos sociales no hace de la vida en común una estancia menos abyecta. Toda sociedad en decadencia precisa inventar o agigantar una Bestia Parda que le ayude a presentar como aceptables las taras que ella misma ha engendrado. Pendiente de peligros ficticios, la impresión de las monstruosidades reales se ve disminuida hasta el punto de parecer fruto de una paranoia.
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Rojos, negros, incoloros o de esas tonalidades arenosas que remedan los parajes donde críanse barbados matarifes a lo divino, la inexistencia del enemigo que se denuncia a instancias oficiales es un fuerte estímulo para arrastrarnos a la conclusión, harto engañosa, de que los sanguinarios están por todas partes, cuando las más solo acampan en los despachos.
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La ley que la persigue por detestable es aún más ominosa que la opinión detestada.
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La indulgencia que se gasta con los comunistas, a quienes se tolera como parte de la banda parlamentaria, contrasta con la celeridad que tacha de fascista a quien es preferible desacreditar moralmente a fin de etiquetar como inadmisibles sus argumentos antes de tomarse la molestia de estudiarlos. A poco que se examine, este celo democrático evidencia en su estilo una actitud que en nada contraría la esencia del fascismo, al cual más bien remoza con la apariencia de su antítesis para permitir a los colectivistas del pensamiento influir en la sociedad sin levantar sospechas.
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Ningún humano está en facultades de captar aquello que se extiende por el envés de lo que constituye la dimanación de su propia identidad. No es accidental que las alarmas del yo se disparen cuando la subjetividad empieza a ser consciente, atrapada entre el horror y el estupor, de que una interrogación atenta a las profundidades más íntimas de la realidad —esa pandemia de locura disfrazada de solidez— arroja que no hay nada que conocer ni conocedor a quien culpar o absolver por el peso de sus actos.
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A juzgar por la tozudez de los rescoldos optimistas que sobreviven a la expansión de la conciencia, es más fácil encontrar a Dios a la vuelta de un infierno que admitir, sin trasminarse de pamemas, la ubicuidad del sentimiento trágico del cosmos.
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La luz que ilumina el camino apaga los pasos.
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Se puede quitar al hombre del vacío, pero al vacío del hombre no hay quien lo arranque.
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Dudar, quieras o no quieras, siempre será faltar: a los rituales del deber y a los reclamos del placer; a cuanto la vida habilita para reclutarnos.
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No aporta mucho sentido desmontarse si no se dispone de una orientación nítida para volver a encajar las piezas una vez se averigua cuáles son las estructuras construidas en falso que deben caer en aras de un mayor despejo. Nos interesamos sobremanera en crecer cuando lo decisivo, si algo cuenta todavía, es proceder liviano entre lo grávido, llevando consigo por única valija el estigma lustrado del desencanto cuya contemplación baste para inmunizarse contra los falsos destellos.
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Veo a una pareja de enamorados y al instante recreo en cada pormenor el odio recíproco que incubarán si se consienten quemar demasiado tiempo adheridos. Nada que objetar a la hoguera bicéfala mientras los involucrados se abstengan de querer echarle leña de singamia para propagar el incendio.
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Ella creció como mujer en la niña, él como niño en el hombre y ambos como grumos solitarios en el caos que los arrojó a la orilla de los recién llegados después de ser arrullados en una ola de irrealidad que, para su desgracia, no fue la primera ni será la definitiva.
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Más espantosa que la sorpresa de que pueda no existir cuanto creemos cierto es la idea de que algo cierto deba existir para siempre.
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Finiquitada la idea cristiana de salvación del alma, la esperanza facilona en la nada que nos disolverá se ocupa como vicaria de ancorar la existencia a cualquier satisfacción de mierda.
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A menos que la muerte nos reserve la revelación de un significado latente en los desastres preliminares, todo en la vida es sueño y nada en el sueño tiene visos de superar las tinieblas donde se forman.
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Con más razón que cordura, sigo sintiéndome el más forastero e iconoclasta de los hombres, pero ya que también debo vivir como hombre al margen de los hombres, nadie más común y maniqueo para mí que yo mismo, transfigurado por sinceridad en el menos eximio de mis acompañantes.
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Me he acostumbrado a embalsamar ideas que, calentadas en voz alta, cuando no suenan a nubes parturientas y desgarros vaginales, me instan a una cura de silencio donde me reabsorbo en el intento de conservar mis funciones o de llevarlas, si es factible, a un nivel menos calamitoso.
Dado que la entrada tira a extensa, me siento en el deber de comunicar que acabo de estabilizarla. Nada nuevo para los parroquianos de esta apartada gruta, a quienes no sorprende ya que mis aguijonazos, como expliqué en su momento, raras veces se estrenen luciendo su versión alfa. Algunas frases han sido depuestas y otras alteradas con palabras que han cobrado presencia en el mismo lugar donde mis fallos sinápticos habían incurrido en construcciones repetitivas o poco elegantes.
ResponderEliminarSi no es resultado del amaneramiento, la confidencia que cierra este rosario de aforismos es turbadora. Después de haberle plantado cara a la humanidad con reflexiones más duras, estas cartas mostradas parecen instrumentos quirúrgicos manchados y el tapete chorrea como una mesa de autopsias.
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