Robert Steven Connett, The Bone-yard Road |
Horace McCOY
¿Acaso no matan los caballos?
Como la naturaleza, sainada por esa motilidad perfunctoria que solo da forma a espirales de programación y bajo ninguna tregua es inocente de habernos producido, los ecologistas deberían replantearse si defienden al verdugo cuando reivindican derechos para un medio ambiente que se encuentra en situación análoga a la del progenitor convertido, por el hecho de reproducirse, en el promotor del sufrimiento y de la muerte de otra persona.
Si la biosfera cuenta con un plan, desde luego no excluye el saqueo y deterioro indiscriminado de sus recursos por parte de los humanos, a quienes cabe suponer ha escogido o dejado multiplicarse como especie sin otro propósito que ocasionarse un daño a sí misma o llevarnos a la ruina desde la cúspide intelectual de una evolución en cuyas falencias funcionamos como adláteres dopados de altivez, fabricantes de excrementos que creen progresar a merced de sus artefactos mientras se pudren dentro una necrópolis recalentada por una estrella, todavía en fase adolescente, que ha oficiado de comadrona de un sinsentido donde el combustible parece ser el duelo de todo cuanto tiene la desventura de habitarlo.
No por apego a una zona de confort de tratos caramelizados, sino por comedimiento temperamental opino que las noticias más duras deben ser comunicadas de la manera menos agreste, así que imaginen solo tres de las previsibles secuelas de nuestro presente: las reservas de energía fósil se han agotado, lo que ha terminado por causar el temido apagón generalizado, el agua potable escasea y los alimentos disponibles se reducen, en el mejor de los escenarios, al racionamiento de alguna variedad de pienso prosaico o con secretillo... ¿Qué hacer? Puesto que ni siendo enfrentado a las pesadillas resultantes de la modernidad el hombre se atreverá a extraer las más loables consecuencias del conocimiento de sí mismo, que contra cualquier aliciente futurizo lo imbuiría de la lucidez adecuada para procurarse la extinción voluntaria, al pellejudo que no se arredre —les recuerdo que así llamaban a los replicantes en el argot policial de Blade Runner— le atañe el exordio de prepararse para la muerte sin contribuir al marionetismo biológico de tener descendientes, en los cuales ha de ver la huella superlativa de su ego y el subproducto, en todo caso, de alguna concepción inercial de la existencia.
Desde una visión juiciosa, necesariamente crepuscular, perder las ilusiones solo es un ensayo para perderlo todo, hasta la certeza de esta pérdida.
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