4.1.15

LA ENERVADURA

Los peligros visibles nos causan menos espanto que los terrores imaginarios.
William SHAKESPEARE
Macbeth

La relación imaginaria que uno establece consigo no obedece a un rapto del ánimo, alteración más propia de la enajenación con su pléyade de estados paroxísticos, sino al cultivo del desdoblamiento como artesanía —arte y remedio— de estar en sí. Téngase en cuenta que un conato de locura es preciso para descifrar, siquiera a rasgos gruesos, el mundo de las apariencias cuya fuerza motriz reside en el desvarío de sus estructuras imperceptibles. Y tras este atributo se despliega, qué disloque cabe, el velamen de la perdición.

Siempre que me he confiado a la lógica de introducir un germen de orden en lo numinoso, la cara oculta de la realidad me ha respondido rebelándose a través de los canales que conectan las selvas nocturnas de la mente con el lado inhóspito de las cosas. Conmigo, cobra pulso de forma salvaje la certeza de que habito a merced de una corriente fantasmal, traspasado de gen a gen por un fluido siniestro que recorre cuanto puede ser comunicado de pánico. Remedando a Cioran, autor a quien tengo por amuleto sobre todo en las auroras de la dicha, no puedo sentir el orgullo de ser hombre porque he vivido el fenómeno del miedo hasta sus últimas consecuencias. Así ha sido desde antes incluso de aprender a contar las miradas chispeantes de horror que me interpelaban asomándose a la oscuridad por donde erraba conjurado lejos de mi ser, ni dentro ni fuera de sus límites oníricos, en una irrisoria suspensión de facultades que extasiaba el pensamiento desatado a la omnipotencia de sus más desgarradoras combinaciones figurativas. «La ficción abre al sentimiento ominoso nuevas posibilidades», dice Freud, y yo lo verifico a partir de entonces con hirviente nitidez de tinieblas, en las que me rehogo sin terminar de cocerme. La jindama amorfa, privada de concreción fáctica —al contrario de la que abunda en la trinchera, en la mazmorra, en la esclavitud del burdel—, crece en densidad sin salir del molde interior que pone en mientes una lucha mitigada solo por la extenuación, y bueno es que la haya, porque la plétora que no remite por agotamiento podría dar en la truculencia de un Eresictón de Tesalia, que según Ovidio «él mismo, su organismo, con lacerante mordisco a desgarrar  empezó, e, infeliz, minorándolo, su cuerpo alimentaba». ¡Qué no daría el atenazado por la angustia de un temor intransferible a cambio de verse cercado por las atrocidades de una evidencia compartida! ¡Cuánto más leve no le parecerá temer la crueldad del adversario que el frenesí del pavor inmanente! Ser también es ser para sí un sicario, sufrirse verdugo endógeno.

Conozco el acto puro de temblar y soy conocido en su feroz gama de intensidades por el zarpazo de la nada que es veta de la materia junto a eso otro que se pronuncia estremeciendo los terrores absortos del más allá abismado en el más acá sensorial. Hay un animismo irredento que se resiste a desaparecer no menos que a dejar de intervenir cuando la soledad lo desacata y el intelecto pretende expulsarlo de sí con elementos racionalizadores; se trata de un poder intemporal que lo mismo extrae voces abandonadas de los objetos dispuestos en derredor que propicia estelas de presagios en la presencia replegada, preexistente, que desfila por las capas insondables del delirio hecho mamífero, pasto predilecto de su gula y síntoma —intuyo— de su falta de entidad, pues persigue con saña a los vivos desde que estos galopan la necesidad de conjugar el tiempo para creerlo sustancia o disfunción antes que desacreditarse sabiéndose difuntos sometidos a la repetición de un simulacro. No hay pacto franqueable con esta clase de paranormalidad, hasta mi gata cuando se eriza bajo su influencia comprende, del rabo a los bigotes, que son impuestas las condiciones mediante las cuales somos abordados por las grutas de su naturaleza electrizante, gozosa de una autonomía ininteligible contra la que, espantados, con el vello clavado en la conciencia trémula, el factor humano desiste de aprehenderse prendiéndose a las debilidades de vaporosos artificios, como el de encender una lámpara —sarcasmo de luz—, por humillante que resulte el alivio después de haberle concedido credibilidad a la flaqueza donde cada partícula lo calumniaba.

Nada desnuda tanto el espíritu como pasar una noche, «capa de pecadores», en el nadir de la expectativa, acechado por la tabarra de la intriga que monta guardia desde la inmovilidad frente a cualquier perturbación de lo minúsculo.

Anoche tuve mi primer episodio anual de parálisis del sueño..., pero estaba despierto.

Bonitas sugestiones en Le Rêve de Henri Rousseau.

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