La verdad es que la vida
no es una línea derecha
sino una línea torcida.
Preso de su laberinto
el corazón es un monstruo
que se devora a sí mismo.
José BERGAMÍN
Velado desvelo
Sobre la conciencia del filósofo onanista —en pomposo, autodidacto—, no adscrito a otra corriente que la surgida entre dos luces de la experiencia de su pensamiento, planea un ave borrascosa que le recuerda, con graznidos no siempre templados al oído que la atiende, la prudencia de tomar sus ideas por tonterías, como son cuantas me siguen:
Toda aventura creativa es un viaje pronominal a las partes ningunas que el creador lleva consigo, y si os contara cuánto del personaje autopoiético y autoamnésico con el que escribo hay en el autor, sabríais más de lo que puedo discurrir mientras recorro el velo que todo ser vívido precisa descubrir para ser vivido: poderse mirar de hito en hito o de hito en hito poderse, a poder ver, reconocido.
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Contención de sí en las caligrafías del ser. Autor heteróclito, protagonista coral y lector forzoso de la novela de sus días, en cuya trama de vaivenes perderse y encontrarse se interpolan como el adentro y el afuera por el filo sinuoso del transcurrir, uno está de ida a la vuelta de cada paso y une al paso de cada vuelta la reescritura de su alma, a la que infunde una voz que se funde a los hechos como el peregrino a la ruta introspectiva con la que, paralelamente, el viaje se confunde.
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Quien relee a sus favoritos después de mucho tiempo sin frecuentar su compañía vuelve a pasar por sí mismo sacudiéndose la vista que calzó con el polvo de otros caminos, senderos que otros trazaron con la médula errática de sus ficciones cardinales.
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Hay un artista en todo aquel que halla el modo de contagiar sus inspiraciones y un pensador en quien sólo busca el modo de recuperarse de ellas.
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Ni remotamente lineal, como pretende la lógica, el pensamiento tiene el estigma y la incertidumbre envolvente de lo circular, como una serie de campos orbitales que, dispuestos en abigarradas posibilidades de lucubración alrededor de quien medita, describen trayectorias por las que el intelecto valeroso se desliza probándose en todas sin amoldarse a ninguna.
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Para hacer negocio hay que hacerse negocio, y movidos por este principio de promiscuidad algunos que sin pensar piensan por todos se quieren protagonistas sin interrupción: esa es su mayor apariencia de fuerza y la mayor evidencia de su flaqueza. Pero se propagan como la peste.
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Los recursos que el hombre atisba en la mujer difieren de los que la mujer avista en el hombre, diferencia que los iguala en la percepción del mundo como un espacio de poder disputado de uno a otro confín.
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Cuando uno es invitado a sentarse, sobre todo en un contexto formal como puede ser el despacho de una autoridad, una sala de conferencias o en casa de unos anfitriones desconocidos, se le pide, en realidad, una prueba de sumisión a los dignatarios del lugar que sobrepasa las correspondencias de la amabilidad, señuelo destinado de ordinario a reforzar la asimilación dócil del gesto requerido.
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Peaje de la evolución de las lenguas que los pueblos atrincheran en sus costumbres es el recelo, hecho de dificultad, para designar aquello que contraviene los prejuicios heredados mediante omisiones que no por prósperas dejan de delatar a quienes de ellas se valen para convivir con las tachas sin enmendarlas, cual ocurre en castellano, lengua predilecta de los descendientes de Caín, cuando la envidia entronca con un sentimiento asaz ponzoñoso que disfruta de los avales del uso sin haber recibido jamás el sacramento bautismal del léxico: la alegría por el infortunio ajeno que propuse llamar alevidia, porque rara vez presencian sin molestia la ventaja del otro los vecinos de estos cortijos donde a todo menda «hyere la censura, como el rayo, los más empinados realces» (Gracián).
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Insólito es que haya algo más demostrativo del subyugamiento de una época a la tecnología que el hecho de que no exista ninguna palabra consagrada en los principales idiomas de los afectados por ella para definir a quienes extenúan su tiempo como colonias ambulantes de los satélites. Cronocupados cual extensiones de los adminículos que les procuran el espejismo de lo contrario, toda la esencia visionaria de los desenchufados parecerá un túmulo de letra muerta a estos depravados del último grito que, cautivos de la conexión perpetua con la manada, se comportan como hordas expatriadas del aquí, clanes vaporosos, moléculas de identidad inmersas en una nube de placebos audiovisuales desde los cuales cuesta advertir el hedor de la podredumbre actualizada que se proclama victoriosa comunicación a través de altares digitales o sepulturas itinerantes, tanto da.
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Telextrudidos. La aceleración de los flujos de información comprime seres y enseres al tiempo que disuelve la perspectiva en la inmediatez ajustada a los circuitos de una subcultura mundial en la que todo tiene cabida como despojo y todo despojo encuentra salida como renovación de la necesidad bajo el arbitraje viral de la velocidad, premisa maximizadora para lubricar las mentalidades abocadas a consumirse en el chiringuito total.
En las sociedades con mercado, el comercio aún se mantiene fiel a los límites que le otorgan su razón de ser funcional, razón desbocada contra el ser en las sociedades de mercado donde lo que otrora fue un atributo orgánico se convierte en una disfunción imperativa, limitada solo por su propia flexibilidad embolsadora, que de ninguna manera consiente la existencia de cualidades inalienables.
Contrapunto de etiologías. Concebidos por el cosmos, nuestras concepciones generan a su vez un microcosmos que cambia de continuo el modo discontinuo que tiene el universo de concebirse a sí mismo. Si el orden es la forma provisional de adaptarse al caos en lo menudo, el caos podría ser un intento permanente de adaptación al vacío en la vastedad.
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En las sociedades con mercado, el comercio aún se mantiene fiel a los límites que le otorgan su razón de ser funcional, razón desbocada contra el ser en las sociedades de mercado donde lo que otrora fue un atributo orgánico se convierte en una disfunción imperativa, limitada solo por su propia flexibilidad embolsadora, que de ninguna manera consiente la existencia de cualidades inalienables.
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Contrapunto de etiologías. Concebidos por el cosmos, nuestras concepciones generan a su vez un microcosmos que cambia de continuo el modo discontinuo que tiene el universo de concebirse a sí mismo. Si el orden es la forma provisional de adaptarse al caos en lo menudo, el caos podría ser un intento permanente de adaptación al vacío en la vastedad.
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Ontoflexia. Recuerdo haber vivido que soñaba recordar haber soñado que vivía en un recuerdo haber vivido... ¿Comienzo por el cuento del nunca acabarnos de hacer o prosigo por el sueño del nunca acabarse de contar?
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La experiencia hermética de un hombre está en sus fracasos, y estos dan la clave de lo que vale, humanamente, la experiencia.
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Tierra por tierra. No tener ya nada por lo que luchar, desfallecer de victoria en la salida improcedente que con vista fustiga la vista de los rendidos a luchar por cualquier cosa.
Toda mirada certera está destinada a hacerse ciscos sobre aquello donde siente la fatiga de posarse.
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Toda mirada certera está destinada a hacerse ciscos sobre aquello donde siente la fatiga de posarse.
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Independencia de criterio en medio de la confusión reinante, valor para empuñar las propias decisiones frente al bureo que atocina las fuerzas, entereza de ánimo para sobreponerse a los golpes que se han de padecer y un lance a la vida que me allane el tránsito de abandonarla sin más impedimentos que los ofrecidos al ser tomada, ¿acaso pido lo imposible?
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Cuando la realidad se antoja razonable las evidencias que la desmienten son tomadas por quimeras, fenómeno que guarda simetría con los actos opacos del soñador, habituado a componer entramados de invenciones que asume como sólidas realidades mientras dura el sopor.
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El mito tiene sus razones de igual modo que la razón tiene sus mitos, entre los cuales destaca la habilidad para desmitificar cualquier creencia, excepto la suya.
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¡Que te crees tú eso! La razón no pertenece a las víctimas ni a los culpables: se debe en exclusiva a sus adoradores, quienes no creen deberle nada a aquellos que, con razones que no caben en la razón, se la quitan.
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Como bien sabía Adolf, inadaptado social y analista de la conducta de las masas antes que orador experto en cinésica, la propaganda debe adecuarse al nivel de inteligencia más ínfimo del auditorio al que se dirige porque la altura del discurso está en relación inversa al tamaño del público que pretende seducir. Solo el pensador que eleva en el ostracismo voluntario de su ombligo la torre de sus ideas puede permitirse la libertad de ser rechazado por la multitud sin la restricción cognitiva que exige concitar la popularidad del mensaje; puede, incluso, alzar la voz de la insumisión antes que ceder a la extorsión moral del respeto debido a sus congéneres: por encima de cualquier compromiso con su época, escribe para aquellos que no temen templarse y contemplarse en los contrastes, aunque haya de buscarlos en la inexistencia.
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El candor. Cuando juego con mi sobrina, de apenas cinco años cumplidos, acabo siendo reprobado por mis salidas imaginarias: ella quiere «una vida real» para sus muñecos...
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No me avergüenzo de los palos que no me han dado, ni me duelen los que adjudico en mi defensa contra aquellos que quieren ponerme firme en sus filas, ni dejo de pensar que los merecen férreos quienes han logrado secuestrar los estímulos en una pantalla en detrimento de los tirachinas, rabos de lagartija y cuanta profusión de iconos prístinos se concedía la imaginación sin trucajes ni intermediarios.
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Los autores que admiramos forman la aristocracia natural a la que reconocemos su irresistible ascendencia sobre el modo de interpretar el desvarío de existir y cuya influencia quisieran igualar esos mamones eminentes que aspiran a gobernarnos.
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Recuerdo que cuando era joven y me creía rebelde hasta en los andares ardía en las paredes callejeras un apóstrofe que exclamaba «los políticos no se hunden porque la mierda flota», elocuente descripción metafórica de una calamidad que dejaba sin alusión el quid del problema: los zurullos políticos persisten porque permitimos a los comensales de más altas instancias evacuarlos sobre nosotros.
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Plantearse las opciones políticas en términos de costes y beneficios sociales puede ser interesante de cara al mercadeo de miedos y esperanzas, pero en modo alguno apunta interés por la cuestión radical que subyace bajo la apariencia de un contrato social. Si la noción de poder propio adquiere forma con la construcción de uno mismo y la consecuente búsqueda de sintonía con la sociedad, el pensador autónomo debe considerar prioritario desentrañar qué sistemas empecen menos al sujeto la virtud de servirse mejor de sí mismo y cuáles excluyen para corroborarse el menor propósito de apoderamiento individual.
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Ironías de la isocracia, a medida que los actos individuales fueron tomando cuerpo de libertad civil en el ideario constituyente de los Estados, todo aquello que causaba discrepancias respecto al modelo surgido fue puesto bajo sospecha, en nombre de la racionalidad contractual de los derechos admitidos, como una vulneración de las bases sociales del orden político. Absorbida por la legislación, la libertad se vuelve dogmática y termina refinando el oscurantismo que finge combatir desde la ley.
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Aquello que no beneficia a la abeja tampoco beneficia al enjambre. ¿Por qué, entonces, se ha señalado una conspiración contra la colmena en el vuelo que una abeja hace a su amor? Quizá porque quien así lo lastra de puro miedo atenta contra la naturaleza original de las alas, contra la misma posibilidad del vuelo.
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En el hipogeo. Más nutritivos y cruciales que el entretenimiento de andarse por las ramas, los vericuetos radiculares son también más duros y tenebrosos. Entendido sabiamente, lo primero que desecha el amor propio es el orgullo con su fárrago de ostentaciones, entre las cuales puede haber ademanes cariñosos hacia la corteza vana del sí mismo, mas no el acceso a la savia que es causa y ensayo constante del conjunto que uno forma consigo cuando se quiere de veras.
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Hágase lo que se deba sin temor a deber lo que se haga: desde el salto irreversible del pensamiento, todo acto es anticipo de una retribución imaginaria que se derrama por los bordes de lo concreto.
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No se tenga a presunción el saber buscarse los defectos que la lisonja disimula, pues defecto inequívoco es el erguido entre los demás para hacerse prenda de virtud con el acopio de los fallos que no remedia por saber enumerar.
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Síntoma de madurarse a lo inhumano —es decir, sin venir al menos de los más—, todo cuanto parecía evidente deja de ser obvio y lo que antes era romo adquiere una prominencia que solo un desgaste de las entendederas puede hacer tolerable tras la ruptura con las convenciones de las convicciones.
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«El yo es un promontorio en la nada que sueña con un espectáculo de realidad», comprendió un santo frustrado en la descomposición que tuvo por aderezo ilustrar. Quizá uno pueda hacer de su vida una catedral de armoniosos y cautivadores elementos arquitectónicos, mas será un templo erigido en el laberinto que la experiencia humana representa para sí misma de acuerdo con las dos grandes tendencias que concurren en ella, la de quienes se descarrían de dentro hacia fuera y la de aquellos que lo hacen en sentido inverso, a expensas siempre de olvidar que no hay dos mapas idénticos ni brújula que funcione sin el magnetismo de un extravío mayor.
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Más que por haber decepcionado a quien se estima, se duele uno de su decepción por tener que desvalorizarse a escala del desengaño ajeno, que si no se ha espantado de curar habrá de sumarse como fustigamiento a la certeza fallida de no haber aprendido que decepcionarse de sí mismo es una disciplina que nunca defrauda.
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Según los Evangelios de la insolencia cuya catequesis no he querido moderar con el arte apócrifo del olvido, las últimas palabras escupidas por el alborotador que subido a dos palos chantajeó al mundo fueron: «Ya me jodo yo por todos vosotros, ¡so mandrias!»... Sabed que también este protosuicida que lo reseña fue católico, rogó a Dios de niño para impulsar epifanías zoomórficas bajo las piedras y creyó ver en el amor de llegar a ser lo peor que se puede ser el testamento de espinas clavado al hombre. Por ello, mientras aguardo alevoso mis próximos desvelos, me guardo de los sonámbulos.
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Dios, que nace en la oración y muere en la adoración, resucita en la blasfemia.
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Tahúr de roles. «¡Arderás en la hoguera por hereje!», maldijo el monje creyéndose portavoz de una razón divina a la que replicó el aludido: «Acepto: encenderás el pedestal de mi muerte con este ramo de flores y tu cráneo, tocado de humos, se abrirá finalmente como un higo que dará festín a muchos picos hambrientos y fertilizante a las tierras donde mis cenizas, dispersas, te saludarán hasta que sea consumada la unión de nuestros elementos en la desgracia de otro ser, acaso menos inclemente y desatinado que tú».
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Discrepante vocacional y escéptico por vicio, hago ruinas sin derribar el sentido práctico de catalogarlas ni desdeñar la sobriedad que entre ellas tengo, como cualquier delineante de estados alterados, por pulcritud indispensable del temperamento sobre la derrota que, retándolo, lo perfila.
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Asilo y celada del distante. En mi retiro horaciano de las urbes, que bien podría asemejarme por la estampa de hidalgo lunar a un fugado de las telas del Greco —así me lo fabula, y acierta, el conceptuoso señor Mas—, experimento la necesidad depurativa de chapotear sin melindres en el barro. Lanzar mis autolíticos libelos al mundo me proporciona ese nexo alternativo con la tierra sucia y ensangrentada sobre la que desfalleceré, antes de que me adelante la soñera carcamal, con las fauces abiertas como un pendón desafiante. Me previenen los avisados que «en boca cerrada no entran moscas», besuconas volantes que devoran al regalado que en su obra, no es mi caso, vierte cálices de miel. «Por la boca muere el pez», en efecto, y la mía va llena de cicatrices por los anzuelos que han hecho empeño de atraparme. ¿Quién, si no yo, me ha metido en la red de este beatus ille?
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Yo, que sólo sé ponerle nombre a las cosas, no sé cómo nombrar esta cosa sola que soy a contra ser.
Dusk de Kim Cogan, arúspice de la paleta que se revela poseedor de una destreza magistral para captar la belleza emergida como un puñetazo anónimo de los parajes, en principio anodinos, que concuerdan con la desolación cotidiana. Oteando sus lienzos uno se siente masacrado por una emoción estética que me trasmina a algunos panoramas de la película Enter the void.
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