10.1.15

RITO DE IMPROVISACIÓN

Yo, artista refinado, cauto y tímido, estupefacto ante tanta carne viva y palpitante, ofrenda al morbo y a la muerte, ante tanta carne dolorosa y alegre, ante tanta belleza imperfecta y amable, exclamo acongojado: —He aquí la belleza que no podrás abrazar nunca.
Rafael CANSINOS ASSENS
El divino fracaso

Ardiendo en sus adentros nos volvemos fluidos; fuera, negligentes y voraces. Pioneras de su posesión en el movimiento coordinado de las formas venidas en suerte y dueñas como el nunca que pone el destino en jaque con el baile que las desdibuja para descifrarlas mejor a través de los visajes, brotados de la hondura atávica, mientras comulgan con la difusión inconquistable del reclamo; autoras consabidas de devociones subyugadoras cuando no se las palpa en la verdad y aún más si se las acaricia en la beldad que no reservan, las mujeres que deseamos no pertenecen jamás a los ojos que las admiran. Son ellas antes presas para sí mismas que uno puede amar en la quietud palpitante de la media sombra, como mucho en la lentitud que las posa al alcance de los instintos, donde jugamos a modelarlas de nuevo como el vicio por natura que siempre han sido hasta poder abandonarlas a los eclipses parciales del reconocimiento que las traiciona solo por cumplir el oráculo de rasgar el velo en cada una, intriga interesante en tanto nace empeñada al canto, muy quedo, de lo indiferenciado.

Roto ya el tabernáculo de los universos detenidos en el aborto del tiempo, la belleza revoltosa de la tentación se aproxima al absoluto si, segura incluso en la inseguridad que lustra por un éxtasis o un exterminio, quiere, cuando acepta querer, ser escarbada con más belleza, con la belleza desbocada de todos sus múltiplos y paradojas. Se tiene así por adusta periferia en el centro mismo de la indiferencia hacia el eterno crac del cras y llega postergándose con el devenir devengado en un espasmo que, de lindo pero taxativo abordaje, proporciona la afinación del juicio que expulsará a sus adeptos a las llamas francas del codicilio, en cuyas palabras vencidas confesaremos ser soles ensartados a las arterias del último desaliento.

Y seguimos matándonos mediante la obra de un artista anónimo, conocido como Maestro de la Santa Sangre, que representa a Lucrecia, modelo de virtud ultrajada. Cuenta Tito Livio que Tarquinio, hijo del último rey de Roma, se enamoró de ella y, al verse rechazado, pues era fiel a su marido, consiguió gozar de sus encantos valiéndose de la malevolencia: de resistirse a yacer con él la pasaría por la espada y dejaría junto al suyo el cadáver de un esclavo que le permitiría argumentar haber hecho justicia al descubrirla en un acto de infidelidad a Colatino, que además de su esposo era amigo del violador. Lucrecia, asqueada, cedió al chantaje, pero en cuanto pudo confió lo ocurrido tanto a su padre, el prócer Lucrecio Tricipitino, como a su cónyuge, a quienes rogó el desquite de su honor. Descargada de este fardo su conciencia, se dio muerte sin dilación con un cuchillo.

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