1.2.19

EUGENIA Y SUS TUTORÍAS

Auguste Levêque, La Parque
La vida no es un argumento. Entre las condiciones de vida podría estar el error.
NIETZSCHE
La gaya ciencia

Eugenia no parece en modo cierto una réplica de la chochona de Willendorf pese a ostentar en semejanza hechuras de copiosa paridora que se advierten, más eclipsadas que realzadas, bajo un embozo de mantecas cuya estructura inconsistente, sin llegar jamás a derretirse, son la causa de los sudores que al menor esfuerzo empapan, alrededor de umbrales estratégicos, el embutido con que abandera, so pretexto de vestidura, su muy discutible noción de gusto en lo que a elegancia atañe. Además de ayudar a reponer con sus hambres insondables, que la ponen puntualmente al borde del desmayo, la bollería de aspecto inofensivo que la cantina abastece a los yonquis del azúcar, tiene Eugenia a su cargo impartir la asignatura de valores, o comoquiera que ahora llamen los docentes a las salmodias destinadas a lograr que quienes brotan únicos se vuelvan pasto de otras bestias.

Dilatando lo dilatable, Eugenia engulle igual que fecunda: con bulimia. Todo lo demás es un afán secundario para ella no obstante sus desvelos por disimular algunos defectos que la contrarían. Nadie atinaría a concretar, por ejemplo, si las preseas coruscantes que porta y los perfumes caros que escancia sobre sus volúmenes con sofocante dispendio son, en el fondo, un dispositivo de distracción para ocultar a los sentidos del observador sagaz otras sufridas muestras de los efectos que en su organismo produce una estiptiquez recalcitrante. Sus heces, privadas de la frecuencia y cantidad adecuadas de desalojo, rebosan en ella por las vías delatoras de los forúnculos, las flatulencias, los reflujos de roeduras y un humor ladrador, calcado de un perro gozque.

Para conmemorar el Día Internacional de la Paz, Eugenia y sus alumnos más bitongos, conjunto que suele reunir en estos zoológicos a lo más zoquete de cada casa, dedicaron no menos de dos semanas a la confección de un mural donde había que adivinar, pintada a dos tonos, la icónica silueta del «árbol de la vida» junto a un lema digno de fulgurar como epígrafe en un catecismo pintiparado a la acefalia que hace suya el ciudadano de nuestros días: «La vida es un regalo. ¡Cuídalo!». Hiriéndome el chirumen que Eugenia pontificara fetén un regalo envenenado —lo que cae sin duda dentro de sus oficios— en un grado solo comparable al hecho de que reputara plausible esa esquela de árbol demediado, ya que lo habían representado mutilado de raíces, fingí no poder contener mi horror no bien tuve ocasión de interpelarla.

—Eugenia, tengo una duda y te la planteo sin ánimo de ofender.
—A ver.
—¿No sientes que algo le falta a vuestro dibujo? ¿Qué sentido tiene un árbol sin raíces?
—¡Anda…! No tiene importancia.
—Yo diría que la tiene y en mayor medida de lo que imaginamos. Una vida sin raíces es una vida desalmada —deslizo a lo socarrón tras el tapiz natural de una sonrisa.
—Tiene gracia que seas tú quien haga esa puntualización.
—La relación que tenga conmigo es indiferente, aunque entiendo que te parezca sorprendente que un hombre despoblado de retoños haya sido el primero en llamar tu atención sobre ese pequeño olvido.
—No lo decía por eso… ¿Así que no tienes hijos?
—Ni los tengo, ni los pretendo. Me abstengo de hacerlos, entre otras magníficas razones, por la conciencia de que traer más personas al mundo es un acto de prescindible ferocidad, sobre todo para los que son traídos.
—¿Acaso no amas la vida? —me espeta dando un respingo.
—No es cuestión de amar o repudiar la vida, sino de considerar que la vida en abstracto, despojada de atributos, no es un argumento frente a los hechos de la vida en particular, radicada en un contexto.
—¿No me digas? —su ironía quiere en vano ganar tiempo de procesamiento mental.
—Permíteme otra pregunta, Eugenia, que hago extensiva a quienquiera engendrar: ¿podrías darle a tu prole una existencia libre de enfermedades, de taras, de percances, de deterioros, de desencantos, de ataduras, de miedos y de fatigas?; ¿una vida libre, en resumen, de los trastornos, menoscabos y pesares que la caracterizan?
—Yo creo que la vida es buena.
—¿Buena por sí misma?
—Buena sin más. Y a veces —remacha—, maravillosamente buena —seguro que piensa en un donut.
—El verbo que has escogido, «creer», es perfecto para formarse una idea bastante fiel, nunca mejor dicho, de lo que cuesta convencerse de que la vida carece de una larga ristra de contraindicaciones, a cual más disuasoria. Negar esa cruel realidad quizá sea lo contrario de un acto de amor hacia el recién venido que ha de soportarlas. Y aun si una vida individual resultara razonablemente buena, habría que examinar cuánto debe ese juicio favorable a una percepción sesgada por el optimismo, o a un conocimiento insuficiente de la gravedad que entraña existir por dictamen ajeno. Lo que de ningún modo puede admitirse es la generalización de las excepciones que suponen los intervalos de dicha, como tampoco es válido extraer joviales conclusiones por anticipado, a una edad prematura, cuando el declive y recrudecimiento de las posibilidades vitales están por venir. ¿Conoces el refrán «quien mucho vive, mucho mal vive»?
—¡Tú también juzgas la vida sin haber llegado al pie de la sepultura! —una flama de ira pugna en ella por explotar como una espinilla ante el espejo. 
—Es verdad. Por eso la pondero, o lo intento, como si estuviera precisamente en el lecho de muerte, con la más completa perspectiva que me sea inteligible recorrer, pero a despecho de que mis estimaciones pudieran ser inapropiadas, aún queda por señalar otra objeción a esa hipotética vida de ensueño que solo desde la propaganda o la inexperiencia puede concebirse como un regalo.
—¿Cuál? —por la energía con que escupe su interrogante es evidente que a estas alturas me freiría vivo.
—Si existe una ley biológica inapelable, no es otra que toda vida ha de disolverse al fin por encima de lo prendado que uno esté de ella. Con cada alumbramiento se hace entrega de la obligación de perecer. Hacer nacer es hacer fenecer. Ese obsequio del que hablabas es una bomba de relojería.
—Esa es una manera bastante pesimista de contemplar la vida. Y estoy siendo generosa.
—Para ser exactos, yo diría que es una manera más objetiva que la basada en el artículo de fe que identifica a la ligera la vida con el bien absoluto obviando no solo las limitaciones de la naturaleza humana, sino también las condiciones reales en que transcurre. Por fortuna, aunque la muerte sea un misterio velado, a mano está como último recurso contra las peores penalidades y los estragos del marchitamiento. ¿No estás de acuerdo en que madurar consiste en deshacerse poco a poco de uno mismo, en el aprendizaje indispensable para dejar de ser?
—Si todo el mundo compartiera tu punto de vista, la humanidad se extinguiría.
—Lo primero, malas noticias: la humanidad se extinguirá, como cualquier otra especie, con independencia del interés que tengan sus integrantes en perdurar. Respecto a eso que llamas «mi punto de vista», solo es el reconocimiento desapasionado de la vida tal cual acontece, sin adornos superfluos ni artificiosas concesiones. Y por último, te desafío a localizar un solo procreador que, después de haberse pasado por el arco del triunfo las actuales circunstancias de presión demográfica, se haya diseminado con la finalidad de salvar al género humano.
—¡Qué negativo!
—Negativo, claro que sí, en el sentido de no hacer nocimiento de vida. 
—¿Nocimiento?
—Perjuicio. También vale como sinónimo de nacimiento
—¿Dónde está el chiste?
—Tal vez deberíamos buscarlo en el discurso de los autodenominados «provida» y en el impagable servicio de multiplicación de esclavos que ofrecen a todos los sistemas de degradación al seguir alimentando los úteros como si fueran factorías de mano de obra desechable.
—¡Qué barbaridades salen por tu boca!
—Hasta que los robots, o series de seres tan automatizados que sea imposible diferenciarlos de máquinas, reemplacen a los sirvientes de carne y hueso, el activismo en pro de la natalidad trabajará sin descanso para empobrecer la vida humana, para seguir fabricando gentes excrementicias. El excedente de residuos y el excedente humano son eslabones de una misma cadena.
—¿Te estás oyendo?
—Más para bien que para mal, o así me lo dice mi sentido ético, he aprendido a no tomarme tan en serio a mí mismo como aquellos que defienden a ultranza la desmesura reproductiva.
—Solo piensas en ti. No tienes ni idea de lo que significa el amor por un hijo.
—Eugenia, no necesito hijos para poder amarlos; mi amor, el menos impuro que puedo dar en esta usina de mamones, manifiesta su esplendor en la decisión de no haberlos tenido. Cada vez que uno quiera reproducirse, piense antes en todos los padecimientos posibles y en los efectos adversos que la miseria humana comporta. Procrear no es un acto de amor, ni siquiera de amor a sí mismo.
—¿Qué es entonces, listillo?
—Una toma de posesión que implica a otro ser en los rigores de la existencia sin tener en cuenta su voluntad.
—Me rindo, no hay quien pueda contigo.
—No hay quien pueda convencerme de que es mejor ignorar que saber, y desde luego no puedo soslayar el daño que muchos padres han preferido ignorar a sabiendas para satisfacer el devaneo egolátrico de propagarse —pronuncio estas últimas palabras entonando un esmero cordial, recreándome en despreciar la sombra de una ocurrencia brutal, imperdonable, que una segunda voz, solo audible en mí, susurra mientras observo el adiposo oleaje que demora sus inercias en la papada de Eugenia: «Querida, yo tampoco podría contigo».

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