Kevin Best, The Domino Effect |
GOETHE
Naturaleza y arte parecen rehuirse
En aras del potingue que su propia desgracia rebosa, la especie humana no ha desarrollado todavía, ni muestra pretensión alguna de hacerlo, un límite autodefinido a su proliferación. Somos fuera de duda escasos los que en cada generación, conscientes de la yactura que supone venir a esta monstruoteca, en vez de fomentar la anosognosia que sigue habiendo en la lucha por cambiar el mundo con la intención de ofrecer una herencia menos inhóspita a la posteridad, optamos por la medida, más poderosa en sus consecuencias y coherente en sus principios, que «deja a los muertos sepultar a sus muertos» (Mt 8, 22) sin participar en el atentado, plagiario del adánico, de añadir un solo relevo inocente a este atolladero de infamias.
Van perdidos cuantos piensan que esta tierra de malparanza puede ser nido de otra condición que la intrínseca a la marioneta, pues no es sino zaraza, un regalo asesino y fraudulento, el que aquí pone de relapso nacimiento sobre fallecimiento con la jurisdicción que la imprudencia tiene por natura sobre una progenie, de la que nadie ha obtenido jamás consentimiento, cuando los seres son sacados al albur que Calderón identificó con el «frenesí» de un sueño general donde moramos al retortero de un desvelo por desvelar.
Hecho el trasfondo, hecha la trampa en la que caerán los que vendrán igual que fueron despanzurrándose los que vinieron. Y sabiendo, por ende, que quien crea vidas su misma muerte cría en aquellos que reciben de fayanca la espuma de su semilla, la mayor y más ninguneada piedad concebible es el respeto a los no concebidos: permitirles que sigan a salvo de la existencia que los egos armados de fertilidad se creen con derecho de infierno a imponer.
Descreer, y aún más, descreerse, es el paso previo para descrear en el sentido al que, entiendo, Simone Weil apuntaba en La gravedad y la gracia: «Hacer que lo creado pase a lo increado», y que debe ser distinguido con rigor de la destrucción, «sucedáneo culposo de la descreación», porque no inflige la nada, no a-nihila, simplemente se abstiene de hacer que sea lo que no ha pedido ser.
Cuenta Heinrich Zimmer en Filosofías de la India que el mundo creado por el encadenamiento entre los deseos y sus consecuencias, Kāma, es personificado en la tradición budista por el demonio Namuci, «el que no deja ir», quien se ocupa de mantener a los seres hechizados en la persecución de sus afanes con vistas a engendrar más vida para Māra, la muerte: «Kāma y Māra, el goce de la vida y el zarpazo de la muerte son, respectivamente, la carnada y el anzuelo». Y profundiza: «A la vida en el mundo se la pinta como una angustiosa paradoja: mientras más viva, menos soportable; un mar de sufrimientos, placeres ilusorios, promesas engañosas y terribles realizaciones; en realidad, la vida es el mar de la locura de los peces, la locura de una fecundidad que se nutre de sí misma y a sí misma se devora». Elocuente alusión al pez, símbolo que ostenta el apetito en su función de pescar almas con el propósito de que el ciclo de las creaciones y destrucciones perdure. Ahora bien, si en estas rasgaduras estás, como yo mismo, dándote al sarvakarmafalatyaga o «desapego del fruto del acto» cual mono enjaulado entre barrotes cuánticos y arrebatos de éxtasis, ¡cuidado!: obstinarse en rasgar el velo es seguir enredándose en la trama del anhelo.
Eso eres también.
COLETAZO
Descreer, y aún más, descreerse, es el paso previo para descrear en el sentido al que, entiendo, Simone Weil apuntaba en La gravedad y la gracia: «Hacer que lo creado pase a lo increado», y que debe ser distinguido con rigor de la destrucción, «sucedáneo culposo de la descreación», porque no inflige la nada, no a-nihila, simplemente se abstiene de hacer que sea lo que no ha pedido ser.
Cuenta Heinrich Zimmer en Filosofías de la India que el mundo creado por el encadenamiento entre los deseos y sus consecuencias, Kāma, es personificado en la tradición budista por el demonio Namuci, «el que no deja ir», quien se ocupa de mantener a los seres hechizados en la persecución de sus afanes con vistas a engendrar más vida para Māra, la muerte: «Kāma y Māra, el goce de la vida y el zarpazo de la muerte son, respectivamente, la carnada y el anzuelo». Y profundiza: «A la vida en el mundo se la pinta como una angustiosa paradoja: mientras más viva, menos soportable; un mar de sufrimientos, placeres ilusorios, promesas engañosas y terribles realizaciones; en realidad, la vida es el mar de la locura de los peces, la locura de una fecundidad que se nutre de sí misma y a sí misma se devora». Elocuente alusión al pez, símbolo que ostenta el apetito en su función de pescar almas con el propósito de que el ciclo de las creaciones y destrucciones perdure. Ahora bien, si en estas rasgaduras estás, como yo mismo, dándote al sarvakarmafalatyaga o «desapego del fruto del acto» cual mono enjaulado entre barrotes cuánticos y arrebatos de éxtasis, ¡cuidado!: obstinarse en rasgar el velo es seguir enredándose en la trama del anhelo.
Eso eres también.
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Ningún comentario recibido con posterioridad al verano de 2019 recibirá respuesta. Hecha esta declaración de inadherencia, por muy dueño que me sienta de lo que callo dedico especial atención a los visitantes que no marchan al pie de la letra.