19.1.16

LAS PUERTAS DE LA CONFUSIÓN

Jean-Léon Gérôme, Diógenes
Todos los animales domesticables se asemejan; cada animal no domesticable es no domesticable a su modo.
Jared DIAMOND
Armas, gérmenes y acero

Aunque en el foro, fácilmente desaforado, del fuero interno no seamos escasos quienes nos sentimos línea dactilar recorriendo los pliegues biográficos de solitarios como Kafka, Pessoa, Beckett y tantos espíritus descarnados a fuerza de trasegar lucidez (autores en ocasiones célebres en fase previa a la póstuma por venganza o por malentendido de sus coetáneos), lo propio de la edad democrática es convertir en desviaciones mentales las evidencias del espanto que la realidad emplea como materia prima de su construcción. Fuera de las normalidades autoexplotables de las cuales dependen los adictos al ego para reptar y liberado, no pronto asoma la desazón, del ornamento de personajes que inspiran nulidad, el refugio del solitario radica preferentemente en la ironía, inmanente astucia del desapego —«es más humano mofarse de la vida que llorarla», leemos en Séneca— que lo distancia de la locura hacia la que es conducido por la misma maquinaria detectada donde los abonados al inventario de convenciones y cromosomas solo quieren registrar espléndidas razones. Con todo, como la seducción frustrada termina transformándose en agresión y la agresión civilizada empieza por la homologación, la referida maquinaria está provista de una plasticidad simbólica capaz de concitar contra el menor intento de desmontarla los ingredientes proclives al quijotesco guirigay entre lo literal y lo literario, de modo que cuanto mayores sean las dotes intelectuales invertidas en el denuedo de desafiarla, más peligroso resultará señalar en los sucesos patentes el imperio latente de lo grotesco. Bien sabía Petronio que en sociedad «todo el mundo cierra los ojos y se dedica a contar su dinero», y mientras los indignos de conocer la verdad sufran como una ofensa la penetración en el orden cuyas falsedades custodian, cabe esperar de ellos algo más feo que una respuesta lógica para empaquetar, en la condición de mixtificador, a cualquiera que se proponga desenterrar las pruebas de una ficción metódica con efectos de proporciones criminales.

Si Aldous Huxley estaba en lo cierto al indicar que «cada persona, en cada momento, es capaz de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo»; si el cerebro, en congruencia, funciona como una especie de válvula reductora centrada en la misión de «impedir que quedemos abrumados y confundidos por esta masa de conocimientos en gran parte inútiles y sin importancia», para las proezas cumplidas de este desconcertante exceso de realidad, al contrario que para paliar el vacío de sus defectos, no existe compensación sin estolidez ni alternativa que no refuerce el mal, nunca chico, del hastío.

Llegados a las puertas de la confusión, que son tan variopintas como imaginarios las recrean, con insomnio de discernimiento o sin otra ciencia que una desenvoltura destronada de sí misma, no son precisos saltos ultradimensionales, en el escueto trayecto que media entre las membranas de la caverna y el cofre de escorias más próximo —por no decir en la aventura de salir de casa a tirar la basura—, el desencriptador audaz puede verse investido de súbito con el protagonismo de alguna herejía a la que aún no se ha exorcizado mediante el cortejo de un nombre. Por una ley que parece escrita con la tinta invisible destilada por las glándulas de una criatura abisal, es de rigor que la curiosidad no descubra arcanos, sino que sea asaltada por ellos...

Para mí, que no sé nada de casi todo, esta vida se compone de necesidades, caprichos y regalos en una forma, medida y distribución demasiado variables para dejar de prejuzgarla aleatoria en su devenir; pero lo más intrigante a partir de este planteamiento es que las necesidades tienden a volverse caprichosas, los caprichos llegan a ser cotizados como experiencias imprescindibles y el mejor regalo, a fin de cuentas, se limita a descubrirse hecho a sí mismo un don genuino, o lo que es igual, un hecho genuinamente superfluo.

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