24.1.16

BIEN ESTÁ LO QUE BIEN ACABA

A Pablitu

Creemos que vivimos y lo único que hacemos es sobrevivir. Sobrevivimos a las flores, a los animales domésticos, a nuestros padres. Nos sobrevivimos a nosotros mismos, ya que partes de nuestros cuerpos nos abandonan a lo largo del camino. Y más tarde también a nuestros proyectos y recuerdos. Y todavía nos atrevemos a llamar a todo esto vida.
Jean GRENIER
Sobre la muerte de un perro

El lenguaje de la gran empresa extiende sin pudor sus tentáculos hasta ámbitos nunca antes tan expuestos a la ventosa del management y, amén de otros flagelos, nos conmina a salir de una supuesta zona de confort cuya simple alusión pretende disparar las alarmas que mantienen en guardia las facultades relativas a la eficiencia personal. A esta zona se la acusa de bloquear los horizontes vitales con la afición a los momentos transcurridos en una reserva de tranquilidad procedente de las rutinas asumidas, mas el canto de sirena de su abandono, que muchos creerán propuesta inocente e incluso pertinente, implica que la seguridad en el hábitat del espacio íntimo es juzgada y condenada como un mormel que obstaculiza la expansión hacia el éxito, aquí entendido como doctrina hecha de egocracia y controlatría, enemiga de la neurodiversidad y aliada al caudillaje económico. Sus adeptos propugnan andar apretado de meninges, ágiles en el reñido ajedrez con las hormonas rivales, para alcanzar la notoriedad característica de los machos y hembras alfa, únicos ejemplares de la fauna homínida en condiciones de ganar prestigio y suscitar la emulación de sus congéneres. La razón a la que obedece este énfasis por irradiarse y descollar sobre los otros a costa de desvelos no siempre fundados ha de buscarse en un fenómeno constatado, al menos, desde los estudios del psicólogo y primatólogo Robert Yerkes, quien aportó evidencias a lo sabido desde antiguo por los capataces de cualquier régimen esclavista: la ansiedad multiplica el rendimiento cuando es estimulada hasta un nivel óptimo de concentración; según parece, el flujo establecido sirve igualmente para conectarse al Absoluto a través de un mantra que para enroscar tornillos con presteza en una cadena de montaje.

Bajo los barnices del materialismo tecnocientífico seguimos dominados por el pensamiento teológico, y no solo porque el modelo narcisista de proyección social deba habilitar un repertorio equivalente de alegorías demoníacas —desde la zona de confort referida a las grasas saturadas, pasando por un torrente de temores que desembocan, en definitiva, en la soledad— a sabiendas de que el espanto bien dosificado actúa como catalizador de la movilización productiva, sino porque así lo demuestra la devota rendición ante la imagen colectiva que nos devuelve el culto universal al poder místico, mesmerizador, del dinero, capaz de elevar a sus máximos detentadores al rango de superhéroes en un mundo que sobrevive, más que por la desmesura de lo desechable, gracias al crédito renovado de los efectos totémicos que otorgan a nuestros fetiches la cualidad atrayente de una trascendencia tangible.

Andrea AnghelAll Hail the American Dream
Un amigo que realiza labores especializadas en una multinacional escandinava me desglosaba algunas particularidades sobre los métodos aplicados para exprimir al personal mediante asaltos recurrentes a la zona de confort:

«El concepto es muy de gurú del siglo XXI y tiene connotaciones positivas porque suele darse mezclado, para mayor despiste, con la autogestión de la curiosidad y una actitud receptiva al ensanche de perspectivas, aunque en manos de terceras personas u organizaciones influyentes se convierte en una abominación que fuerza al individuo a diluirse en la mediocridad del entorno corporativo, donde se usa como excusa para todo lo que no puede ser razonablemente exigido a un adulto lúcido. Dentro del ambiente de oficina creativa en que me muevo, provoca situaciones tan rocambolescas para el espectador como degradantes para el protagonista: jefes de sección hablando en público como si de niños de tres años se tratara, o veteranos profesionales compitiendo en gincanas de las que salen emocionalmente exangües después de haber destripado sus secretos más escabrosos ante un coro que se someterá a idéntica ordalía. Cualquier fantochada es plausible si se hace en aras del trabajo en equipo, como doblar una barra de hierro sostenida entre dos cuellos, o hacer el trenecito agarrados de la cintura mientras se entona un himno que insiste en que el conjunto solamente avanza si la máquina y los vagones marchan coordinados… Llevo años dando el callo en preescolar sin enterarme».

Ante el requerimiento de tales acicates, creo en verdad que el espíritu de superación estriba en el soberano intento de zafarse en pos del sosiego abortado por la vorágine de necedades interpuestas. Quienes por timidez, inadaptación, enfermedad prolongada u otra causa de malogramiento hemos debido transitar durante décadas en una zona de combate cicatera en treguas, calificamos la meta de constructiva cuando apunta a la creación de una zona franca, no a minar las posiciones conquistadas, sin que ello signifique cerrarse a la didáctica esporádica de la tempestad.

A medida que aumenta el optimismo invertido en una iniciativa, también resulta incrementado su reverso tenebroso; ténganlo en cuenta los amantes de las terapias asertivas. Y recuerden la erosión subrepticia de las leyes de Murphy. No se sale de la zona de confort con el saludable propósito de ampliarla o de explorarse más allá del anquilosamiento al que tienden los seres recluidos dentro de límites fijos y repetitivos; si el objeto de estas prácticas es quebrar la comodidad, no hay duda de que se consigue, el problema es que junto con la distensión se rompe algo más profundo y, probablemente, precioso. Al subordinar el sentimiento de confianza en uno mismo a las satisfacciones de un territorio, magnificado con una plétora de posibilidades de realización, que todo sujeto debería poseer en su bagaje para cotizarse a la altura de los tiempos, lo que se ofrenda a la deidad del triunfo es la mortificación, propia y ajena, tras la cual late hosca la impotencia para rehusar y dedicarse con independencia a ocupaciones más cabales. Si esto es consecuencia de ese nihilismo que los meapilas denuncian como la plaga de nuestro presente, que resucite el Agudo Bigotudo y lo vea; yo encuentro más similitudes con la noción cristiana de abnegación, adaptada en este caso a una clientela compuesta por ejecutivos, futuros psicópatas de las finanzas e imitadores de la mímica desalmada de los líderes que defecan sonrientes sobre los escrúpulos de conciencia.

Esquema neofervoroso
¿Qué, si no un oportunismo zorruno o una avidez de verdugo, insiste en sacar a los demás del gallinero? Egresar de la zona de confort no es igual que aceptar la zona de incertidumbres que constituye la sombra esencial de nuestras victorias, por discretas que las diagnostiquemos; a lo sumo, puede ser formulada como una parodia de nuestra inadaptación congénita a la existencia, máxime cuando las trabas y desafíos surgen en granjas urbanas superpobladas, en escandalosa proporción, por cafres codiciosos y mentecatos de infinitas tragaderas, dicho sea sin conato de soberbia por mi parte, pese a que mi negativa a engrosar las legiones abanderadas por el «creced y multiplicaos» me ahorre cometer y tener que justificar no pocas sandeces. Frente al desarrollo social propulsado a expensas de las calamidades canonizadas con cada nacimiento, yo planteo el principio epicúreo como balanza de virtud: no abundancia de vidas, sino belleza de buena vida o de ninguna. Dado que nadie pidió nacer y nadie puede negarse a morir, cuanto cabe entre ambos trances merece ser gozado sin culpa o ser rechazado con gloria.

¿Puede impugnarse la impresión de que en cualquier edad, histórica o biográfica, nuestra especie ha vivido uncida al ciclo de auges y obsolescencias de sus ilusiones? Carecer de ilusiones no deja de ser una ilusión, quizá la que corresponde a pueblos exhaustos, y nuestra crisis actual de criterios no es, ni de lejos, una excepción a la norma de las falacias adoradas como axiomas. Si la ruina de las expectativas que lamentan los nostálgicos de ideales represivos es turbadora, peor es el artificio de hospedar en el ánimo la intención de socavar, a cambio de espejitos y lentejuelas, la necesidad de componer un refugio, por cochambroso que otros lo tasen.

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